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– Que después de tanto ir de un lado a otro acabaría aquí. Lo esperaba.

Estaba claro que en el pueblo se había corrido la voz de su viacrucis como consecuencia del cierre de su trattoria habitual.

– Pues bien, aquí me tiene -dijo fríamente el comisario.

Ambos se miraron a los ojos. El desafío a lo OK Corral ya estaba lanzado. Enzo llamó a un camarero.

– Pon la mesa para el dottor Montalbano y vigila la sala mientras voy a la cocina. Yo me encargaré personalmente del comisario.

De entremés, le sirvió unos pulpitos a la sal que parecían estar hechos de mar condensado. Se deshacían nada más entrar en la boca. La pasta con tinta de jibia podía codearse dignamente con la de Calogero. Y en la parrillada de salmonetes, lubinas y doradas, el comisario recuperó aquel paradisíaco sabor que temía haber perdido para siempre. Una melodía empezó a sonarle en el interior de la cabeza, una especie de marcha triunfal. Se repantigó satisfecho en su asiento, y después respiró hondo.

Tras una larga y azarosa travesía, Ulises había arribado finalmente a su tan ansiada Ítaca.

Reconciliado en parte con la existencia, subió al coche para dirigirse al puerto. Era inútil que pasara por la tienda de garbanzos tostados y semillas de calabaza saladas. A esas horas estaba cerrada. Dejó el coche en la dársena y paseó por el muelle. Se cruzó con el habitual pescador de caña que lo saludó con la mano.

– ¿Qué, pican?

– Ni pagándoles dinero.

Se sentó en la roca que había bajo el faro, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite. Cuando terminó, arrojó la colilla al agua. Ésta, impulsada por las olas, rozaba la roca sobre la que se encontraba sentado. Con la rapidez de un relámpago, le vino a la mente un pensamiento. Si en lugar de una colilla hubiera sido un cuerpo humano, éste no habría rozado, sino que habría golpeado contra las rocas. Justo como había dicho Ciccio Albanese. Cuando levantó la vista, vio su coche en la dársena. Había aparcado en el mismo lugar en el que se había detenido con el niño negro cuando su madre se rompió la pierna. Se levantó, fue hasta el coche y regresó de inmediato a la comisaría; le había entrado curiosidad por saber cómo había terminado la historia. Seguramente la madre estaba en el hospital con la pierna escayolada. Entró en su despacho y llamó a Riguccio:

– ¡Dios mío, Montalbà, lo siento!

– ¿Qué es lo que sientes?

– No os he devuelto las gafas. ¡Me he olvidado por completo! Tengo un jaleo aquí que…

– Rigù, no te llamaba por las gafas. Quería preguntarte una cosa. ¿A qué hospitales enviáis a los heridos, enfermos, embarazadas…?

– En Montelusa hay por lo menos tres hospitales, uno de…

– Espera, sólo me interesa saber dónde pueden estar los que desembarcaron anoche.

– Un momento…

Riguccio debió de revolver unos cuantos papeles, pues tardó en contestar:

– Ya lo tengo, en el San Gregorio.

Montalbano le dijo a Catarella que estaría fuera aproximadamente una hora. Subió al coche, se detuvo en un bar, compró tres tabletas de chocolate y se dirigió a Montelusa. El hospital de San Gregorio estaba en las afueras de la ciudad, pero desde Vigàta se llegaba muy rápido. Tardó unos veinte minutos. Aparcó y preguntó por el departamento en el que arreglaban los huesos. Tomó el ascensor, se bajó en la tercera planta y se dirigió a la primera enfermera que encontró.

Le dijo que buscaba a una inmigrante ilegal que la víspera se había roto una pierna al desembarcar en Vigàta. Añadió, para facilitar la identificación, que iba con tres niños. La enfermera lo miró un tanto perpleja.

– ¿Quiere esperar aquí? Voy a ver.

Regresó al cabo de diez minutos.

– No, aquí no hay ingresada ninguna inmigrante ilegal con fractura de pierna. Tenemos una con fractura de brazo.

– ¿Puedo verla?

– Perdone, pero ¿quién es usted?

– Soy el comisario Montalbano.

La enfermera le echó un vistazo. Debió de pensar que, en efecto, tenía pinta de policía, porque, sin más, dijo:

– Acompáñeme.

La inmigrante ilegal del brazo roto, en primer lugar, no era negra, aunque parecía que había tomado el sol, y, en segundo lugar, era agraciada, delgada y jovencita.

– Verá -dijo Montalbano un poco desconcertado-, anoche yo mismo vi cómo los auxiliares sanitarios se la llevaban en ambulancia…

– ¿Por qué no pregunta en Urgencias?

¿Por qué no? Cabía la posibilidad de que los auxiliares se hubieran equivocado en el diagnóstico. Puede que la mujer hubiera sufrido una simple torcedura y no hubiera sido necesario ingresarla.

En el servicio de Urgencias, de los tres que estaban de servicio la víspera, ninguno recordaba haber visto a una mujer negra con la pierna rota y acompañada de tres niños.

– ¿Quién era el médico de guardia?

– El doctor Mendolìa. Pero hoy tiene el día libre.

Con mucho esfuerzo y soltando maldiciones, consiguió que le facilitaran su número de teléfono. El doctor Mendolìa se mostró muy amable, pero firme: no había visto a ninguna inmigrante ilegal con la pierna fracturada. No, ni siquiera con una torcedura.

Cuando salió a la explanada del hospital, vio varias ambulancias aparcadas. No lejos de ellas, un grupo de personas enfundadas en batas blancas hablaban entre sí. Se acercó y reconoció de inmediato al enjuto auxiliar sanitario del bigote. Éste también lo reconoció a él.

– ¿Anoche no estaba usted en…?

– Sí. Soy el comisario Montalbano. ¿Adónde llevó a aquella mujer de la pierna rota que iba con tres niños?

– Al servicio de Urgencias de aquí. Pero no tenía la pierna rota, me había equivocado. Tanto es así que bajó sin ayuda, aunque con cierta dificultad. La vi entrar en el servicio de Urgencias.

– ¿Por qué no la acompañó personalmente?

– Ay, señor comisario, nos estaban llamando para que fuéramos corriendo a Scroglitti. Allí había un jaleo que no se imagina. ¿Por qué? ¿Es que no la encuentra?

Seis

Riguccio, visto a la luz del día, tenía la cara amarillenta, unas acentuadas bolsas bajo los ojos y barba de dos días. Montalbano lo miró, impresionado.

– ¿Te encuentras mal?

– Estoy cansado. Yo y mis hombres ya no podemos más. Cada noche hay un desembarco de entre un mínimo de veinte y un máximo de ciento cincuenta inmigrantes clandestinos. El jefe superior ha ido a Roma precisamente para explicar la situación y pedir más hombres. ¡Pero ya puedes imaginarte! Regresará acompañado de buenas palabras.

Cuando Montalbano le comunicó la desaparición de la inmigrante con los tres niños, Riguccio no dijo nada. Se limitó a levantar los ojos de su desordenado escritorio y a mirarlo en silencio.

– Te lo tomas con mucha calma… -le espetó el comisario.

– ¿Qué tendría que hacer en tu opinión? -replicó Riguccio.

– Pues no sé, ordenar una investigación, enviar algún fax…

– Pero ¿es que la has tomado con esos desgraciados?

– ¡¿Yo?!

– Sí, tú. Parece que los quieras mal.

– ¿Que yo los quiero mal? ¡Eres tú el que estás de acuerdo con este Gobierno!

– No siempre. A veces sí, y a veces no. Mira, Montalbà, yo soy alguien que va a misa los domingos porque cree. Y punto. Te contaré lo que ha sucedido, hay precedentes. Verás, aquella mujer os tomó el pelo a ti y al personal de la ambulancia.

– ¿La caída fue fingida?

– Sí, señor, puro teatro. Ella quería que la llevaran a Urgencias, porque saben que allí es más fácil escabullirse.

– Pero ¿por qué? ¿Tenía algo que esconder?

– Probablemente sí. A mi juicio, se trata de una reagrupación familiar.

– Explícate mejor.

– Casi con toda seguridad, su marido trabaja ilegalmente en el país y ha pagado a ciertas personas para que le traigan a la familia. Si la mujer hubiera actuado según la ley, habría tenido que declarar que el marido está en situación ilegal. Y, con la nueva ley, los habrían expulsado a todos. Por eso han recurrido a un accurzo, un atajo.