– ¡Catarè, pero si en Cosenza nos han dicho que Errera está muerto y enterrado!
– Bueno, dottori, ¿pero no es posible que el muerto resucitara y que después volviera a morir y se convirtiera en nadador?
– Catarè, ¿quieres que me duela la cabeza?
– ¡Eso nunca, dottori! ¿Qué hago con estas fotorafías?
– Déjalas sobre la mesa. Después se las daremos a Fazio.
Al cabo de dos horas de inútil espera, empezó a entrarle un sueño irresistible. Apartó los papeles a un lado, cruzó los brazos sobre el escritorio, apoyó en ellos la cabeza y se quedó dormido en un santiamén. Tan profundamente que, cuando sonó el teléfono y abrió los ojos, por un instante no supo dónde estaba.
– Oiga, dottori. Hay uno que quiere hablar con usía en persona personalmente.
– ¿Quién es?
– Ahí está el busilisi, dottori. Su nombre dice que no lo quiere dicir.
– Pásamelo.
– Aquí Montalbano. ¿Con quién hablo?
– Comisario, creo que esta tarde ha estado usted con una señora en la tienda de mi mujer.
– ¡¿Yo?!
– Sí, señor, usted.
– Disculpe, ¿quiere decirme cómo se llama?
– No.
– Bueno, pues entonces adiós.
Y colgó. Era una jugada arriesgada. Tal vez Marzilla había hecho acopio de todo su valor para llamar y no volviera a hacerlo. Sin embargo, Marzilla había picado con tal fuerza el anzuelo que le había lanzado el comisario, que volvió a llamar de inmediato.
– Comisario, perdone…, pero compréndalo. Sé que ha ido a la tienda de mi mujer disfrazado y con un nombre falso. Pero ella lo ha reconocido enseguida. Además, ha encontrado en el suelo una tarjeta de visita que se le había caído. Como comprenderá, es para estar nerviosos.
– ¿Por qué?
– Porque está claro que usted está indagando acerca de algo que me concierne.
– Si es por eso, quédese tranquilo. Las investigaciones preliminares ya han terminado.
– ¿Ha dicho que puedo estar tranquilo?
– Naturalmente. Por lo menos, por esta noche.
Notó que la respiración de Marzilla se paralizaba de golpe.
– ¿Qué… qué quiere decir?
– Que, a partir de mañana, pasaré a la segunda fase. La operativa.
– Y eso… ¿qué significa?
– Usted ya sabe cómo son estas cosas, ¿no? Detenciones, arrestos, interrogatorios, abogados, fiscales, periodistas…
– ¡Pero yo no tengo nada que ver con toda esa historia!
– Disculpe, ¿de qué historia me habla?
– Pues… pues… no sé… la historia que… ¿Por qué fue a la tienda?
– A comprar un regalo de boda…
– ¿Y por qué se hacía llamar Emilio?
– A la señora que me acompañaba le gusta llamarme así. Mire, Marzilla, ya es muy tarde. Me voy a mi casa de Marinella. Nos veremos mañana.
Y colgó. Más cabrón, imposible. Se apostaba los cojones a que en cuestión de una hora como máximo Marzilla llamaría a su puerta. La dirección podría encontrarla fácilmente consultando la guía telefónica. Como sospechaba, aquel tipo estaba metido en el asunto hasta el cuello. Alguien le había ordenado que introdujera a la mujer con los tres niños en la ambulancia y los llevara a Urgencias. Y él había obedecido.
Subió al coche y se puso en marcha con todas las ventanillas abiertas. Necesitaba sentir en el rostro la caricia de la saludable brisa del mar.
Una hora después, como él había previsto lúcidamente, un coche se detuvo delante de la puerta. Se oyó el golpe de una portezuela y sonó el timbre. Fue a abrir. Era un Marzilla distinto del que había visto en el aparcamiento del hospital. La barba de dos días le daba un aspecto enfermizo.
– Disculpe que…
– Lo esperaba. Pase.
Montalbano había decidido cambiar de táctica y Marzilla pareció sorprendido por el recibimiento. Entró con aire dubitativo y, más que sentarse, se hundió en la silla que le ofreció el comisario.
– Hablaré yo -dijo el comisario-. De esta manera, perderemos menos tiempo.
El hombre hizo una especie de gesto de resignación.
– La otra noche, en el puerto, usted ya sabía que una inmigrante con tres niños fingiría que se lastimaba una pierna. Su misión era estar allí con la ambulancia preparada, acercarse, diagnosticar la fractura antes de que llegara el médico, introducir a la mujer y a los tres niños en la ambulancia y dirigirse a Montelusa. ¿Es así? Responda sí o no.
Marzilla sólo consiguió contestar tras haber tragado saliva y haberse humedecido los labios con la lengua.
– Sí.
– Bien. Al llegar al hospital de San Gregorio, usted tenía que dejar a la mujer y a los niños a la entrada de Urgencias. Y así lo hizo. Encima tuvo la suerte de que lo llamaran urgentemente a Scroglitti, lo cual le proporcionó una buena justificación para su manera de actuar. Responda.
– Sí.
– El conductor de la ambulancia, ¿es cómplice suyo?
– Sí. Yo le entrego cien euros cada vez.
– ¿Cuántas veces lo ha hecho?
– Dos veces más.
– Y las otras dos veces, ¿los adultos iban acompañados de niños?
Marzilla tragó saliva antes de contestar.
– Sí.
– Durante el trayecto, ¿dónde se sienta usted?
– Depende. Al lado del conductor, o detrás, con los inmigrantes.
– Y en el viaje que a mí me interesa, ¿dónde estaba?
– Al principio, delante.
– ¿Eso quiere decir que después se sentó detrás?
Marzilla estaba sudando y tenía dificultades.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Necesito un poco de agua.
– No.
Marzilla lo miró, atemorizado.
– Si no quiere decírmelo usted, se lo diré yo. Usted se vio obligado a ir detrás porque uno de los niños, el de seis años, quería bajar a toda costa. ¿Es así?
Marzilla asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿qué hizo usted?
El hombre dijo algo en voz tan baja que el comisario, más que oírlo, lo intuyó.
– ¿Le aplicó una inyección? ¿Le administró un somnífero?
– Le inyecté un calmante.
– ¿Y quién sujetaba al niño?
– Su madre. O lo que fuera.
– ¿Y los otros niños?
– Lloraban.
– ¿También el niño al que usted estaba administrando la inyección?
– No, él no.
– ¿Qué hacía?
– Se mordía los labios hasta hacérselos sangrar.
Montalbano se levantó muy despacio, notando un intenso hormigueo en las piernas.
– Míreme, por favor.
El hombre levantó la cabeza y lo miró. El primer tortazo fue dirigido a la mejilla izquierda, y fue de tal violencia que le volvió la cara; el segundo lo alcanzó justo cuando volvía el rostro y le dio en la nariz, provocándole un borbotón de sangre. El hombre ni siquiera intentó secarse. Dejó que la sangre le manchara la camisa y la chaqueta. Montalbano volvió a sentarse.
– Me está ensuciando el suelo. Al fondo, a la derecha, encontrará el cuarto de baño. Vaya a lavarse. La cocina está ahí. Abra el frigorífico y coja cubitos de hielos. Usted, además de torturador de niños, es auxiliar sanitario. Supongo que sabe lo que debe hacer.
Durante el tiempo que el hombre se pasó trajinando en el cuarto de baño y en la cocina, Montalbano procuró no pensar en la escena que Marzilla acababa de describirle, en aquel infierno circunscrito al reducido espacio de la ambulancia, en el miedo de aquellos ojos abiertos a la violencia…
Y había sido él quien había tomado de la mano a aquella criatura para llevarla hacia el horror. No conseguía perdonarse, era inútil que se repitiera que había creído actuar por el bien del niño… No debía pensar en ello, no debía dejarse dominar por la rabia, si quería seguir adelante con el interrogatorio. Marzilla regresó. Había envuelto el hielo en su pañuelo y lo sostenía con una mano en la nariz, manteniendo la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Se sentó delante del comisario sin decir nada.