Cuando llegó el café, decidió hablar, aunque sólo después de haber felicitado a la mujer de Albanese por sus habilidades culinarias.
– Tenías razón, Ciccio. Al muerto lo vieron hace unos tres meses en Spigonella. Las cosas debieron de ocurrir como tú dices: lo mataron y después lo arrojaron al agua en Spigonella o alrededores. Veo que tu reputación de sabio marinero no es injustificada.
Ciccio recibió la alabanza con humildad, como algo natural.
– ¿En qué más puedo servirlo? -se limitó a preguntar.
Montalbano se lo dijo. Albanese lo pensó un momento y preguntó a su mujer:
– ¿Sabes si Tanino está en Montelusa, o en Palermo?
– Esta mañana mi hermana me ha dicho que estaba aquí.
Antes de levantarse para ir a llamar, Albanese se sintió obligado a dar una explicación.
– Tanino es el hijo de una hermana de mi mujer. Estudia Derecho en Palermo, pero su padre tiene una casita en Tricase y viene a menudo porque le gusta hacer submarinismo. Tiene una lancha neumática.
La conversación no duró más de cinco minutos.
– Mañana por la mañana a las ocho Tanino lo espera. Ahora le explico cómo se llega hasta allí.
– ¿Fazio? Perdóname que te moleste a estas horas. El otro día me pareció ver a uno de los nuestros con una pequeña videocámara que…
– Sí, señor dottore. Era Torrisi. Se la acababa de comprar, se la había vendido Torretta.
¡Faltaría más! ¡Torretta debía de haber trasladado el bazar de Zanzíbar para instalarlo en la comisaría de Vigàta!
– Dile a Torrisi que venga a Marinella con la videocámara y con todo lo necesario para hacerla funcionar.
Once
Cuando abrió la persiana, se le ensanchó el corazón. La mañana se presentaba encantada de ser como era, resplandeciente de luz y colores. Bajo la ducha, Montalbano intentó incluso cantar, cosa que hacía muy raras veces, pero, como desafinaba un poco, se limitó a canturrear la melodía. Aunque no tenía prisa, lo hacía todo muy rápido. Estaba impaciente por dejar Marinella y partir hacia Tricase. Tanto es así que en el coche se descubrió conduciendo a una velocidad excesiva. Al llegar al cruce de Spigonella-Tricase, giró a la izquierda y, después de la consabida curva, llegó al montículo de grava. El ramillete de flores ya no estaba. Un obrero cargaba paladas de gravilla en una carreta. Las pocas cosas que recordaban la existencia y la muerte del pequeño habían desaparecido. A esas horas el cuerpecito habría sido enterrado de manera anónima en el cementerio de Montechiaro. Cuando llegó a Tricase, siguió fielmente las instrucciones que le había dado Ciccio Albanese, y casi en la orilla se encontró delante de una casita de color ocre. En la puerta había un joven de veintitantos años de aspecto simpático, descalzo y en bañador. En el agua, a unos metros de la casa, flotaba una lancha neumática. Se estrecharon la mano. Tanino observó con curiosidad al comisario, que iba vestido como un auténtico turista: aparte de la videocámara que sostenía en la mano, llevaba también unos gemelos en bandolera.
– ¿Nos vamos ya? -preguntó el muchacho.
– Sí, pero primero quisiera quitarme esta ropa.
– Pase.
Entró en la casita y salió en traje de baño. Tanino cerró la puerta con llave y subieron a la lancha neumática. El muchacho preguntó:
– ¿Adónde quiere que vayamos?
– ¿No te lo ha explicado tu tío?
– No, sólo me ha dicho que me pusiera a su disposición.
– Quiero efectuar unas tomas de la costa de Spigonella. Pero debemos procurar que no nos vean.
– ¿Quién puede vernos, comisario? ¡En Spigonella no hay ni un alma en esta época!
– Tú haz lo que te digo.
Cuando no llevaban ni media hora navegando, Tanino aminoró la velocidad.
– Aquéllos son los primeros chalets de Spigonella. ¿Le va bien esta velocidad?
– Muy bien.
– ¿Me acerco un poco más?
– No.
Montalbano tomó la videocámara y se dio cuenta horrorizado de que no sabía cómo usarla. Las instrucciones que Torrisi le había facilitado la víspera se habían convertido en una especie de papilla informe en su cerebro.
– ¡Virgen Santa! ¡Se me ha olvidado cómo funcionaba! -exclamó en tono quejumbroso.
– ¿Quiere que lo haga yo? Sé cómo usarla. Yo tengo una igual.
Intercambiaron las posiciones y el comisario se colocó al timón. Con una mano lo sujetaba y con la otra sostenía los gemelos delante de los ojos.
– Y aquí termina Spigonella -dijo en determinado momento Tanino, volviéndose a mirar al comisario.
Montalbano no contestó, parecía enfrascado en sus pensamientos.
– ¿Comisario?
– ¿Eh?
– ¿Qué hacemos ahora?
– Volvemos atrás. A ser posible, un poco más cerca y más despacio.
– Es posible.
– Otra cosa: cuando lleguemos a la altura del chalet de la terraza grande, ¿puedes enfocar el zoom sobre aquellos farallones que hay debajo?
Repitieron el paseo en sentido contrario, hasta que dejaron Spigonella a su espalda.
– ¿Y ahora?
– ¿Estás seguro de que se ha grabado bien?
– Pongo la mano sobre el fuego.
– Muy bien, pues volvamos. ¿Sabes quién es el propietario del chalet de la terraza?
– Sí, señor. Se la hizo construir un americano, yo aún no había nacido.
– ¿Un americano?
– Sí, un hijo de emigrantes de Montechiaro. Al principio se ve que venía bastante, pero luego desapareció. Corrieron rumores de que lo habían detenido.
– ¿En nuestro país?
– No, en América. Por contrabando.
– ¿Droga?
– Y cigarrillos. Dicen que en una época dirigía desde aquí todo el tráfico del Mediterráneo.
– ¿Tú has visto de cerca la escollera que hay delante?
– Comisario, aquí cada cual se ocupa de sus asuntos.
– ¿El chalet ha estado habitado recientemente?
– Recientemente no, pero el año pasado sí.
– ¿O sea que lo alquilan?
– Sí.
– ¿Se encarga de ello alguna agencia?
– No tengo ni idea, comisario. Si quiere, puedo hacer averiguaciones.
– No, te lo agradezco, ya te he molestado bastante.
Llegó a la plaza de Montechiaro cuando el reloj del Ayuntamiento daba las once y media. Bajó del coche y se dirigió hacia una puerta acristalada encima de la cual había un rótulo que decía «Agencia Inmobiliaria». Dentro sólo había una amable y agraciada joven.
– No, de ese chalet al que usted se refiere no nos encargamos nosotros.
– ¿Sabe quién se encarga?
– No. Verá, es difícil que los propietarios de estos chalets de lujo recurran a las agencias, al menos en esta zona.
– ¿Cómo lo hacen entonces?
– Son gente rica, con muchos contactos… Hacen correr la voz en su ambiente…
«Los delincuentes también hacen correr la voz en su ambiente», pensó el comisario.
La chica lo miraba, deteniendo especialmente su atención en los gemelos y la videocámara.
– ¿Es usted turista?
– ¿Cómo lo ha adivinado?
El paseo marino le había despertado un apetito irresistible, lo sentía agitarse en su interior como un río en plena crecida. Dirigirse a la trattoria Da Enzo habría significado excluir cualquier posibilidad de equivocarse, pero debería correr el riesgo de abrir el frigorífico u el horno de Marinella porque necesitaba ver de inmediato el material filmado. Una vez en casa, corrió a descubrir con cierta intriga lo que la inspiración de Adelina le había preparado: en el horno encontró un inesperado aunque ansiado conejo a la cazadora, guisado con tomate, ajo, hierbas aromáticas, vino blanco y vinagre. Mientras lo ponía a calentar, llamó por teléfono.