– ¿Tan cansado estás?
– Sí.
– ¿Por qué no llamas a Ingrid para que te reconforte?
Con Livia, siempre perdería ese tipo de guerras. Puede que fuera más conveniente utilizar una estrategia defensiva.
– ¿Por qué no vienes tú?
Su intención era meramente táctica, pero le salió con tal sinceridad que Livia se quedó perpleja.
– ¿Lo dices en serio?
– Por supuesto. ¿Qué día es hoy, martes? Bueno, pues mañana vas al despacho y dices que te adelanten unos días de vacaciones. Después coges un avión y te vienes.
– Es que…
– Nada de es que.
– Salvo, si dependiera de mí…, pero tenemos mucho trabajo en el despacho. De todos modos, lo intentaré.
– Entre otras cosas, quiero contarte algo que me ha ocurrido esta noche.
– Cuéntamelo ahora, anda…
– No, te quiero taliare, perdón, te quiero mirar a los ojos mientras hablo.
Se pasaron media hora hablando por teléfono. Y les habría gustado seguir más tiempo.
Pero la llamada le hizo perderse el telediario de Retelibera.
Pese a ello, encendió el televisor y sintonizó con Televigàta.
En ese momento decían que, mientras ciento cincuenta inmigrantes clandestinos eran obligados a desembarcar en Vigàta, había ocurrido una tragedia en Scroglitti, en la parte oriental de la isla. Allí hacía mal tiempo, y una patera atestada de aspirantes a inmigrantes se había estrellado contra las rocas. De momento, se habían recuperado quince cadáveres.
– Pero el número de víctimas puede ser mayor -dijo un periodista, utilizando por desgracia una frase hecha.
Entre tanto, se mostraban imágenes de cuerpos de ahogados, de brazos que colgaban inertes, de cabezas echadas hacia atrás, de niños envueltos en inútiles mantas que ya jamás podrían dar calor a la muerte, de rostros desencajados de socorristas, de convulsas carreras hacia las ambulancias, de un cura que rezaba arrodillado. «Estremecedoras, sí, pero estremecedoras ¿para quién?», se preguntó el comisario. A fuerza de ver aquellas imágenes tan distintas y parecidas a la vez, uno acababa acostumbrándose a ellas. Uno las contemplaba, decía «pobrecitos» y seguía saboreando su plato de espaguetis con almejas.
Sobre el fondo de aquellas imágenes apareció la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.
– En casos como éstos -dijo el redactor político estrella de la cadena- es absolutamente necesario recurrir a la frialdad de la razón y no dejarse dominar por la reacción instintiva de los sentimientos. Hay que reflexionar acerca de un hecho fundamentaclass="underline" nuestra civilización cristiana no puede desvirtuarse desde los cimientos a causa de las hordas incontroladas de desesperados y delincuentes que desembarcan a diario en nuestras costas. Esta gente representa un auténtico peligro para nosotros, para Italia, para todo el mundo occidental. La ley Cozzi-Pini, recientemente aprobada por nuestro gobierno, es, por más que diga la oposición, el único y verdadero baluarte contra la invasión. Pero oigamos a este respecto la opinión de un preclaro hombre político, el honorable diputado Cenzo Falpalà.
Falpalà era un sujeto con cara de pocos amigos.
– Sólo tengo un breve comentario que hacer. La ley Cozzi-Pini está demostrando su eficacia, y, si mueren los inmigrantes, ello se debe a que la ley permite que se persiga a los patrones que, en caso de dificultad, no tienen el menor reparo en arrojar al mar a los desesperados para no correr el peligro de ser detenidos. Sólo quisiera añadir que…
Montalbano se levantó de un salto y cambió de canal, más que enfurecido, abrumado por aquella presuntuosa estupidez. Los muy ilusos, a través de medidas policiales y decretos-ley, creían poder detener una migración que marcaría un período de la historia. De pronto recordó que una vez había visto, en un pueblo toscano, los goznes de la puerta de la iglesia vueltos del revés. Un lugareño al que había preguntado le contó que, en la guerra, los nazis encerraron allí a los hombres del pueblo y empezaron a arrojar bombas de mano desde arriba. Los hombres, presa de la desesperación, forzaron la puerta y consiguieron abrirla en sentido contrario al habitual. Muchos habían logrado escapar.
Pues bien: aquella gente que llegaba de los lugares más pobres y devastados del mundo llevaba dentro de sí una fuerza y una desesperación capaces de hacer girar los goznes de la historia en sentido contrario, a despecho de Cozzi, Pini, Falpalà y compañía, que eran a un tiempo la causa y el efecto de un mundo habitado por terroristas que mataban a tres mil norteamericanos de golpe, por norteamericanos que calificaban de «efectos colaterales» los cientos de civiles que perdían la vida en sus bombardeos, por automovilistas que despanzurraban a personas y no se detenían a prestarles ayuda, por madres que mataban a sus hijos en la cuna sin motivo, por hijos que estrangulaban a madres, padres, hermanos y hermanas por dinero. Un mundo de falsos balances que, según las nuevas normas, ya no tenían que ser considerados falsos; un mundo donde gente que debería estar en la cárcel no sólo gozaba de libertad sino que, encima, hacía y dictaba leyes.
Para serenarse un poco, siguió cambiando de canal hasta detenerse en la imagen de dos veleros muy rápidos que disputaban una regata.
– El esperado enfrentamiento entre las dos embarcaciones rivales de siempre, el Stardust y el Brigadoon, está tocando a su fin, y todavía no conseguimos pronosticar cuál de ellas será la ganadora de esta interesantísima competición. La próxima virada será indudablemente decisiva -dijo el comentarista.
Apareció una vista panorámica desde un helicóptero. Detrás de las dos que navegaban en cabeza seguían otras diez embarcaciones.
– Están llegando a la boya -gritó el comentarista.
Uno de los dos veleros viró con suma elegancia, efectuó una trasluchada y cambió de bordada.
– Pero ¿qué le ocurre al Stardust? Aquí hay algo que no marcha -dijo el comentarista en tono alterado.
El Stardust no había dado la menor señal de querer efectuar el giro. Al contrario, navegaba con más fuerza que antes, con el viento de popa. ¿Cómo era posible que no hubiera reparado en la boya? Y entonces ocurrió lo nunca visto. El Stardust, evidentemente fuera de control, tal vez con el timón ingobernable, embistió con violencia contra una embarcación que se interponía en su camino.
– ¡Es increíble! ¡Ha alcanzado de lleno al barco de los jueces de la regata! ¡Ambas embarcaciones se están hundiendo! ¡Ya se acercan los primeros auxilios! ¡Es increíble! Parece que no hay heridos. ¡Pueden creerme, amigos, en todos los años que llevo retransmitiendo competiciones náuticas, jamás había visto nada parecido!
Y aquí al comentarista le entró la risa. Montalbano también se rió mientras apagaba el televisor.
Durmió muy mal, acosado por pesadillas de las que se despertaba sobresaltado. Una le llamó especialmente la atención. Se encontraba en compañía del doctor Pasquano, que se disponía a practicarle la autopsia a un pulpo.
Nadie parecía sorprendido. Pasquano y sus ayudantes se comportaban como si se tratara de algo normal. Sólo Montalbano estaba desconcertado.
– Perdone, doctor -preguntaba-, pero ¿desde cuándo se practica la autopsia a los pulpos?
– ¿No lo sabe? Es una nueva disposición ministerial.
– Ah. Y después, ¿qué hacen con los restos?
– Se reparten entre los pobres para que se los coman.
Pero el comisario seguía sin entenderlo.
– No consigo comprender el porqué de esta disposición.
Pasquano lo miraba un buen rato y después contestaba:
– Porque las cosas no son lo que parecen.
Y entonces Montalbano recordaba que el médico había dicho aquella misma frase a propósito del cadáver que había encontrado en el mar.
– ¿Quiere verlo? -preguntaba Pasquano, levantando el bisturí y abriendo.