– ¡Quietos! ¡Soy el comisario Montalbano! ¡Yo me encargo de él!
Los agentes obedecieron. El comisario, mientras tanto, había perdido de vista al niño, pero la dirección que había tomado sólo podía conducirlo a un lugar, a una especie de callejón sin salida entre la pared posterior del viejo silo y el muro del puerto. No tenía escapatoria. Por si fuera poco, estaba lleno de bidones y botellas vacías, había centenares de cajas de pescado rotas y por lo menos dos o tres motores averiados de embarcaciones de pesca. Si ya era difícil moverse en medio de todo aquel jaleo de día, podía uno imaginarse lo que sería bajo la pálida luz de una farola. En la certeza de que el niño lo estaba observando, fingió tomárselo con calma, caminó despacio, colocando un pie detrás del otro, e incluso encendió un cigarrillo. Al llegar a la entrada del callejón, se detuvo y dijo en tono tranquilo:
– Sal, pequeño, no te haré nada.
No hubo respuesta. Pero, aguzando el oído por encima de los ruidos del muelle, un alboroto de voces, llantos, quejidos, maldiciones, pitidos de claxon, sirenas y derrapes, percibió con claridad el leve jadeo y la afanosa respiración del chiquillo, que debía de estar escondido a pocos metros de distancia.
– Venga, sal de ahí, te prometo que no te haré nada.
Oyó un crujido. Procedía de una caja de madera que estaba justo delante de él. Seguro que el pequeño estaba acurrucado detrás de ella. Hubiera podido pegar un brinco y atraparlo, pero prefirió permanecer inmóvil. Enseguida vio aparecer lentamente las manos, los brazos, la cabeza y el pecho. El resto del cuerpo quedaba oculto por la caja. El niño mantenía las manos levantadas en señal de rendición y sus ojos estaban enormemente abiertos a causa del terror, pero se esforzaba por no llorar ni dar muestras de debilidad.
Pero ¿de qué rincón del infierno procedía -se preguntó Montalbano, repentinamente turbado-, si ya a su edad había aprendido aquel terrible gesto de las manos levantadas, que con toda certeza no había visto ni en el cine ni en la televisión?
La respuesta le acudió de inmediato. De pronto, en su cabeza estalló una especie de relámpago, un auténtico flash. Y en el interior de aquel relámpago desaparecieron la caja, el callejón, el puerto, la propia Vigàta, todo desapareció y resurgió, reordenado en la magnitud de una vieja fotografía en blanco y negro que había visto hacía muchos años, tomada durante la guerra, antes de que él naciera, y en la que se veía a un niño judío, o polaco, con las manos en alto, los mismos ojos enormemente abiertos y la misma voluntad de no echarse a llorar mientras un soldado lo apuntaba con un fusil.
El comisario sintió una aguda punzada en el pecho, un dolor que lo dejó sin respiración. Cerró atemorizado los párpados y volvió a abrirlos. Finalmente todo recuperó sus proporciones normales bajo una luz real y el pequeño dejó de ser judío o polaco y volvió a ser un niño negro. Montalbano dio un paso hacia delante, le tomó las manos heladas y las estrechó entre las suyas. Se quedó un rato así, esperando transmitir un poco de su calor a aquellos dedos negros como el carbón. Sólo cuando notó que empezaba a relajarse, dio el primer paso, cogiéndolo de la mano. El pequeño lo siguió dócilmente. Entonces, a traición, a Montalbano le vino a la mente François, el pequeño tunecino que habría podido convertirse en su hijo, como quería Livia. Consiguió parar a tiempo la conmoción a costa de morderse el labio inferior hasta casi hacerlo sangrar. El desembarco seguía.
A lo lejos vio a una mujer más bien bajita que se agitaba como una marea con dos chiquillos pegados a sus faldas. Gritaba palabras incomprensibles, mientras se tiraba de los pelos, golpeaba el suelo con los pies y se arrancaba la camisa. Tres agentes trataban infructuosamente de calmarla. De pronto, la mujer se percató de la presencia del comisario y del niño y entonces no hubo manera. Empujó con todas sus fuerzas a los agentes y corrió con los brazos extendidos hacia la pareja. En ese momento, ocurrieron dos cosas. La primera de ellas fue que Montalbano advirtió con toda claridad que el pequeño, al ver a su madre, se tensaba como si quisiera escaparse de nuevo. ¿Por qué se comportaba de aquella manera, en vez de correr a su encuentro? Montalbano lo miró y observó con asombro que el pequeño lo miraba a él, y no a su madre, con una desesperada súplica en los ojos. Quizá quería que lo dejara escapar de nuevo por temor a que su madre lo zurrara por su fuga. Lo segundo que ocurrió fue que, en su carrera, la mujer tropezó y cayó al suelo. Los agentes intentaron levantarla, pero no lo consiguieron. La mujer se tocaba la rodilla izquierda, gimiendo, al tiempo que hacía señas al comisario para que le acercara a su hijo. En cuanto el pequeño estuvo a su lado, lo abrazó y lo cubrió de besos. Pero no conseguía levantarse. Lo intentaba, pero volvía a caer. Entonces alguien avisó a una ambulancia. Bajaron dos auxiliares sanitarios y uno de ellos, muy delgado y con bigote, se inclinó sobre la mujer y le tocó la pierna.
– Creo que se la ha fracturado -dijo.
La subieron a la ambulancia con los tres niños y se fueron. En ese momento comenzaban a bajar los de la segunda patrullera, pero el comisario ya había decidido regresar a Marinella. Consultó el reloj: eran casi las diez. Habría sido inútil presentarse en casa de Ciccio Albanese. Adiós salmonetes de roca… A esas horas ya no lo esperaban. Además, se le había cerrado el estómago y se le había pasado por completo el apetito.
En cuanto llegó a Marinella llamó por teléfono. Ciccio Albanese le dijo que lo habían esperado hasta que comprendieron que ya no iría.
– Pero sigo estando a su disposición para explicarle lo de las corrientes.
– Gracias, Ciccio.
– Mañana no salgo a faenar. Si quiere puedo pasarme por la comisaría para hablar con usía. Llevaré los cartapacios.
– De acuerdo.
Se pasó un buen rato bajo la ducha para lavarse las escenas que había presenciado y que sentía, reducidas a invisibles fragmentos, en el interior de sus poros. Se puso el primer par de pantalones que encontró a mano y se dirigió a la sala de estar para hablar con Livia. Alargó la mano hacia el auricular, y el teléfono se puso a sonar. Apartó de golpe la mano como si hubiera tocado fuego. Una reacción instintiva e incontrolada, por supuesto, pero servía para demostrar que, a pesar de la ducha, las imágenes del puerto aún le rondaban por la cabeza y le provocaban una honda desazón.
– Hola, cariño. ¿Estás bien?
De repente, sintió la necesidad de tener a Livia a su lado, de abrazarla y dejar que lo consolara. Pero, siendo como era, se limitó a contestar:
– Sí.
– ¿Se te ha pasado el resfriado?
– Sí.
– ¿Del todo?
Tendría que haberse dado cuenta de que Livia le estaba tendiendo una trampa, pero estaba demasiado nervioso y tenía la cabeza en otro sitio.
– Del todo.
– Eso quiere decir que Ingrid te ha cuidado muy bien. Dime qué te hizo. ¿Te metió en la cama? ¿Te arrebujó con la colcha? ¿Te cantó una nana?
¡Había caído como un tonto! Lo único que podía hacer era contraatacar.
– Mira, Livia, he tenido un día muy ajetreado. Estoy muy cansado y no tengo ganas de…