Porque él necesitaba meditar. Le habían confiado joyas por valor de tres cuartos de millón, dejando a su discernimiento el plan a trazar para sacarlas del país. Y tampoco había tiempo ninguno que perder. En cualquier momento podría estallar el trinquete.
Desde luego que Alí estaba loco. ¡Lanzar por las buenas con tal despreocupación, setecientas cincuenta mil libras a su amigo! Y después, volverse a arrellanar tranquilamente, encomendándolo todo a Alá. Bob no tenía tal recurso. El Dios de Bob otorgaba a sus criaturas la libertad de decidir y realizar sus propios actos, haciendo uso pleno de las facultades que él generosamente le había concedido.
¿Qué demonios iba a hacer con aquellas dichosas piedras?
Pensó en la embajada. No. No podía complicar a la embajada. Y, de todos modos, era casi seguro que la embajada se negaría a verse comprometida.
Lo que él necesitaba era una persona. Una persona de lo más corriente que abandonara el país por un medio de lo más corriente también. Un hombre de negocios, o un turista, preferiblemente. Alguien sin conexión alguna con la política, cuyo equipaje, a lo sumo, estuviese sujeto a un mero registro superficial, o que, inclusive, no fuera a ser registrado en absoluto. Por supuesto había que considerar también la otra alternativa… «Suceso sensacional en el aeropuerto de Londres. Intentona de alijar joyas por valor de tres cuartos de millón de libras» Etc., etc. Pero tendría que correr ese riesgo.
Una persona corriente… Un viajero de buena fe… Y de repente Bob se dio una palmada en la frente por imbécil. ¡Pues claro que sí, Joan! Su hermana, Joan Sutcliffe. Joan se encontraba en Ramat desde hacía ya dos meses con su hija Jennifer, la cual, después de un grave ataque de neumonía, había venido a recuperarse, por prescripción médica, a este país de clima seco y mucho sol. Regresarían en barco dentro de tres o cuatro días.
Joan era la persona ideal. ¿Qué era lo que Alí había dicho referente a las mujeres y las joyas? Bob se sonrió. ¡La buena de Joan! Ella no es de las que perderían la cabeza por unas joyas. Sería capaz de poner las manos en el fuego. Sí; podía confiar en Joan.
Sin embargo, no vayas tan ligero… ¿Podría verdaderamente confiar en Joan? En su honradez, indiscutiblemente. Pero ¿y en su discreción? Bob sacudió la cabeza negativamente, lleno de pesar. Joan se iría de la lengua; sería incapaz de resistir la tentación de charlar. Y lo que es peor aún, podría hacer alusiones indirectas… «Me llevo a Inglaterra una cosa importantísima. No puedo decirle una palabra de ello a nadie. Realmente, es de lo más emocionante…».
Joan nunca había sido capaz de mantener nada callado, aunque se sentía enormemente halagada cuando se le decía que era todo lo contrario. Por eso no debía tener conocimiento de lo que iba a llevar. Así correría ella menos peligro. Prepararía un paquete con las piedras; un paquete de aspecto inocuo, y le inventaría cualquier historieta. Un regalo para alguien. Un encargo, ya pensaría él algo.
Bob echó una mirada a su reloj y se puso en pie. El tiempo se escurría.
Recorrió las calles a zancadas, sin sentir el bochornoso calor del mediodía. Todo parecía tan normal como siempre. No se notaba nada de particular en el ambiente. Solamente en palacio se advertirían el espionaje, los cuchicheos y la proximidad de algo extraño que parecía estar fraguándose.
El ejército… todo dependía del ejército. ¿Quiénes eran leales? ¿Quiénes no lo eran? Con toda seguridad que intentarían un golpe de Estado. ¿Tendría éxito o fracasaría?
Frunció el entrecejo cuando entraba en el hotel principal de Ramat. Se denominaba modestamente Ritz Savoy y tenía una gran fachada modernista. Se había inaugurado con gran boato tres años atrás, con un manager suizo, un jefe de cocina vienés y un maître d'hôtel italiano. Todo había ido maravillosamente. Pero el vienés había sido el primero en desfilar, seguido por el suizo. Ahora el maître italiano se había despedido también. La comida todavía seguía siendo pretenciosa, pero de mala calidad; el servicio era abominable, y una buena parte de la costosa instalación de cañería para el desagüe no funcionaba como era debido.
El encargado de la recepción conocía bien a Bob y saludó con la más radiante de sus sonrisas:
—Buenos días, capitán. ¿Viene en busca de su hermana? Ha ido de excursión con la pequeña…
—¿De excursión? —a Bob se le vino el alma a los pies… Precisamente tenían que irse de excursión cuando tan preciso le…
—Con el señor y la señora Hurst de la compañía petrolífera —aclaró el encargado, dispuesto a informar. Todo el mundo estaba siempre enterado de todo—. Han ido a la presa de Kalat Diwa.
Bob renegó en su interior. Joan no volvería al hotel hasta dentro de unas horas.
—Voy a subir a su habitación —dijo, y alargó la manó para coger la llave que el empleado le entregó.
Abrió la puerta y pasó dentro. En un amplio cuarto de dos camas, que se hallaba en el caos de costumbre. Joan Sutcliffe no era una mujer ordenada. Había palos de golf atravesados sobre una butaca y raquetas de tenis echadas encima de la cama. Las ropas estaban tiradas por doquier, la mesa atestada por un batiburrillo de rollos de película, tarjetas postales, libros con la cubierta forrada y colección de objetos orientales; la mayoría de ellos fabricados en serie en Birmingham y en el Japón.
Bob echó una ojeada a las maletas y bolsas de viaje que estaban alrededor suyo. Se encontraba cara a cara con un problema. No iba a ser posible ver a Joan antes de emprender el vuelo de huida con Alí. No le quedaba tiempo para ir a la presa y regresar. Podía hacer un paquete con las piedras y dejarlo acompañado con una nota. Pero casi inmediatamente de pensarlo, desistió. Sabía muy bien que casi siempre le seguían. Lo más fácil es que le hubieran seguido desde el palacio al café, y desde éste hasta aquí. No había advertido a nadie, pero estaba seguro de que había elementos muy hábiles para esa clase de trabajo. No tenía nada de sospechoso que viniera al hotel para ver a su hermana, pero si dejaba un paquete y una nota leerían ésta y abrirían aquél.
Tiempo… tiempo… Le faltaba tiempo.
Tres cuartos de millón de piedras preciosas en el bolsillo de sus pantalones.
Paseó nuevamente una mirada circular por la habitación, tras lo cual, con una mueca burlona, extrajo del bolsillo un pequeño juego de herramientas que siempre llevaba consigo. Descubrió que su sobrina Jennifer tenía plastilina, cosa que le serviría de mucho.
Trabajó rápida y diestramente. De pronto, alzó la vista, suspicaz, dirigiendo sus ojos hacia el abierto ventanal. No; no había balcón volado en esta habitación, sino un antepecho. Eran sólo sus nervios los que le habían dado la sensación de que alguien le estaba observando.
Finalizó su tarea e hizo un ademán aprobatorio. Nadie sería capaz de notar lo que había hecho. De eso estaba convencido. Ni Joan ni otra persona alguna. Y mucho menos Jennifer, una niña tan reconcentrada en ella misma, que nunca veía ni reparaba en nada ajeno a su propia persona.
Quitó de en medio todas las evidencias de su labor y se las guardó en el bolsillo. Después se quedó perplejo mirando en torno suyo.
Alargó la mano para alcanzar el bloc de cartas de Joan, y se sentó asumiendo un gesto ceñudo.
No tenía más remedio que dejarle escrita una nota.
Pero ¿qué podría decirle? Tendría que ser algo que Joan pudiese interpretar, pero que no tuviera él menor sentido para cualquier otra persona que leyera la nota.
¡Y eso era realmente imposible! En la clase de novelas policíacas que a Bob le gustaba tanto leer para matar el tiempo en sus ratos libres, había siempre alguien que dejaba una especie de criptograma, que era descifrado con éxito después por otra persona. Pero él no podía siquiera pensar en criptogramas, dadas las circunstancias, y, en todo caso, Joan pertenecía al tipo de persona llena de sentido común que necesitaba ver los puntos claramente colocados sobre las íes y las barras de las tés bien trazadas para poder empezar a darse cuenta de algo.