– Disculpe, dottori -lo interrumpió Catarella-. ¿Cómo ha dicho que se llama este Marzilla? ¿Cardilla?
Montalbano se tranquilizó. Si Catarella volvía a las andadas con los nombres, eso significaba que el fin del mundo aún quedaba muy lejos.
– Pero, ¡por la Virgen santísima!, ¿cómo se va a llamar Cardilla, si tú mismo acabas de llamarlo Marzilla?
– ¿De veras? -dijo aterrorizado Catarella-. Pues entonces, ¿cómo demonios se llama este buen hombre?
El comisario cogió una hoja de papel, escribió en ella con letras de imprenta y rotulador rojo «MARZILLA» y se la entregó a Catarella.
– Lee.
Catarella lo leyó bien.
– Estupendo -dijo Montalbano-. Este papel lo pegas al lado de la centralita. En cuanto llame, me avisas, tanto si estoy aquí como si estoy en Afganistán. ¿De acuerdo?
– Sí, señor dottori. Váyase tranquilo a Agfastán que yo se lo pasaré.
– ¿Por qué me has obligado a presenciar este vodevil? -preguntó Augello en cuanto Catarella se hubo retirado.
– Porque tú, tres veces por la mañana y tres veces por la tarde, tienes que preguntarle a Catarella si ha llamado Marzilla.
– ¿Se puede saber quién es ese Marzilla?
– Te lo diré si has sido bueno y has hecho los deberes.
Durante el resto de la mañana no ocurrió nada de nada. Sólo la rutina habituaclass="underline" una salida a causa de una violenta trifulca familiar, que acabó transformándose en agresión por parte de toda la familia, repentinamente reconciliada, contra Gallo y Galluzzo, culpables de intentar restablecer la paz; la denuncia de un teniente de alcalde, más pálido que un muerto, que había encontrado un conejo degollado en la puerta de su casa; el tiroteo de los ocupantes de un coche en marcha contra un sujeto que se encontraba junto a un surtidor de gasolina, el cual, tras haber resultado ileso, volvió a subir a su automóvil y se desvaneció en la nada sin que el encargado de la gasolinera hubiera tenido tiempo de anotar el número de la matrícula; el casi diario atraco a un supermercado… El móvil del periodista Melato permanecía obstinadamente apagado. En resumen: Montalbano no explotó de milagro. Pero se resarció en la trattoria Da Enzo.
Hacia las cuatro de la tarde Fazio dio señales de vida por teléfono. Llamaba a través del móvil desde Spigonella.
– Dottore? Tengo alguna novedad.
– Dime.
– Por lo menos dos personas de aquí creen haber visto al muerto que usted encontró, lo han reconocido en la fotografía en la que está con bigote.
– ¿Saben cómo se llamaba?
– No.
– ¿Vivía allí?
– No lo saben.
– ¿Saben qué hacía por aquella zona?
– No.
– ¿Pues qué coño saben entonces?
Fazio prefirió no contestar directamente.
– Dottore, ¿no podría venir usted aquí? Así comprendería personalmente la situación. Puede tomar la carretera del litoral, donde siempre hay más tráfico, o puede pasar por Montechiaro, coger la…
– Conozco el camino.
Era el mismo que había recorrido cuando había ido a ver el lugar donde habían matado al chiquillo. Llamó a Ingrid, con la que había quedado para cenar. La sueca se disculpó de inmediato: no podría ser. Su marido había invitado a cenar a unos amigos de manera inesperada, y ella tendría que quedarse a interpretar el papel de señora de la casa. Acordaron que ella pasaría por la comisaría hacia las ocho y media de la tarde del día siguiente. En caso de que no estuviera, ella lo esperaría. Volvió a probar con el periodista, y esta vez contestó.
– ¡Comisario! ¡Ya pensaba que no me llamaría!
– Oiga, ¿podemos vernos?
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo, si quiere.
– No puedo. He tenido que viajar a Trieste. Me he pasado el día entre aeropuertos y aviones con retraso. Por suerte, mi madre no estaba tan grave como me había dicho mi hermana.
– Me alegro. ¿Entonces?
– Hagamos una cosa. Si todo va bien, mañana por la mañana tengo intención de tomar un avión a Roma y allí enlazar con Sicilia. Ya le diré algo.
Pasado Montechiaro, y una vez en la carretera de Spigonella, llegó al cruce de Tricase. Titubeó un instante y después tomó una decisión: como máximo le llevaría diez minutos. Cogió el desvío: el campesino no estaba trabajando en su campo, ni siquiera el ladrido de un perro rompía el silencio. En la base del montículo de grava, el ramillete de flores silvestres se había marchitado. Tuvo que echar mano de su escasa habilidad para ir marcha atrás en aquel viejo camino de mulas que parecía devastado por un terremoto, y regresó hacia Spigonella. Fazio lo esperaba delante de un chalet blanco y rojo de dos plantas visiblemente deshabitado. Se oía el rumor del mar embravecido.
– A partir de este chalet empieza Spigonella -dijo Fazio-. Vamos en mi coche.
Montalbano subió y Fazio empezó a hacer de guía mientras ponía en marcha el motor.
– Spigonella se levanta en un altiplano rocoso. Para acceder a la playa hay que subir y bajar unos peldaños excavados en la piedra, lo que en verano debe de provocar más de un infarto. También se puede llegar en coche, pero hay que seguir el camino que usted ha seguido, desviarse hacia Tricase y, desde allí, regresar aquí. ¿Me explico?
– Sí.
– En cambio, Tricase está a la orilla del mar, y sus habitantes son de otro tipo.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que aquí, en Spigonella, la gente tiene dinero y vive en chalets caros. Son abogados, médicos, comerciantes… Mientras que la gente de Tricase es humilde y vive en casuchas adosadas.
– Pero tanto los chalets como las casuchas son ilegales, ¿no?
– Por supuesto, dottore. Sólo quería hacerle ver que aquí los chalets están aislados, ¿se da cuenta? Tienen muros altos y jardines con una vegetación muy tupida. Es muy difícil ver lo que ocurre dentro. En Tricase, sin embargo, las casuchas se tienen confianza, es como si hablaran entre ellas.
– ¿Te has vuelto poeta? -preguntó Montalbano.
Fazio se ruborizó.
– Me ocurre de vez en cuando -confesó.
Llegaron al borde de un acantilado y descendieron del coche. Abajo, el mar se convertía en espuma al golpear contra las rocas, y algo más allá había invadido por completo una pequeña playa. Era una costa extraña, en la que se alternaban tramos de rocas erizadas con otros de arena fina. En lo alto de un pequeño promontorio se veía un solitario chalet con una inmensa terraza colgada sobre el mar. El trozo de costa que se veía abajo -una masa de rocas altas- lo habían vallado ilegalmente y convertido en un espacio privado. No había nada más que ver. Subieron al coche.
– Ahora lo acompañaré a hablar con alguien que…
– No -dijo el comisario-. Es inútil, cuéntame tú lo que te han dicho. Regresemos.
Durante todo el trayecto, tanto de ida como de vuelta, no se cruzaron con ningún vehículo. Y tampoco vieron ninguno aparcado.
Delante de un chalet francamente lujoso había un hombre sentado en una silla de paja, fumándose un puro.
– Este es uno de los dos que dicen haber visto al tipo de la foto -dijo Fazio-. Trabaja aquí de vigilante. Dice que hace unos tres meses se encontraba sentado fuera de la casa, igual que ahora, cuando vio aparecer por la izquierda un coche que avanzaba a sacudidas. El vehículo se detuvo justo delante de él y bajó un hombre, el de la fotografía. Se había quedado sin gasolina. Entonces el vigilante se ofreció a ir a buscar un bidón al surtidor que hay en la parte baja de Montechiaro. Cuando volvió, el hombre le dio cien euros de propina.
– ¿No sabe de dónde venía?
– No. Y jamás lo había visto. Con el segundo hombre que cree reconocerlo sólo he podido hablar un momento. Es pescador, y tenía que ir a vender el pescado a Montechiaro. Me ha dicho que vio al hombre de la fotografía hace tres o cuatro meses en la playa.