– Poncio Pilato, dottori. La trajo anoche.
Se la guardó en el bolsillo. La leería después. O puede que nunca. Mimì Augello se presentó al poco rato.
– ¿Qué tal ha ido con el jefe superior?
– Lo he visto un poco desanimado, no estaba tan soberbio como de costumbre. Está claro que de Roma sólo ha vuelto con buenas palabras. Ha dicho que el flujo migratorio clandestino del Adriático se ha desplazado claramente al Mediterráneo, y que por este motivo será más difícil detenerlo. Pero esta evidencia, al parecer, tardará mucho en ser reconocida por parte de quien corresponda, de la misma manera que costará reconocer que aumenta día a día el número de robos y atracos. En resumen, ellos cantan a coro «sin novedad, señora baronesa», mientras nosotros aquí nos vemos obligados a seguir tirando con lo que tenemos.
– ¿Te has disculpado en mi nombre por mi ausencia?
– Sí, claro.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Salvo, ¿qué esperabas? ¿Que se echara a llorar? Ha dicho: «Muy bien.» Y punto. Y ahora, ¿quieres explicarme qué mosca te picaba ayer?
– Tuve un contratiempo.
– Salvo, ¿a quién pretendes engañar? Primero me dices que tienes que ir a ver al jefe superior para presentarle la dimisión, y un cuarto de hora después cambias de idea y me dices que vaya a verlo yo. ¿Qué contratiempo tuviste?
– Si de veras quieres saberlo…
Y le contó toda la historia del niño. Cuando terminó, Mimì permaneció en actitud pensativa.
– ¿Hay algo que no te cuadra? -le preguntó Montalbano.
– Me cuadra y no me cuadra.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú estás estableciendo una relación directa entre el asesinato del niño y el intento de fuga que éste protagonizó en el momento de desembarcar. Y en eso puede que te equivoques.
– ¡Anda ya, Mimì! ¿Por qué iba a comportarse de esa manera, si no?
– Te contaré algo. Hace un mes, un conocido mío estuvo en Nueva York, en casa de un amigo norteamericano. Un día fueron a comer por ahí y pidieron un bistec con patatas. La ración era tan grande que mi amigo no pudo terminarlo y lo dejó en el plato. Después de pagar, cuando se disponían a irse, el camarero le entregó una bolsa con las sobras de la comida. Mi amigo la cogió y, al salir del restaurante, se acercó a un grupo de vagabundos para dársela. En ese momento, el amigo americano lo agarró del brazo y le dijo que los vagabundos no la aceptarían. Si de veras quería hacer algo por ellos, sería mejor que les diera medio dólar. «¿Por qué no habrían de aceptarlo?», preguntó mi amigo. Y el otro le contestó: «Porque hay gente que les ofrece comida envenenada, como se hace con los perros vagabundos.» ¿Lo entiendes?
– No.
– Tal vez a aquel niño lo arrolló algún hijo de la gran puta por pura diversión, o por racismo… Tal vez no tenía nada que ver con el niño.
Montalbano lanzó un profundo suspiro.
– ¡Ojalá! Si las cosas fueran como tú dices, me sentiría menos culpable. Pero, por desgracia, tengo el convencimiento de que todo el asunto obedece a un guión muy concreto.
Agata Militello era una acicalada cuarentona de rostro agraciado, aunque peligrosamente propensa a la obesidad. Era de verbo fácil y, de hecho, ella fue la que habló casi exclusivamente durante la media hora que pasó con el comisario. Dijo que aquella mañana estaba de muy mal humor porque su hijo, estudiante universitario («¿Sabe, comisario?, tuve la desgracia de enamorarme a los diecisiete años de un cornudo miserable que, en cuanto supo que estaba embarazada, me dejó»), quería casarse con una novia que tenía («pero, digo yo, ¿no podéis esperar? ¿Qué prisa tenéis en casaros? Primero, haced lo que os dé la gana, y después ya veremos»). Dijo también que en el hospital había toda una serie de hijos de puta que se aprovechaban de ella, que siempre estaba dispuesta a atender cualquier llamada extraordinaria que hubiera porque tenía un corazón tan grande que no le cabía en el pecho.
– Fue aquí -dijo, deteniéndose de repente.
Se encontraban en una calle muy corta, sin portales ni tiendas, formada prácticamente por la parte posterior de dos grandes edificios.
– ¡Pero si aquí no hay ni un portal! -exclamó Montalbano.
– En efecto. Estamos en la parte trasera del hospital, que es este edificio a mano derecha. Yo hago siempre este camino porque entro por Urgencias, que es la primera puerta a la derecha a la vuelta de la esquina.
– Por consiguiente, la mujer que iba con los tres niños salió de Urgencias, giró a la izquierda, entró en esta calle y aquí se reunió con el coche.
– Exactamente.
– ¿Vio si el coche venía desde Urgencias?
– No, señor, no lo vi.
– ¿Se fijó en cuántas personas iban a bordo?
– ¿Antes de que subiera la mujer con los niños?
– Sí.
– Sólo el que conducía.
– ¿Observó algún detalle especial en el conductor?
– Señor comisario, ¿cómo habría podido hacerlo? El hombre no bajó del coche… Pero negro no era, eso seguro.
– Ah, ¿no? ¿Era como nosotros?
– Sí, señor comisario. Aunque… ¿sabe distinguir usted entre un tunecino y un siciliano? A mí una vez me ocurrió que…
– ¿Cuántas ambulancias tienen ustedes? -la cortó el comisario.
– Cuatro, pero no son suficientes. Haría falta al menos otra…, pero no hay dinero.
– ¿Cuántos hombres van normalmente en la ambulancia?
– Dos. Nos falta personal.
– ¿Usted los conoce?
– Naturalmente, señor comisario.
Habría querido preguntarle acerca del auxiliar delgado y con bigote, pero no lo hizo porque aquella mujer hablaba demasiado. Puede que inmediatamente después corriera a verlo y le dijera que el comisario había preguntado por él.
– ¿Le apetece tomar un café?
– Sí, señor comisario. Aunque no puedo abusar de él. Una vez me tomé cuatro cafés seguidos y…
En la comisaría lo esperaba Fazio, impaciente por reanudar las investigaciones sobre el desconocido hallado en el mar. Fazio era como un perro de caza. Cuando acechaba a una pieza, no cejaba en su empeño hasta que la cobraba.
– Dottore, el auxiliar sanitario de la ambulancia se llama Gaetano Marzilla.
Y no dijo más.
– ¿Y bien? ¿Eso es todo? -preguntó sorprendido Montalbano.
– Dottore, ¿hacemos un trato?
– ¿Qué trato?
– Usía permite que desahogue un poco mi complejo de registro civil, como lo llama usía, y después le cuento lo que he averiguado.
– Trato hecho -dijo el comisario, resignado.
Los ojos de Fazio se iluminaron de alegría. Se sacó del bolsillo una hojita de papel y empezó a leer.
– Gaetano Marzilla, nacido en Montelusa el seis de octubre de mil novecientos sesenta, hijo del difunto Stefano y de Antonia Diblasi, residente en Montelusa, Via Francesco Crispi dieciocho. Casado con Elisabetta Cappuccino, nacida en Ribera el catorce de febrero de mil novecientos sesenta y tres, hija del difunto Emanuele y de Eugenia Ricottilli, quien…
– O lo dejas ya o te pego un tiro -dijo Montalbano.
– Vale, vale, lo dejo -dijo Fazio, satisfecho, volviéndose a guardar la hoja de papel en el bolsillo.
– Bueno, ¿podemos hablar ya de cosas serias?
– Por supuesto. Este Marzilla trabaja en el hospital desde que se diplomó como auxiliar sanitario. Su mujer recibió como dote de su madre un pequeño establecimiento de artículos de regalo, el cual fue destruido hace tres años por un incendio.
– ¿Intencionado?
– Sí, pero no estaba asegurado. Corren rumores de que la tienda fue incendiada porque Marzilla se hartó de pagar el pizzo, el impuesto de la mafia. ¿Y sabe qué hizo?
– Fazio, este tipo de preguntas me atacan los nervios. ¡Qué coño sé yo lo que hizo Marzilla! ¡Eres tú el que tienes que decírmelo!