El comisario entendió finalmente la presencia de los dos pintores.
– ¿Qué han escrito?
Catarella se ruborizó y trató de salirse por la tangente.
– Con unos frasquitos de espray negro han escrito palabrotas.
– Pero, bueno, ¿qué es lo que han escrito?
– «Policías canallas» -contestó Catarella mirando al suelo.
– ¿Eso es todo?
– No, señor. Bueno, habían escrito también «asesinos». «Canallas y asesinos.»
– No te preocupes, Catarè, no te lo tomes tan a pecho…
– Aquí dentro no hay nadie que sea canalla ni asesino, empezando por usía, dottori, y terminando por mí, que soy el último mono.
Montalbano le apoyó una mano en el hombro para consolarlo y se dirigió a su despacho. Catarella lo volvió a llamar.
– ¡Ah, dottori! Se me había olvidado. También han escrito «cornudos de mierda».
¡Como si en Sicilia, en un escrito ofensivo, pudiera faltar la palabra «cornudo»! Aquella palabra era una denominación de origen, una expresión típica de la llamada «sicilitud». Acababa de sentarse cuando entró Mimì Augello. Estaba fresco como una rosa y tenía el semblante relajado y sereno.
– ¿Hay alguna novedad? -preguntó.
– ¿Sabes lo que han escrito esta noche en la pared?
– Sí, me lo ha dicho Fazio.
– ¿Y eso no te resulta novedoso?
Mimì lo miró perplejo.
– ¿Estás de broma o qué?
– No, hablo en serio.
– Oye, contéstame con la mano en el corazón. ¿Tú crees que Livia te pone los cuernos?
Esta vez fue Montalbano quien miró perplejo a Mimì.
– Pero ¿a qué coño viene eso?
– O sea, que no eres un cornudo… Y yo tampoco creo que Beba me los ponga. Pasemos ahora a la otra palabra, «canalla». A mí, dos o tres mujeres me han dicho que soy un canalla. En cuanto a ti, no creo que nadie te lo haya dicho jamás; por consiguiente, no estás incluido en esta palabra. Asesino, ni soñarlo. ¿Entonces?
– ¡Estás muy ocurrente, Mimì, con esos razonamientos de crucigrama de periódico!
– Perdona, Salvo, ¿acaso es la primera vez que nos llaman hijos de putas y asesinos?
– No, aunque esta vez tienen razón, al menos en parte.
– Ah, ¿así que les das la razón?
– Sí, señor. Explícame, si no, por qué hemos actuado de esta manera en Génova, después de tantos años sin que ocurriera nada semejante.
Mimì lo miró con los ojos entornados y no abrió la boca.
– Contéstame con palabras, no con esa mirada de policía que pones -dijo el comisario.
– Está bien. Pero quiero dejar clara una cosa. No tengo ninguna intención de pelearme contigo. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Comprendo tu resquemor, pues todo eso ha ocurrido con un gobierno que te provoca desconfianza y aversión. Tú crees que el gobierno ha intervenido en el asunto.
– Perdona, Mimì. ¿Has leído los periódicos? ¿Has visto la televisión? Han dicho más o menos claramente que en las salas genovesas de toma de decisiones había gente que no debería estar. ¡Ministros y diputados, todos del mismo partido! Del partido que siempre ha apelado al orden y a la legalidad, pero, claro, ¡a su orden y a su legalidad!
– Y eso ¿qué significa?
– Significa que una parte de la policía, la más frágil aunque se crea la más fuerte, se ha sentido protegida y avalada. Y se han pasado. Eso en la mejor de las hipótesis.
– ¿Hay alguna peor?
– Por supuesto. Que nosotros hemos sido manipulados como títeres de un teatro de marionetas por unas personas que querían llevar a cabo una especie de test.
– ¿Sobre qué?
– Sobre cómo reaccionaría la gente ante una acción de fuerza. Por suerte, no les ha ido muy bien.
– ¡En fin!… -dijo Augello, en tono dubitativo.
Montalbano decidió cambiar de tema.
– ¿Cómo está Beba?
– Pues no muy bien. Su embarazo está siendo difícil. Tiene que pasar más tiempo tumbada que de pie, pero el médico dice que no hay por qué preocuparse.
A fuerza de kilómetros y más kilómetros de solitarios paseos por el muelle, de permanecer largo rato sentado en la roca habitual, pensando en los acontecimientos genoveses hasta echar humo por la cabeza, a fuerza de comerse hasta una tonelada de cucuruchos de semillas de calabaza saladas y de garbanzos tostados, a fuerza de conversaciones telefónicas nocturnas con Livia, la herida que el comisario tenía abierta estaba empezando a cicatrizar…, cuando recibieron la noticia de otra «oportuna» intervención de la policía, esta vez en Nápoles. Varios agentes habían sido detenidos por haberse llevado a unos presuntos manifestantes violentos del hospital en el que estaban ingresados. Una vez en la comisaría, la habían emprendido con ellos a patadas y guantazos en medio de un diluvio de palabrotas, ofensas e insultos. Pero lo que más había desconcertado a Montalbano había sido la reacción de algunos policías ante la noticia de la detención de sus compañeros: unos se encadenaron a la verja de la Jefatura Superior en gesto de solidaridad, otros organizaron manifestaciones en la calle, los sindicatos de la policía se pronunciaron de manera vehemente sobre el caso, y un oficial que en Génova la había emprendido a patadas con un manifestante que estaba caído en el suelo había sido aclamado en Nápoles como un héroe. Los mismos políticos que se encontraban en Génova durante el G8 habían encabezado aquella curiosa -aunque no tan curiosa para Montalbano- rebelión de una parte de las fuerzas del orden contra los magistrados que habían ordenado su detención. Y Montalbano ya no pudo más. Este nuevo amargo bocado ya no se lo pudo tragar. Una mañana, nada más entrar en el despacho, llamó al doctor Lattes, el jefe de gabinete de la Jefatura Superior de Montelusa. Al cabo de media hora, éste hizo saber a Montalbano, a través de Catarella, que el jefe superior estaba dispuesto a recibirlo a las doce en punto del mediodía. Los hombres de la comisaría, que sabían cuál era el humor de su jefe cuando se encerraba en su despacho, comprendieron que el horno no estaba para bollos. Por eso, desde el despacho de Montalbano, la comisaría parecía desierta, no se oía el menor ruido. Catarella, que montaba guardia en la entrada, en cuanto veía aparecer a alguien abría enormemente los ojos, se acercaba el dedo índice a la nariz y le advertía:
– ¡Chist!
Y todos entraban en la comisaría con cara de ir a velar a un muerto.
Hacia las diez, Mimì Augello, tras haber llamado discretamente a la puerta con los nudillos y haber recibido permiso, se presentó ante su jefe. Montalbano, al verlo, se preocupó.
– ¿Cómo está Beba?
– Bien. ¿Puedo sentarme?
– Por supuesto.