Выбрать главу

– Y ahora voy a decirle por qué se ha asustado tanto cuando he ido a la tienda. Tú…

Marzilla se sobresaltó. El brusco paso del «usted» al «tú» fue para él como un pistoletazo.

– … tú te has enterado de que a aquel chiquillo al que le administraste la inyección lo han abatido como a un animal salvaje. ¿Es así?

– Sí.

– Y por eso te has asustado. Porque tú eres un delincuente de tres al cuarto, un miserable, un mierda, pero no tienes el valor de ser cómplice de un asesinato. Cómo te has enterado, es decir, cómo has sabido que aquel niño al que tú sedaste era el mismo que el que habían atropellado con el coche, me lo dirás después. Ahora habla tú. Te ahorraré trabajo si te digo que sé que estás agobiado por las deudas y que necesitas dinero, y mucho, para pagar a los usureros. Continúa.

Marzilla inició su relato. Los dos guantazos del comisario lo habían aturdido, pero también le habían calmado en parte la angustia. Ahora no había otra salida que afrontar la realidad. A lo hecho, pecho.

– Cuando los bancos ya no quisieron concederme más crédito, pregunté por ahí quién podía echarme una mano. Me facilitaron un nombre y fui a ver a esa persona. Así empezó una ruina peor que la quiebra. Aquel hombre me prestó el dinero a un interés tan alto que hasta me da vergüenza decírselo. Así fui tirando durante un tiempo, hasta que al final no pude más. Entonces este señor, eso ocurrió hace un par de meses, me hizo una propuesta.

– Dime su nombre.

Marzilla negó con la cabeza, que aún mantenía echada hacia atrás.

– Tengo miedo, comisario. Es capaz de matarnos a mí y a mi mujer.

– Está bien, sigue. ¿Qué propuesta te hizo?

– Me dijo que se trataba de meter familias de inmigrantes en nuestro país. Los maridos habían encontrado trabajo, pero, como estaban en situación ilegal, no podían traer a sus mujeres y a sus hijos. A cambio de mi ayuda, él me descontaría una parte del interés.

– ¿Un porcentaje fijo?

– No, comisario. Lo negociábamos cada vez.

– ¿Cómo te avisaba?

– Me llamaba la víspera del desembarco y me describía a la persona que montaría el número de la caída. Las dos primeras veces todo fue bien. Ésta, en cambio…, ese niño se rebeló.

Marzilla hizo una pausa y lanzó un profundo suspiro.

– Debe creerme, comisario. Aquella noche no pude dormir. No podía apartar de mi mente la escena, la mujer que lo sujetaba, yo con la jeringa, los otros niños que lloraban… Cuando fui a ver a ese hombre para acordar mi porcentaje, me dijo que no me daría nada, que el asunto había acabado mal y que la mercancía estaba averiada, eso fue exactamente lo que dijo, pero que podría resarcirme, pues estaba prevista una nueva llegada. Regresé a casa desanimado. Después oí en el telediario que un niño ilegal había sido arrollado por un desaprensivo. Entonces comprendí a qué se refería al decir que la mercancía estaba averiada. Más tarde se presentó usted en la tienda. Yo sabía que había estado preguntando en el hospital… En resumidas cuentas, comprendí que tenía que apartarme de todo esto como fuera.

Montalbano se levantó y salió a la galería. El rumor del mar era como la respiración de un niño. Después de permanecer un rato allí, volvió a entrar en la casa y se sentó.

– Por lo que veo, no quieres decirme el nombre de ese… señor, por llamarlo de alguna manera.

– ¡No es que no quiera, es que no puedo! -dijo casi a gritos el hombre.

– Bueno, tranquilo, no te alteres; si no, te volverá a sangrar la nariz. Hagamos un trato.

– ¿Qué trato?

– Tú sabes que puedo enviarte a la cárcel, ¿verdad?

– Sí.

– Y eso sería tu ruina. Perderías el trabajo en el hospital y tu mujer tendría que vender la tienda.

– Sí, lo sé.

– Pues entonces, si aún te queda un poco de cerebro en la cabeza, sólo tienes que hacer una cosa. Avísame de inmediato en cuanto ese hombre te llame. Nada más. Del resto nos encargaremos nosotros.

– ¿Y yo quedaré fuera de todo este asunto?

– Eso no puedo garantizártelo. Pero puedo suavizar las consecuencias. Tienes mi palabra. Y ahora, apártate de mi vista.

– Gracias -dijo Marzilla, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta con unas piernas que parecían de requesón.

– No hay de qué -contestó Montalbano.

* * *

No se fue enseguida a la cama. Encontró media botella de whisky y fue a bebérsela a la galería. Antes de cada sorbo, levantaba la botella en el aire y brindaba por un pequeño guerrero que había luchado hasta el límite de sus fuerzas, pero que no había conseguido alzarse con la victoria.

Diez

Mañana cochina y ventosa, sol desvaído y a menudo cubierto por unos rápidos nubarrones de color gris oscuro: más que suficiente para exacerbar el mal humor del comisario, ya negro de por sí. Fue a la cocina, preparó café, tomó una primera taza, se fumó un cigarrillo, hizo lo que tenía que hacer, se duchó, se afeitó y se puso el mismo traje que llevaba desde hacía dos días. Antes de salir, regresó a la cocina con la intención de tomarse otro café, pero sólo consiguió llenar media taza porque la otra media se la vertió sobre los pantalones. De repente, y por propia iniciativa, la mano había actuado por su cuenta. ¿Otra señal de proximidad de la vejez? Soltando maldiciones como si se dirigiera a un pelotón de turcos puestos en fila, se quitó el traje y lo dejó sobre una silla para que Adelina lo lavara y planchara. Sacó lo que había en los bolsillos para trasladarlo a los del traje que se iba a poner, y entre el montón de cosas descubrió con sorpresa un sobre cerrado. Lo contempló, estupefacto. ¿De dónde había salido? Entonces lo recordó: era la carta que Catarella le había entregado diciendo que la había llevado el periodista Poncio Pilato. Su primer impulso fue arrojarla a la basura, pero, en lugar de eso, quién sabe por qué, decidió leerla. A fin de cuentas, siempre le quedaba la posibilidad de no contestar. Los ojos se desplazaron rápidamente hacia la firma: Sozio Melato, fácilmente traducible por Poncio Pilato, según el lenguaje catarellesco. El texto era muy breve, lo cual hablaba bien, en principio, de quien lo había escrito.

Querido comisario Montalbano:

Soy un periodista que no pertenece a ningún gran rotativo, pero que colabora asiduamente con diarios y revistas.

Un free-lance, como suele decirse. He llevado a cabo importantes investigaciones sobre la mafia del Brenta y sobre el contrabando de armas de los países del Este. Desde hace algún tiempo, me dedico a un aspecto concreto de la emigración clandestina en el Adriático y en el Mediterráneo.

La otra noche lo vi a usted en el puerto durante el desembarco de inmigrantes. Lo conozco de nombre, y he pensado que tal vez nos sería recíprocamente útil un intercambio de opiniones (no una entrevista, por el amor de Dios. Sé que usted las aborrece).

Le anoto al pie el número de mi móvil.

Permaneceré en la isla un par de días.

Quedo de usted affmo.

Sozio Melato

El tono seco de las palabras le gustó. Decidió llamar al periodista en cuanto llegara al despacho, si es que aún no se había ido. Fue a buscar otro traje.

Lo primero que hizo al entrar en la comisaría fue llamar a Catarella y hablar con él, en presencia de Mimì Augello.

– Catarella, presta mucha atención. Tiene que llamarme un tal Marzilla. En cuanto llame…