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– ¡Por Dios bendito! -estalló Montalbano-. ¡Te has emperrado y no hay manera! ¡No quieres rendirte a la evidencia!

– Y tú te rindes a ella con demasiada facilidad.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que en otros tiempos habrías efectuado comprobaciones sobre el testimonio.

Montalbano se enfureció.

– ¡En otros tiempos!

¿Acaso era un viejo chocho? ¿Un Matusalén?

– No he hecho comprobaciones porque, como ya te he dicho, es una de tantas historias de este tipo. Además…

Interrumpió la frase porque había percibido en el interior de su cerebro el chirrido de los engranajes a causa del repentino frenazo.

– ¿Además?… -lo apremió Livia.

¿Salirse por la tangente? ¿Inventarse cualquier chorrada? ¡Ni loco! Livia se daría cuenta enseguida. Lo mejor era decir la verdad.

– … además, mañana por la tarde voy a ver al jefe superior.

– Ah.

– Para presentarle la dimisión.

Pausa horrenda.

– Buenas noches -dijo Livia.

Y colgó.

Siete

Se despertó con las primeras luces del alba, pero permaneció acostado contemplando el techo, que se iba aclarando lentamente. La pálida luz que penetraba a través de la ventana era nítida y constante, sin las variaciones de intensidad que causan el paso de las nubes. Se anunciaba un buen día. Mejor así, el mal tiempo no lo habría ayudado. Se podría mostrar más firme ante el jefe superior cuando le explicara los motivos de su dimisión. Y, al pensar en esta palabra, le vino a la mente un episodio que le había ocurrido antes de incorporarse a la comisaría de Vigàta. Después recordó la vez que… Y luego aquella otra en que… De pronto, el comisario comprendió el porqué de aquella aglomeración de recuerdos: dicen que, cuando se está a punto de morir, los acontecimientos más importantes de la vida de uno pasan por delante de los ojos como en una película. ¿Acaso a él le estaba ocurriendo lo mismo? En su fuero interno, ¿la dimisión se le antojaba como una auténtica muerte? Se sobresaltó al oír el timbre del teléfono. Miró el reloj. Eran las ocho y no se había dado ni cuenta. ¡Virgen santísima, qué larga había sido la película de su vida! Peor que Lo que el viento se llevó. Se levantó para atender la llamada.

– Buenos días, dottore. Soy Fazio. Estoy a punto de salir para seguir adelante con la investigación…

Le iba a decir que lo dejara correr, pero se arrepintió.

– Y como esta tarde va a ver al jefe superior, le he preparado los documentos para firmar y todo lo demás en su escritorio.

– Gracias, Fazio. ¿Alguna novedad?

– Ninguna, dottore.

Puesto que debía estar en Jefatura a primera hora de la tarde y no le daría tiempo a regresar a Marinella para cambiarse, tenía que salir de casa de punta en blanco. Sin embargo, la corbata prefirió guardársela en el bolsillo; se la pondría a su debido tiempo. No le apetecía nada andar por ahí con el dogal al cuello ya de buena mañana.

El montón de papeles que había sobre su escritorio se mantenía en equilibrio inestable. Si hubiera entrado Catarella golpeando la puerta como tenía por costumbre, la torre de Babel se habría derrumbado. Se pasó más de una hora firmando sin levantar la vista hasta que sintió la necesidad de tomarse un pequeño descanso. Decidió salir a fumarse un cigarrillo. Ya en la acera, introdujo la mano en el bolsillo para sacar la cajetilla y el encendedor, pero nada, se los había dejado olvidados en Marinella. Su lugar en el bolsillo lo ocupaba la corbata verde con topitos rojos que había elegido. La volvió a guardar de inmediato, mirando a su alrededor como un ladrón que acaba de birlar una cartera. ¡Jesús! ¿Cómo había ido a parar aquella infame corbata entre las suyas? ¿Y cómo no había reparado en los colores cuando se la había metido en el bolsillo? Volvió a entrar en la comisaría.

– Catarè, mira a ver si hay alguien que pueda prestarme una corbata -dijo cuando pasó por delante de él, camino a su despacho.

Catarella se presentó a los cinco minutos con tres corbatas.

– ¿De quién son?

– De Torretta, dottori.

– ¿El mismo que le prestó las gafas a Riguccio?

– Sí, señor dottori.

Eligió la que desentonaba menos con su traje gris. Tras pasarse otra hora y media firmando, consiguió terminar el montón. Luego comenzó la búsqueda de la cartera donde siempre llevaba los documentos que debía presentar a su jefe. Soltando maldiciones, puso el despacho patas arriba, pero no hubo manera de encontrarla.

– ¡Catarella!

– ¡A sus órdenes, dottori!

– ¿Has visto por casualidad mi cartera?

– No, señor dottori.

Lo más probable era que la hubiera llevado sin darse cuenta a Marinella y la hubiera olvidado allí.

– Mira a ver si hay alguien por ahí que…

– Ahora mismo me encargo de ello, dottori.

Regresó con dos carteras casi nuevas, una negra y otra marrón. Montalbano eligió la negra.

– ¿Quién te las ha dado?

– Torretta, dottori.

¿Acaso el tal Torretta había abierto un bazar en la comisaría? Por un instante, estuvo tentado de ir a comprobarlo, pero después pensó que, a esas alturas, le importaba un pimiento. Entró Mimì Augello.

– Dame un cigarrillo -le dijo Montalbano.

– Ya no fumo.

El comisario lo miró, estupefacto.

– ¿Te lo ha prohibido el médico?

– No. Ha sido una decisión mía.

– Entiendo. ¿Te has pasado a la coca?

– ¿Pero qué chorradas estás diciendo?

– No es ninguna chorrada, Mimì. Actualmente se están endureciendo las leyes contra los fumadores. Son muy severas, casi persecutorias. En eso también se imita a los americanos. Sin embargo, con los cocainómanos hay más tolerancia. Al fin y al cabo, la consumen todos: altos funcionarios, políticos, ejecutivos… Si estás fumando un cigarrillo, el que tienes al lado puede acusarte de estarlo envenenando con el humo pasivo, mientras que la cocaína pasiva no existe. En resumen, la cocaína causa menos daño social que el humo. ¿Cuántas rayas esnifas al día, Mimì?

– Hoy estás un poco agresivo, ¿no? ¿Ya te has desahogado?

– Bastante.

Pero ¿qué coño estaba ocurriendo? Catarella acertaba los nombres, Mimì se volvía virtuoso… En aquel microcosmos que era la comisaría algo estaba cambiando y éstas eran señales también de que había llegado la hora de irse.

– Esta tarde, después de la reunión de distrito, tengo una cita con el jefe superior. Voy a presentarle mi dimisión. Tú eres el único que lo sabe. Si me la acepta, por la noche comunicaré la noticia a todos.

– Haz lo que quieras -dijo en tono desabrido Mimì, y se levantó para retirarse.

Una vez en la puerta, se volvió hacia el comisario.

– Quiero que sepas que he decidido dejar de fumar porque a Beba y al niño que va a nacer les puede hacer daño. En cuanto a la dimisión, tal vez sea lo mejor. Te has apagado, has perdido brillo, ironía, agilidad mental e incluso mordacidad.

– ¡Vete a tomar por saco y envíame a Catarella! -le gritó el comisario a su espalda.

Bastaron dos segundos para que apareciera Catarella.

– A sus órdenes, dottori.

– Mira a ver si Torretta tiene una cajetilla de Multifilter rojos light y un encendedor.

Catarella no pareció sorprenderse de la petición. Se retiró y volvió a presentarse con los cigarrillos y el encendedor. El comisario le dio el dinero y salió de la comisaría, preguntándose si en el bazar Torretta encontraría los calcetines que ya empezaban a faltarle. Una vez en la calle, le entraron ganas de tomarse un café como Dios manda. En el bar de al lado de la comisaría, el televisor estaba encendido, como siempre. Eran las doce y media y tenían sintonizado el canal de Televigàta. Apareció el busto de la periodista Carla Rosso, que enumeró las noticias siguiendo el orden de preferencias de los televidentes. En primer lugar, un drama de celos: un hombre de ochenta años que había matado a puñaladas a su mujer de setenta. A continuación, un violento choque entre un vehículo ocupado por tres personas, todas muertas, y un camión; un atraco a mano armada en la sucursal de un banco de Montelusa; el avistamiento en alta mar de una patera con un centenar de inmigrantes clandestinos; nuevo acto de omisión de ayuda en la carretera: niño inmigrante ilegal al que no había sido posible identificar, arrollado y muerto por un vehículo que se había dado a la fuga.