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Montalbano se tomó tranquilamente el café, pagó, se despidió, salió a la calle, encendió un cigarrillo, se lo fumó, lo apagó en la puerta de la comisaría, saludó a Catarella, entró en su despacho, se sentó y, de repente, en la pared que tenía delante, apareció la pantalla del televisor del bar y, en ella, el busto de Carla Rosso que abría y cerraba la boca sin palabras, pues éstas el comisario las estaba oyendo en el interior de su cabeza:

«Niño inmigrante ilegal al que no ha sido posible identificar…»

Se levantó como un resorte y volvió corriendo sobre sus pasos, sin saber muy bien por qué. O tal vez lo sabía, pero no quería reconocerlo. La parte racional de su cerebro rechazaba lo que la parte irracional ordenaba hacer al resto de su cuerpo, es decir, obedecer a un absurdo presentimiento.

– ¿Ha olvidado algo? -le preguntó el camarero al verlo entrar disparado.

Ni se molestó en contestar. En la pantalla del televisor vio sobreimpresionado el logotipo de Retelibera. Estaban poniendo una serie de humor.

– ¡Vuelve a poner Televigàta! ¡Rápido! -dijo el comisario con una voz tan fría y tan baja que el camarero palideció y se apresuró a obedecer.

Había llegado a tiempo. La noticia era tan irrelevante que ni siquiera iba acompañada de imágenes. La presentadora decía que un campesino había visto a primera hora de la mañana a un niño inmigrante que era arrollado por un coche no identificado. El hombre había dado aviso de inmediato, pero el pequeño había ingresado sin vida en el hospital de Montechiaro. A continuación, Carla Rosso, con una sonrisa que le partía la cara en dos mitades, deseó a los telespectadores una buena comida y desapareció.

Entonces se produjo una especie de lucha entre las piernas del comisario, que querían ir deprisa, y su cerebro, que, por el contrario, le imponía un paso normal y despreocupado. Al parecer llegaron a un acuerdo, cuya consecuencia fue que Montalbano echó a andar como uno de esos muñecos mecánicos a los que se les está acabando la cuerda y van caminando a trompicones. Se detuvo en la puerta de la comisaría y gritó hacia el interior:

– ¡Mimì!… ¡Mimì!…

– ¿Es que estás cantando La Bohème o qué? -preguntó Augello, respondiendo a la llamada.

– Escucha. No puedo ir a la reunión con el jefe superior. Ve tú en mi lugar. Sobre mi mesa están los documentos que hay que llevar.

– ¿Qué te ha pasado?

– Nada. Y después, pídele perdón en mi nombre. Dile que de mi asunto personal le hablaré en otra ocasión.

– ¿Y qué excusa le doy?

– Una de las que pones cuando no vienes al despacho.

– ¿Puedo saber adónde vas?

– No.

Augello, con expresión preocupada, lo vio alejarse.

Suponiendo que los neumáticos, tan lisos como el culo de un recién nacido, resistieran; suponiendo que el depósito de gasolina no se agujereara definitivamente; suponiendo que el motor aguantara una velocidad superior a los ochenta por hora; suponiendo que hubiera poco tráfico, Montalbano calculó que en cuestión de hora y media conseguiría llegar al hospital de Montechiaro.

Por un instante, mientras circulaba a toda velocidad -con evidente riesgo de estrellarse contra otro vehículo, o contra un árbol, pues jamás había sido un buen conductor-, lo dominó una sensación de ridículo. ¿Sobre qué fundamento estaba haciendo lo que hacía? Niños inmigrantes en Sicilia los había a centenares. ¿Qué lo inducía a sospechar que el niño atropellado era el mismo que él había llevado de la mano unas noches atrás en el muelle? Pero de una cosa estaba seguro: para tranquilizar su conciencia, tenía que ver a toda costa a aquel niño; de lo contrario, la sospecha se le quedaría dentro, persiguiéndolo y atormentándolo sin cesar. Y si por casualidad no era él, tanto mejor.

Significaría que la reagrupación familiar, como decía Riguccio, se había llevado a feliz término.

En el hospital de Montechiaro habló con el doctor Quarantino, un joven amable y cortés.

– Comisario, cuando el niño llegó aquí ya estaba muerto. Creo que murió en el acto. Fue un golpe extremadamente violento, hasta el punto de que le destrozó la espalda.

Montalbano se sintió envuelto por una especie de frío vendaval.

– ¿Está insinuando que lo embistieron por detrás?

– Sin la menor duda. Tal vez el niño estaba en el borde de la carretera y el coche, que iba a mucha velocidad, derrapó -aventuró el doctor Quarantino.

– ¿Sabe quién lo trasladó aquí?

– Sí, una de nuestras ambulancias. Nos llamaron los de tráfico.

– ¿La policía de tráfico de Montechiaro?

– Sí.

Al final, decidió formular la pregunta que aún no había conseguido formular porque le faltaba el valor.

– ¿El niño está aquí todavía?

– Sí, en el depósito de cadáveres.

– ¿Podría… podría verlo?

– Por supuesto. Acompáñeme.

Recorrieron un pasillo, cogieron el ascensor, bajaron al sótano, se adentraron en otro pasillo mucho más lúgubre que el anterior y, finalmente, el médico se detuvo delante de una puerta.

– Está aquí.

Una pequeña y gélida sala iluminada por una pálida luz. Una mesita, dos sillas y una estantería metálica. Una de las paredes también era de metal. En realidad se trataba de una serie de pequeñas cámaras frigoríficas en forma de cajones. Quarantino abrió uno de ellos. El cuerpecito estaba cubierto por una sábana. El médico la levantó con cuidado y Montalbano vio unos ojos enormemente abiertos, los mismos con los que el pequeño le había suplicado en el muelle que lo dejara escapar. No cabía la menor duda.

– Es suficiente -dijo con una voz tan baja que parecía un soplo.

Por la mirada que le dirigió Quarantino, comprendió que algo había cambiado en su rostro.

– ¿Lo conocía?

– Sí.

Quarantino volvió a cerrar el cajón.

– ¿Podemos irnos?

– Sí.

Pero no consiguió moverse. Sus piernas se negaban a ponerse en marcha, eran dos pedazos de madera. A pesar del frío que reinaba en la estancia, notó que tenía la camisa empapada de sudor. Hizo un esfuerzo que le costó un mareo y, finalmente, empezó a caminar.

* * *

En la Policía de Tráfico le explicaron dónde había ocurrido el accidente: a cuatro kilómetros de Montechiaro, en la carretera ilegal y sin asfaltar que unía un pueblo ilegal ribereño llamado Spigonella con otro pueblo ribereño, también ilegal, llamado Tricase. Dicha carretera no seguía un trazado recto, sino que efectuaba largos rodeos a campo traviesa para acceder hasta otras casas ilegales habitadas por personas que, en lugar del aire del mar, preferían el de la colina. Un inspector llevó su amabilidad hasta el extremo de hacer un dibujo sumamente detallado del itinerario que el comisario debería seguir para llegar al lugar exacto.

La carretera no sólo no había sido asfaltada sino que se veía claramente que se trataba de un viejo sendero de mulas cuyos innumerables baches habían sido recubiertos parcialmente de cualquier manera. ¿Cómo era posible que un automóvil hubiera podido circular por allí a toda velocidad sin desarmarse? ¿Tal vez porque contaba con el apoyo de otro coche? Después de doblar una curva, el comisario comprendió que había llegado al lugar exacto. En la base de un montículo de grava que había al lado derecho del camino, alguien había colocado un ramillete de flores silvestres. Se detuvo y bajó para verlo mejor. El montículo estaba deformado, como si algo hubiera impactado fuertemente en él. La grava se veía salpicada por grandes manchas de sangre seca. Desde allí no se veía ningún edificio, sólo campos de labranza. Más abajo, a unos cien metros de distancia, un campesino cavaba la tierra. Montalbano se acercó a él, avanzando con esfuerzo sobre la tierra removida. El campesino era un hombre de unos sesenta años, enjuto y encorvado. Ni siquiera levantó los ojos.