«Éste es el tipo de investigaciones que podrían interesarme cuando me retire… -pensó el comisario-. Pero, si me encargo de ellas ahora, ¿quiere decir que ya empiezo a sentirme jubilado?»
Y sintió una aguda punzada de melancolía. El comisario tenía dos sistemas infalibles para combatir ese estado: el primero consistía en meterse en la cama y taparse hasta la cabeza; el segundo, en darse un buen atracón de comida. Consultó el reloj. Demasiado pronto para acostarse. Si se quedaba dormido, ¡a lo mejor se despertaba a las tres de la madrugada y se pasaba la noche dando vueltas por la casa! No le quedaba más remedio que darse un atracón. Pensándolo bien, a mediodía no había tenido tiempo de comer. Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado unos rollitos de carne. No le apetecían. Salió, subió al coche y se fue a la trattoria Da Enzo. Al primer plato, espaguetis con tinta de jibia, la melancolía comenzó a ceder. Cuando terminó el segundo, calamares fritos crujientes, emprendió una precipitada huida hacia el horizonte. De regreso en Marinella, sintió los engranajes del cerebro lubrificados, fluidos, como nuevos. Volvió a sentarse en la galería.
En primer lugar, había que darle la razón a Livia por haber señalado que el comportamiento del niño aquella noche había sido muy extraño. Era evidente que el pequeño había tratado de aprovechar la confusión del momento para desaparecer. Y si no lo había logrado, había sido porque él, el sublime, el superinteligente comisario Montalbano, se lo había impedido. De cualquier modo, admitiendo que se tratara de una conflictiva reagrupación familiar, según la opinión de Riguccio, ¿por qué motivo el pequeño había sido tan brutalmente asesinado? ¿Porque tenía la manía de escapar de cualquier lugar donde se encontrara? Pero ¿cuántos niños hay en el mundo de todos los colores, blancos, negros, amarillos, que se escapan de casa persiguiendo sus fantasías? Cientos de miles, sin duda. ¿Y por eso los castigan quitándoles la vida? ¡Bobadas! Entonces, ¿lo habían matado tal vez porque no paraba quieto, contestaba mal, no obedecía a papá o se negaba a comerse la sopita? ¡Anda ya! A la luz de aquel asesinato, la tesis de Riguccio resultaba ridícula. Había otra cosa, un peso grande que el chiquillo cargaba sobre sus hombros desde el momento de emprender el viaje, cualquiera que fuera su país de origen.
Lo mejor era empezar por el principio, sin olvidar los detalles que a primera vista pudieran parecer intrascendentes. Debía ir por bloques, por secuencias, sin acumular demasiada información. Bueno, empecemos. Aquella noche, él estaba sentado en su despacho, esperando que llegara la hora de ir a casa de Ciccio Albanese para que le informara sobre las corrientes marinas y, de paso, zamparse los salmonetes de roca de la señora Albanese, motivo éste en modo alguno secundario. En determinado momento, llama desde el puerto el subjefe Riguccio para ver si puede proporcionarle unas gafas, pues las suyas se le han roto. Él se las consigue y decide llevárselas en persona. Cuando llega al muelle, una de las patrulleras ha tendido ya la pasarela y baja por ella una mujer embarazada, que es conducida directamente a una ambulancia. A continuación, salen cuatro inmigrantes. Cuando están llegando al final de la pasarela, comienzan a tambalearse extrañamente, empujados por un niño que se ha colado entre sus piernas. El pequeño consigue esquivar a los agentes y echa a correr hacia el viejo silo. Él lo persigue hasta un callejón sin salida, lleno de basura. El pequeño comprende que no tiene escapatoria y, literalmente, se rinde. Él lo coge de la mano y, mientras lo acompaña hasta el lugar donde están desembarcando los inmigrantes, ve a una mujer más bien joven, con dos chiquillos pegados a sus faldas. Al ver al niño, la mujer corre a su encuentro, dando muestras con ello de ser la madre. En este momento, el pequeño lo mira a él (mejor correr un tupido velo sobre este detalle), la madre tropieza y cae. Los agentes intentan levantarla, pero no lo consiguen. Alguien avisa a una ambulancia…
Stop. Un momento. Recapacitemos. No, en realidad, él no vio a nadie que avisara a una ambulancia. ¿Estás seguro, Montalbano? Repasemos una vez más la escena. No, estoy seguro. Dejémoslo así: alguien debió de avisar a una ambulancia. Del vehículo bajan dos auxiliares sanitarios. Uno de ellos, el delgado y con bigote, tras haber tocado la pierna de la mujer, dice que probablemente está rota. La mujer y los tres pequeños son introducidos en la ambulancia y ésta se pone en marcha con destino a Montelusa.
Volvamos atrás para más seguridad. Gafas. Muelle. Desembarco mujer embarazada. Niño aparece entre las piernas de cuatro inmigrantes ilegales. Niño escapa. Él lo persigue. Niño se rinde. Vuelven al punto de desembarco. Madre los ve y echa a correr hacia ellos. Niño lo mira. Madre tropieza, cae, no puede levantarse. Llega ambulancia. Auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Mujer y niños en la ambulancia. El vehículo se pone en marcha. Final de la primera secuencia.
En resumen: casi con toda seguridad nadie avisó a la ambulancia. Ésta llegó por su cuenta. ¿Por qué? ¿Porque había visto a la mujer caída en el suelo? Era posible. Y después, auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Y estas palabras autorizan el traslado en ambulancia. Si el auxiliar no hubiera dicho nada, algún agente habría avisado al médico, el cual, como siempre, se encontraba allí con ellos. ¿Por qué no consultaron con el médico? No lo consultaron porque no hubo tiempo: la oportuna llegada de la ambulancia y el diagnóstico del auxiliar sanitario hicieron que las cosas discurrieran según los deseos del director. Sí, señor. El director. Aquello había sido una escena teatral dirigida con mucha habilidad. A pesar de la hora, cogió el teléfono.
– ¿Fazio? Soy Montalbano.
– Dottore, no hay novedades; si las hubiera, yo…
– Ahorra aliento. Te quiero preguntar otra cosa. ¿Mañana por la mañana tenías intención de reanudar las investigaciones?
– Sí, señor.
– Pues primero tienes que averiguar otra cosa.
– A sus órdenes.
– En el hospital de San Gregorio hay un auxiliar sanitario muy delgado y con bigote, de unos cincuenta y tantos años. Quiero saberlo todo sobre él, lo conocido y lo desconocido, ¿me explico?
– Sí, señor, perfectamente.
Colgó y volvió a llamar al San Gregorio.
– ¿Está la enfermera Agata Militello?
– Un momento. Sí, creo que sí está.
– Quisiera hablar con ella.
– Está de guardia, tenemos orden de…
– Mire, soy el comisario Montalbano. Es un asunto importante.
– Espere, que la busco.
Cuando ya empezaba a desesperarse, oyó la voz de la enfermera.
– Comisario, ¿es usted?
– Sí. Disculpe que…
– No se preocupe. Dígame.
– Necesito verla y hablar con usted. Lo antes posible.
– Verá, comisario. Trabajo toda la noche y mañana por la mañana querría dormir un poco. ¿Podríamos vernos a las once?
– Por supuesto. ¿Dónde?
– Delante del hospital, por ejemplo.
Estaba a punto de decir que sí, pero lo pensó mejor. ¿Y si por casualidad el auxiliar sanitario de la ambulancia los veía juntos?
– Preferiría que fuera delante del portal de su casa.
– Muy bien. Via della Regione, veintiocho. Hasta mañana.
Durmió como un inocente angelito, sin pensamientos ni problemas. Siempre le ocurría lo mismo cuando, al principio de una investigación, comprendía que había dado con el camino adecuado. Al llegar a su despacho, sonriente y descansado, encontró sobre el escritorio un sobre dirigido a él y entregado en mano. No constaba el nombre del remitente.
– ¡Catarella!
– ¡A sus órdenes, dottori!
– ¿Quién ha traído esta carta?