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– ¿Torrisi? Soy Montalbano.

– ¿Ha ido todo bien, dottore?

– Creo que sí. ¿Puedes acercarte un momento a mi casa dentro de una hora?

Cuando uno come solo, puede permitirse ciertas cosas que jamás se atrevería a hacer en compañía de alguien. Los hay que se sientan a la mesa en calzoncillos, mientras que otros comen tumbados o sentados delante del televisor. A menudo, y de muy buen grado, el comisario utilizaba los dedos. Y así lo hizo con el conejo a la cazadora. Después tuvo que pasarse media hora con las manos bajo el grifo, tratando de eliminar el pringue. Llamaron a la puerta. Era Torrisi.

– Mire, comisario, se hace así. Se le da aquí y se…

Y así lo hizo, mientras explicaba, pero Montalbano no le prestaba atención. Para esas cosas era completamente negado. En el televisor aparecieron las primeras imágenes que Tanino había rodado.

– Comisario -dijo Torrisi con admiración-, ¿sabe que son unas imágenes magníficas? ¡Es usted muy hábil! Le ha bastado una sola lección teórica para…

– Bueno -dijo modestamente Montalbano-, no ha sido muy difícil…

Las rocas que había debajo del chalet, en la toma efectuada a la ida, estaban dispuestas como los dientes inferiores de una boca, pero de manera irregular, unos más adelantados que otros. Sin embargo, en la toma contraria, y con la ayuda del zoom, las mismas rocas revelaban la ausencia de un diente, un hueco no muy ancho, pero suficiente para que a través de él pudiera pasar una lancha neumática o una pequeña lancha motora.

– Para aquí.

Montalbano estudió atentamente la imagen. Había algo en aquel hueco que lo inquietaba. Era como si el agua del mar, en el momento de penetrar a través de él, vacilara. A veces parecía que quisiera volver atrás.

– ¿Puedes ampliarla más?

– No, dottore.

Ahora, en una toma más lejana, se veía la empinadísima escalera que bajaba desde el chalet al pequeño puerto natural.

– Rebobina, por favor.

Esta vez vio una elevada valla metálica sujeta a unas barras de hierro que había clavadas en la roca. Estaba claro que su objetivo era ocultar a la vista lo que ocurría dentro. Por consiguiente, no sólo el chalet era ilegal, sino que hasta el litoral había sido ilegalmente cortado: imposible recorrerlo a pie en toda su longitud, ni siquiera encaramándose a las rocas, pues en determinado momento se levantaba una insuperable barrera de telas metálicas. Y esta segunda vez tampoco consiguió comprender por qué razón el mar se comportaba de aquella manera tan rara en el hueco.

– Muy bien, muchas gracias, Torrisi. Ya puedes llevarte la videocámara.

– Dottore -dijo el agente-, hay una manera de ampliar la imagen que le interesa. Cojo el fotograma, lo imprimo y se lo paso a Catarella, que con el ordenador…

– Muy bien, muy bien, hazlo como quieras -lo cortó Montalbano.

– Y lo felicito una vez más por esas tomas tan buenas -dijo Torrisi al salir.

– Gracias -repuso el comisario.

Y, con la cara dura de que solía hacer gala en ciertas ocasiones, Montalbano el usurpador ni se ruborizó.

– Catarè, ¿ha dado señales de vida Marzilla?

– No, señor dottori. Ah, quería decirle que esta mañana ha llegado una carta de correo urgente para usía personalmente.

El sobre era de lo más normal, sin membrete. El comisario lo abrió y sacó un recorte de periódico. Miró en el interior, pero no había nada más. Se trataba de un breve artículo fechado el 11 de marzo en Cosenza, cuyo título rezaba: «DESCUBIERTO EL CUERPO DEL DESAPARECIDO ERRERA.» Y decía:

Ayer, sobre las seis de la mañana, un pastor llamado Antonio Jacopino descubrió, cuando cruzaba con su rebaño la vía del ferrocarril en las proximidades de Paganello, unos restos humanos diseminados por las vías. Tras las primeras observaciones, la policía, que acudió al lugar de inmediato, dedujo que se trataba de un desafortunado accidente: el hombre debía de haber resbalado por el terraplén mojado por las recientes lluvias, justo en el momento en que pasaba el rápido de las veintitrés horas con destino a Cosenza. Interrogados los maquinistas, éstos declararon no haber visto nada. Sólo ha sido posible identificar a la víctima por los documentos que llevaba en la cartera y por la alianza matrimonial. Se trata de Ernesto Errera, condenado por el Tribunal de Cosenza por atraco a mano armada, que desde hacía algún tiempo había pasado a la clandestinidad. Los últimos rumores sobre él indicaban que se encontraba en Brindisi, pues al parecer hacía tiempo que se había interesado por la inmigración clandestina, en estrecha colaboración con el hampa albanesa.

Y eso era todo. Sin ninguna firma, sin una sola línea de explicación. Examinó el matasellos: era de Cosenza. Pero ¿qué coño significaba aquello? Tal vez hubiera una explicación: se trataba de una venganza interna. Lo más probable era que el compañero Vattiato hubiera comentado el ridículo que había hecho el comisario Montalbano al comunicarle el hallazgo de un delincuente que, en realidad, ya estaba muerto y enterrado. Y alguno de los presentes, al que evidentemente Vattiato le caía muy mal, le había enviado el recorte con carácter anónimo. Porque aquellas líneas, leídas debidamente, hacían hincapié en las certezas de Vattiato. El anónimo que había enviado el recorte se planteaba en realidad una sola pregunta muy sencilla: si el muerto destrozado por el tren ha sido identificado a través de los documentos y por el anillo que llevaba en el dedo, ¿cómo podemos estar absolutamente seguros de que aquellos restos corresponden efectivamente a Errera? Y, por consiguiente: ¿no podría haber sido el propio Errera el que hubiera matado a alguien que se le parecía vagamente, le hubiera introducido la cartera en el bolsillo, le hubiera puesto el anillo en el dedo y lo hubiera dejado sobre la vía de manera que el tren lo dejara irreconocible? ¿Y por qué tendría que haber hecho tal cosa? Pero esta respuesta era obvia: para acabar con las investigaciones de la policía y de los carabineros sobre él y poder trabajar con cierta tranquilidad en Brindisi. Sin embargo, semejantes consideraciones, una vez formuladas, se le antojaron demasiado novelescas.

Llamó a Augello, que se presentó con muy mala cara.

– ¿No te encuentras bien?

– No me lo recuerdes, Salvo. Esta noche me la he pasado en vela, atendiendo a Beba. Este embarazo está siendo francamente difícil. ¿Qué querías?

– Un consejo. Pero antes escucha una cosa. ¡Catarella!

– ¡A sus órdenes, dottori!

– Catarè, repítele al dottor Augello la hipótesis que me has expuesto a propósito de Errera.

Catarella puso cara de importancia.

– Yo le dije al señor dottori que a lo mejor era posible que el muerto resucitara y después se muriera otra vez y se convirtiera en nadador.

– Gracias, Catarè, puedes retirarte.

Mimì miraba al comisario con la boca abierta.

– ¿Y bien? -lo apremió Montalbano.

– Mira, Salvo. Hasta hace un momento pensaba que tu dimisión sería una tragedia para todos nosotros, pero ahora, teniendo en cuenta tu estado de salud mental, creo que cuanto antes te vayas, mejor. Pero ¡cómo! ¿Es que ahora empiezas a hacer caso a las chorradas que se le pasan por la cabeza a Catarella? ¿Resucitado, muerto, nadador?

Sin decir palabra, Montalbano le pasó el recorte de periódico.

Mimì lo leyó dos veces y lo dejó sobre el escritorio.

– En tu opinión, ¿qué significa eso? -preguntó.

– Que alguien ha querido advertirme de que existe la posibilidad, remota, por supuesto, de que el cadáver enterrado en Cosenza no sea el de Ernesto Errera -contestó Montalbano.

– Ese artículo fue redactado dos o tres días después del hallazgo de los restos -dijo Mimì-, y no dice si nuestros colegas de Cosenza llevaron a cabo otras investigaciones más exhaustivas para llegar a una identificación inequívoca. Estoy seguro de que lo hicieron. Y si tú pretendes averiguar algo más acerca del asunto, corres el peligro de caer en la trampa que te han tendido.