De pronto, el pulpo se transformaba en un niño, un niño negro. Muerto, por supuesto, pero con los ojos todavía abiertos.
Mientras se afeitaba, volvió a recordar las escenas de la víspera en el muelle. Ahora, con la mente fría, tenía la sensación de que algo no cuadraba, un detalle fuera de lugar. Le sobrevino una sensación de malestar e incomodidad.
Repasó las escenas, una a una, intentando enfocarlas mejor. Nada. Se hundió en el desánimo. Aquello era un síntoma inequívoco de vejez. En otro tiempo habría detectado con toda certeza el fallo, el detalle que desentonaba en el conjunto.
Mejor no pensar más en ello.
Cinco
En cuanto entró en su despacho llamó a Fazio.
– ¿Hay alguna novedad?
Fazio lo miró con asombro.
– Dottore, aún no he tenido tiempo de nada. He examinado, eso sí, las denuncias de desaparición, tanto aquí como en Montelusa.
– ¡Ah, muy bien!… -dijo el comisario con el rostro enfurruñado.
– Dottore, ¿por qué se burla de mí?
– ¿Tú crees que aquel cadáver regresaba a casa nadando a primera hora de la mañana?
– No, señor, pero había que probarlo. He preguntado por ahí, pero al parecer nadie lo conoce.
– ¿Has pedido la ficha?
– Sí, señor. Unos cuarenta años de edad, uno setenta y cuatro de estatura, cabello negro, ojos marrones. Constitución robusta. Señales peculiares: una antigua cicatriz en la pierna izquierda, justo debajo de la rodilla. Probable cojera.
– No es como para echar las campanas al vuelo.
– Ya. Por eso he hecho una cosa.
– ¿Qué has hecho?
– Bueno, teniendo en cuenta que a usía no le cae precisamente bien el dottor Arquà, he ido a la Científica y le he pedido un favor a un amigo.
– ¿Cuál?
– Que me creara por ordenador el probable rostro del muerto. Esta misma tarde estará listo.
– Mira que yo no le pido un favor a Arquà ni aunque me maten…
– No se preocupe, dottore, quedará entre mi amigo y yo.
– Y mientras tanto, ¿qué piensas hacer?
– El viajante de comercio. Ahora tengo que terminar unos asuntos pendientes que quiero quitarme de encima, pero después cogeré el coche, el mío, y recorreré los pueblos de la costa, tanto los de levante como los de poniente. A la primera novedad que descubra, se lo comunicaré de inmediato.
En cuanto salió Fazio, la puerta golpeó violentamente contra la pared. Pero Montalbano ni siquiera se movió, seguramente era Catarella. Ya estaba acostumbrado a sus entradas. ¿Qué podía hacer? ¿Pegarle un tiro? ¿Mantener la puerta del despacho siempre abierta? No le quedaba más remedio que tener paciencia.
– Dottori, perdone, se me ha ido la mano.
– Adelante, Catarè.
Una frase que por su entonación era perfectamente equiparable al legendario «adelante, imbécil» de los célebres cómicos los Hermanos De Rege.
– Dottori, como esta mañana de buena mañana tilifonió un periodista preguntando por usted en persona personalmente, yo quería avisarle de que dijo que volverá a tilifoniar.
– ¿Dijo cómo se llamaba?
– Poncio Pilato, dottori.
¿Poncio Pilato? ¡Como si Catarella fuera capaz de repetir con exactitud un nombre y un apellido!
– Catarè, cuando vuelva a llamar Poncio Pilato, le dices que estoy reunido con Caifás en el Sanedrín.
– ¿Ha dicho Caifás, dottori? Seguro que no se me olvida.
Pero no se retiraba de la puerta.
– ¿Qué ocurre, Catarè?
– Anoche nocturnamente muy tarde vi a usía en la televisión.
– Catarè ¿pero es que tú te pasas todo el tiempo libre viéndome en la televisión?
– No, señor dottori, fue una casualidad.
– ¿Qué era, una repetición de cuando estaba desnudo? ¡Por lo visto, he subido la audiencia!
– No, señor dottori, estaba vestido. Lo vi pasada la medianoche en Retelibera. Estaba en el muelle y les decía a dos de los nuestros que se retiraran, que usía se encargaba de todo. ¡Virgen santa, qué bien mandaba, dottori!
– Bueno, Catarè. Gracias, puedes retirarte.
Catarella lo tenía muy preocupado. No porque dudara de su normalidad sexual, sino porque, si presentaba la dimisión, como ya tenía decidido, el pobre sufriría terriblemente, como un perro abandonado por su amo.
Ciccio Albanese se presentó sobre las once con las manos vacías.
– ¿No traes los cartapacios que me habías dicho?
– Si le hubiera enseñado las cartas náuticas, ¿usía las habría entendido?
– No.
– Pues entonces, ¿para qué traerlas? Mejor que se lo explique de palabra.
– Permíteme una pregunta, Ciccio. ¿Los patrones de las embarcaciones de pesca utilizáis todas las cartas?
Albanese lo miró, estupefacto.
– ¿Bromea usted? El trozo de mar que a nosotros nos interesa nos lo conocemos de memoria. En parte nos lo enseñaron nuestros padres y en parte lo hemos aprendido por nuestra cuenta. Cuando hay alguna novedad, nos ayuda el radar. Pero la mar siempre es la misma.
– Entonces, ¿tú por qué las utilizas?
– Yo no las utilizo, dottore. Las examino y las estudio porque me gusta. Las cartas no me las llevo a bordo. Confío más en la práctica.
– Bueno, ¿qué puedes decirme?
– Dottore, en primer lugar tengo que decirle que esta mañana, antes de venir aquí, he ido a ver a 'u zù Stefanu, el tío Stefanu.
– Perdona, Ciccio, pero yo no…
– Su nombre es Stefano Lagùmina, pero lo llamamos 'u zù Stefanu. Tiene noventa y cinco años, pero no hay cabeza más lúcida que la suya. Aunque ya no navega, es el pescador más veterano de Vigàta. Primero tuvo un bou y después una barcaza. Lo que él dice va a misa.
– Veo que has querido asesorarte…
– Sí, señor. Quería estar seguro de mi teoría, y 'u zù Stefanu está de acuerdo conmigo.
– ¿Y a qué conclusiones habéis llegado?
– Ahora se lo explico. El cuerpo ha sido arrastrado por una corriente superficial que avanza siempre a la misma velocidad de este a oeste y que nosotros conocemos muy bien. El lugar donde usía se ha cruzado con el cadáver, delante de Marinella, es el punto en el que la corriente discurre más cercana a la costa. ¿Me explico?
– Perfectamente. Sigue.
– Esa corriente es lenta. ¿Sabe a cuántos nudos avanza?
– No, ni quiero. Ni siquiera sé, y esto que quede entre nosotros, a qué corresponde un nudo o una milla.
– La milla son mil ochocientos cincuenta y un metros, con ochenta y cinco. En Italia. Porque, en cambio, en Inglaterra…
– Dejémoslo correr, Ciccio.
– Como quiera usía. Esa corriente viene de muy lejos y no es nuestra. Piense que ya la encontramos delante de cabo Passero. Es por allí por donde entra en nuestras aguas y recorre toda la costa hasta Mazara. Después sigue su camino.
¡Lo que significaba que el cuerpo podía haber sido arrojado al mar desde cualquier punto de la costa meridional de la isla! Albanese leyó la decepción en el rostro del comisario y acudió en su ayuda.
– Ya sé lo que está pensando. Pero tengo que decirle una cosa muy importante. Esa corriente, poco antes de llegar a Bianconara, es cortada por otra corriente más fuerte que avanza en sentido contrario. Por lo cual un cadáver que fuera arrastrado desde Pachino hacia Marinella, jamás llegaría a Marinella porque la segunda corriente lo enviaría al golfo de Fela.
– Por consiguiente, eso quiere decir que el asunto de mi muerto ocurrió con toda seguridad después de Bianconara.
– ¡Justamente, dottore! Usía lo entiende todo.