– ¿Hace tres o cuatro meses? ¡Pero si era pleno invierno! ¿Qué hacía allí?
– Eso mismo se preguntó el pescador. Acababa de arrastrar la barca hasta la orilla, cuando vio en lo alto de un farallón al hombre de la fotografía.
– ¿En lo alto de un farallón?
– Sí, señor. Uno de esos que había debajo del chalet de la terraza.
– ¿Y qué hacía allí?
– Nada. Contemplaba el mar y hablaba por el móvil. El pescador pudo verlo bien porque en determinado momento giró la cabeza hacia donde él estaba. Tuvo la impresión de que le decía algo con los ojos.
– ¿Qué?
– ¡Desaparece de mi vista ahora mismo! ¿Qué, qué hago?
– No entiendo. ¿Qué tienes que hacer, quieres decir?
– ¿Sigo buscando o lo dejo?
– Creo que es inútil que pierdas más tiempo aquí. Vuelve a Vigàta.
Fazio lanzó un suspiro de alivio. Aquella investigación se le había atragantado desde el primer momento.
– ¿Y usted no viene?
– Yo te sigo, pero tú ve tirando…, yo tengo que parar un momento en Montechiaro.
Era una trola como una casa, no tenía nada que hacer en Montechiaro. Durante un rato siguió el coche de Fazio, pero poco a poco fue quedándose atrás. En cuanto lo perdió de vista, giró en redondo y volvió sobre sus pasos. Spigonella lo había impresionado. ¿Cómo era posible que en toda aquella zona, aunque no fuera la época, no hubiera ni un alma, a excepción del vigilante del puro? No había visto ni un perro ni un gato deambulando por los alrededores de los chalets. Era el lugar ideal para hacer lo que a uno le diera la gana, como, por ejemplo, llevarse a una querida, montar una timba, una pequeña orgía o una esnifada colosal. Bastaba con cerrar las persianas para que no se filtrara el menor rayo de luz al exterior y para que nadie se enterara de lo que estaba ocurriendo dentro. Los chalets disponían de tanto espacio a su alrededor que podían meter dentro todos los coches que quisieran. Una vez cerrada la verja, era como si jamás hubiera llegado ningún coche allí. De pronto se le ocurrió una idea. Frenó, bajó del coche y se puso a dar vueltas de un lado a otro, absorto. De vez en cuando, propinaba pequeños puntapiés a las piedrecitas blancas que tapizaban la carretera.
La larga fuga del chiquillo, iniciada en el muelle del puerto de Vigàta, había terminado en los alrededores de Spigonella. Y casi con toda certeza, el niño estaba huyendo de Spigonella cuando había sido atropellado por el coche.
El muerto sin nombre que él había descubierto en el agua había sido visto en Spigonella. Y muy probablemente lo habían matado allí. Ambos sucesos parecían discurrir por caminos paralelos y, sin embargo, tal vez no fuera así. Le vino a la mente el célebre término acuñado por un político que fue asesinado por las Brigadas Rojas: «Convergencias paralelas.» En este caso, ¿el punto de convergencia sería el pueblecito fantasma de Spigonella? ¿Por qué no?
Pero ¿por dónde empezar? ¿Averiguando los nombres de los propietarios de los chalets? La empresa se le antojó imposible. Si todas aquellas construcciones eran ilegales, sería inútil acudir al registro o al Ayuntamiento. Desanimado, se apoyó en un poste del tendido eléctrico. Nada más rozarlo con la espalda, se apartó de él como si hubiera sufrido una descarga. ¡La luz, claro! ¡Los chalets debían de disponer de energía eléctrica y, por consiguiente, los propietarios habían firmado una solicitud de conexión! El entusiasmo le duró muy poco, pues imaginó la respuesta de la compañía: los recibos correspondientes a Spigonella, al no haber calles con nombres ni números, en definitiva, al no existir Spigonella, se enviaban a los domicilios habituales de los propietarios. La criba de todos aquellos propietarios habría sido sin duda una tarea ciertamente larga y complicada. Si Montalbano hubiera querido decir cómo de larga, la respuesta habría sido de una imprecisión casi poética. ¿Y si probara con la compañía telefónica? ¡Venga ya!
Dejando aparte que la respuesta de la compañía telefónica habría tenido muchos puntos en común con la de la eléctrica, ¿qué hacer en los casos de los que utilizaban móviles? Además, ¿no había dicho el pescador que el anónimo muerto estaba hablando justamente por un móvil? Nada, mirara por donde mirara, acababa tropezando con una muralla. Se le ocurrió otra idea. Subió al coche, lo puso en marcha y se alejó de allí. No le resultó fácil encontrar el camino. Hasta dos o tres veces pasó por delante del mismo chalet, antes de encontrar el que buscaba. El vigilante seguía sentado en la misma silla de paja, con el puro apagado en la boca. Montalbano bajó del coche y se acercó.
– Buenos días.
– Si a usía le parecen buenos… Buenos días.
– Soy comisario de policía.
– Ya sé que es policía. Lo vi con el que me enseñó la foto.
Vista fina el señor vigilante…
– Quería preguntarle una cosa.
– Lo que usted quiera.
– ¿Se ven inmigrantes ilegales por aquí?
El vigilante lo miró, estupefacto.
– ¿Inmigrantes ilegales? Señor mío, aquí no se ven inmigrantes legales ni ilegales. Aquí sólo se ve a los que viven aquí, cuando vienen. ¡Inmigrantes ilegales!… ¡Quite, por Dios!
– Perdone, ¿por qué le parece tan absurdo?
– Porque por aquí pasa cada dos horas el coche de vigilancia privado. ¡Y ésos, si vieran a algún inmigrante ilegal, le pegarían tantas patadas en el trasero que lo enviarían a su país!
– ¿Y cómo es que hoy no se ven vigilantes por ninguna parte?
– Porque hacen media jornada de huelga.
– Gracias.
– No, gracias a usted que me ha ayudado a pasar un poco el rato.
Subió al coche y se fue. Pero al llegar al chalet blanco y rojo donde se había reunido con Fazio, volvió atrás. No es que esperara descubrir nada, pero no podía alejarse de aquel lugar. Se detuvo al borde del acantilado. Ya estaba empezando a oscurecer. Entre las sombras del crepúsculo, el chalet de la gran terraza ofrecía una apariencia espectral. A pesar de los lujosos edificios, de los cuidados árboles que asomaban por encima de los muros, del verdor que había por todas partes, Spigonella era una tierra baldía, por citar a Eliot. Es cierto que los pueblos costeros, sobre todo los que viven de los veraneantes, fuera de temporada parecen muertos. Pero Spigonella ya debía de estar muerta cuando nació. En su principio estaba su final, por fusilar una vez más a Eliot. Subió nuevamente al coche y, esta vez sí, regresó a Vigàta.
– Catarè ¿se ha sabido algo de Marzilla?
– No, señor dottori. Él no ha tilifoniado, el que ha tilifoniado ha sido Poncio Pilato.
– ¿Qué ha dicho?
– Ha dicho que mañana no le dará tiempo a tomar el avión pero pasado mañana sí y por eso por la tarde de pasado mañana vendrá aquí.
Entró en su despacho y, sin sentarse, efectuó una llamada. Quería averiguar si era posible hacer una cosa que se le acababa de pasar por la cabeza mientras aparcaba.
– ¿Señora Albanese? Buenas tardes, ¿qué tal está? ¿Podría decirme a qué hora regresa con la barca su marido? Ah, que hoy no ha salido… está en casa… ¿Me lo puede pasar? ¡Ciccio!, pero ¿qué haces en casa? ¿Que te has resfriado?… Y ahora, ¿cómo estás? ¿Ya se te ha pasado? Bueno, me alegro. Oye, quería preguntarte una cosa… ¿Cómo dices? ¿Que por qué no voy a cenar a tu casa y así hablamos directamente? La verdad es que no querría molestar a tu mujer… ¿Qué has dicho? ¿Pasta con requesón fresco? ¿Y de segundo morralla? Dentro de media hora estoy con vosotros.
Durante toda la cena no consiguió decir nada. De vez en cuando, Ciccio se atrevía a preguntar:
– ¿Qué quería preguntarme, comisario?
Pero Montalbano no decía nada. Se limitaba a mover en sentido giratorio el índice de la mano izquierda en ese gesto que quiere decir «después…, después», no se sabe si porque tenía la boca llena o por miedo a abrirla, no fuera a ser que el aire se llevara el sabor que custodiaba celosamente entre la lengua y el paladar.