– Marzilla aprendió la lección y seguramente se puso al día con el pizzo. Sintiéndose seguro, compró un almacén contiguo a la tienda y lo amplió y renovó todo. Resumiendo, está cargado de deudas y, como el negocio le va mal, dicen las malas lenguas que los usureros lo están estrangulando. Ahora el pobre hombre se ve obligado a buscar dinero por todas partes como un desesperado.
– Tengo que hablar como sea con este hombre. Y lo antes posible -dijo Montalbano tras permanecer un rato en silencio.
– ¿Y qué hacemos? ¡No podemos ir y detenerlo! -dijo Fazio.
– ¿Quién habla de detenerlo? Aunque…
– Aunque ¿qué?
– Si llegara a su conocimiento…
– ¿Qué?
– Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Tú conoces la dirección de la tienda?
– Claro, dottore. Via Palermo treinta y cuatro.
– Gracias. Vuelve a tus caminatas.
Nueve
Una vez se hubo retirado Fazio, el comisario se pasó un buen rato pensando en lo que debía hacer. Cuando lo tuvo claro, llamó a Galluzzo.
– Ve a la imprenta Bulone y encárgales unas tarjetas de visita.
– ¿Mías? -preguntó Galluzzo, sorprendido.
– Gallù, ¿ya empiezas como Catarella? ¡Mías!
– ¿Y qué les digo que pongan?
– Lo esencial. Dott. Salvo Montalbano, Comisaría de Policía de Vigàta, y abajo, a la izquierda, el número de teléfono. Que te hagan diez.
– Hombre, dottore, ya que se pone…
– ¿Qué quieres, que encargue mil? Así podría tapizar el váter… Me basta y me sobra con diez. Las quiero sobre este escritorio antes de las cuatro de la tarde. Y no admito excusas. Corre, antes de que cierren. -Ya era la hora de comer y seguramente estaría cerrado, pero, por probar, no perdía nada.
– ¿Dica? ¿Quién habla? -contestó una voz femenina que como mínimo procedía de Burkina Faso.
– Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?
– Tú espera.
Era la tradición: cuando llamaba a Ingrid, siempre contestaba una asistenta procedente de países que no aparecían ni en el mapa.
– Hola, Salvo. ¿Qué ocurre?
– Necesitaría una pequeña ayuda. ¿Estás libre esta tarde?
– A las seis tengo una cita, pero hasta entonces…
– Será sólo un momento. ¿Podemos vernos en Montelusa a las cuatro y media delante del bar Victoria?
– De acuerdo. Hasta luego.
En el horno de casa encontró una tierna y maliciosa pasta 'ncasciata (le faltaban adjetivos para describirla, no supo definirla mejor) y se la zampó. Después se cambió de ropa, se puso un traje gris, una camisa azul y una corbata roja. Su aspecto oscilaba entre lo burócrata y lo equívoco. Después se sentó en la galería y tomó el café mientras se fumaba un cigarrillo.
Antes de salir, cogió un sombrero verde tipo tirolés, que no se ponía nunca, y unas gafas sin graduar que había utilizado una sola vez, no recordaba por qué motivo. Cuando regresó al despacho, a las cuatro, vio sobre el escritorio una cajita con las tarjetas de visita. Cogió tres y las guardó en la cartera. Volvió a salir, abrió el maletero del coche donde guardaba un impermeable a lo Bogart, se lo puso, se encasquetó el sombrero y se fue.
Al verlo aparecer vestido de aquella manera, a Ingrid le entró tal ataque de risa que se le saltaron las lágrimas y tuvo que entrar en el bar para ir al lavabo.
Cuando salió, le sobrevino otro ataque de risa. Montalbano se hizo el duro.
– Sube, no tengo tiempo que perder.
Ingrid obedeció, reprimiendo a duras penas las carcajadas.
– ¿Conoces una tienda de artículos de regalo que está en el número treinta y cuatro de Via Palermo?
– No. ¿Por qué?
– Porque es allí adonde vamos.
– ¿Para qué?
– A elegir un regalo de bodas para una amiga que se va a casar. Y recuerda que debes llamarme Emilio.
Pareció que Ingrid había explotado, literalmente. Su carcajada sonó como una detonación. Se sostenía la cabeza entre las manos, sin que fuera posible adivinar si reía o lloraba.
– Muy bien, tendré que llevarte a casa… -dijo el comisario, cabreado.
– No, no, espera un momento.
Se sonó la nariz un par de veces y se enjugó las lágrimas.
– Dime qué tengo que hacer, Emilio…
Montalbano se lo explicó.
El rótulo de la tienda decía «CAPPUCCINO», y debajo, en letras más pequeñas, «objetos de plata, regalos y listas de boda». En los escaparates, indudablemente elegantes, había expuestos diversos objetos brillantes de gusto un poco hortera. Montalbano trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada. Para evitar atracos, evidentemente. Pulsó el timbre y abrieron la puerta desde el interior. Dentro sólo había una mujer de cuarenta y tantos años, menuda y bien vestida. Se la veía un poco a la defensiva y nerviosa.
– Buenos días -dijo, sin esbozar siquiera la habitual sonrisa de bienvenida a los clientes-. ¿Qué desean?
A Montalbano no le cupo duda de que no era una dependienta, sino la señora Cappuccino en persona.
– Buenos días -contestó Ingrid-. Verá, una amiga nuestra se casa y Emilio y yo habíamos pensado regalarle una bandeja de plata. ¿Podría mostrarnos alguna?
– Por supuesto -contestó la señora Cappuccino.
Y empezó a sacar de las estanterías bandejas de plata, a cual más horrenda, y a depositarlas sobre el mostrador. Montalbano miraba a su alrededor «en actitud claramente sospechosa», como se lee en los periódicos y en los informes de la policía. Finalmente, Ingrid lo llamó.
– Ven, Emilio.
Montalbano se acercó para ver las dos bandejas que Ingrid le mostraba.
– Estoy dudando entre estas dos. ¿A ti cuál te gusta más?
Mientras fingía dudar, el comisario observó que la señora Cappuccino lo miraba a hurtadillas.
– Vamos, Emilio, decídete de una vez -lo apremió Ingrid.
Finalmente, Montalbano se decidió. Mientras la señora Cappuccino envolvía la bandeja, Ingrid dijo en voz alta:
– ¡Emilio, mira qué bonita es esta copa! ¿No quedaría bien en casa?
Montalbano la fulminó con la mirada y murmuró algo ininteligible.
– Vamos, Emilio, cómpramela. ¡Me encanta! -insistió Ingrid con los ojos brillantes de lo que estaba disfrutando.
– ¿Se la lleva? -preguntó la señora Cappuccino.
– Otro día -contestó con firmeza el comisario.
La señora Cappuccino fue a la caja, tecleó unos números y le extendió al comisario el ticket de compra. Cuando Montalbano se disponía a sacar la cartera del bolsillo posterior de los pantalones, ésta se le escapó de la mano y cayó todo su contenido al suelo. El comisario se agachó para recoger el dinero, los papeles y las tarjetas. Luego se incorporó y, con la punta del zapato, empujó hacia el mueble sobre el que descansaba la caja una tarjeta de visita que había dejado deliberadamente en el suelo. El numerito había sido perfecto. Salieron.
– ¡Eres muy malo, Emilio! ¡Mira que no comprarme la copa! -dijo Ingrid en tono falsamente malhumorado en cuanto subieron al coche. Y después, cambiando de tono-: ¿Lo he hecho bien?
– Perfectamente.
– ¿Y qué hacemos con la bandeja?
– Quédatela.
– ¿Y crees que con esto saldas la cuenta? No, esta noche vamos a cenar. Te llevaré a un sitio donde preparan el pescado de maravilla.
No podía. Estaba seguro de que la escena que habían montado daría resultados inmediatos. Tenía que quedarse en el despacho.
– ¿Y mañana por la noche?
– De acuerdo.
– ¡Ah, dottori, dottori! -dijo en tono quejumbroso Catarella en cuanto Montalbano entró en la comisaría.
– ¿Qué ocurre?
– Todo el archivo me he repasado, dottori. La vista he perdido, se me están cerrando los ojos. No hay nadie que se parezca al parecido del muerto que nadaba. El único era Errera. Dottori, ¿no sería posible la posibilidad de que fuera justamente Errera?