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– ¡¿Pero qué dices?!

– ¿Sabes quién te ha enviado el recorte?

– Quizá alguien de la Jefatura Superior de Cosenza que, al ver que Vattiato se cachondeaba de mí, ha querido…

– Salvo, ¿tú conoces a Vattiato?

– No muy bien. Es un hombre arisco que…

– Yo trabajé con él antes de venir aquí. Es un malnacido.

– Pero ¿por qué iba a enviarme este recorte?

– Para despertar tu curiosidad y obligarte a investigar más sobre Errera. De esta manera, toda la Jefatura Superior de Cosenza se podrá reír a costa tuya.

Montalbano se incorporó en la silla, rebuscó entre los papeles diseminados de cualquier manera sobre el escritorio y encontró la ficha y la fotografía de Errera.

– Échales otro vistazo, Mimì.

Sosteniendo en la mano izquierda la ficha con la fotografía de Errera, Augello fue cogiendo con la derecha, una a una, las reconstrucciones del rostro del muerto y las comparó cuidadosamente. Después negó con la cabeza.

– Lo siento, Salvo. Me reafirmo en mi opinión: se trata de dos personas distintas, aunque se parecen mucho. ¿Tienes algo más que decirme?

– No -contestó bruscamente el comisario.

Augello se lo tomó a mal.

– Salvo, bastante nervioso estoy ya por mis asuntos, para que vengas tú ahora a complicármelos.

– Explícate mejor.

– ¡Pues claro que me explico! Te has enfadado porque sigo afirmando que tu muerto no es Errera. ¡Hay que ver cómo eres! ¿Tengo que decirte que sí, que son la misma persona, para darte gusto?

Y se retiró dando un portazo.

Al cabo de menos de cinco minutos la puerta se abrió violentamente, rebotó contra la pared y se volvió a cerrar.

– Perdone, dottori -dijo la voz de Catarella desde el otro lado de la puerta.

A continuación, la hoja se volvió a abrir muy despacio hasta que el resquicio fue justo lo suficiente para que pasara Catarella.

– Dottori, le traigo lo que me dio Torrisi que me dijo que le interesaba en persona personalmente.

Era una imagen muy ampliada de un detalle de la escollera que había debajo del chalet de Spigonella.

– Dottori, mejor que así no se puede hacer.

– Gracias, has hecho un trabajo estupendo.

Le bastó un vistazo para comprender que no se había equivocado.

Entre las dos altas rocas que conformaban la bocana del minúsculo puerto natural, a escasos centímetros de la superficie del agua, discurría una línea recta y oscura contra la que rompía las olas. Debía de ser una compuerta de hierro que se maniobraba desde el interior del chalet para impedir el acceso por mar a los extraños. Lo cual no tenía por qué significar nada sospechoso. Sólo quería decir que las visitas imprevistas desde el mar no eran gratas. Examinando con más detenimiento las rocas, observó algo en ellas, a un metro de altura por encima del agua, que le llamó la atención. Miró y miró, hasta que casi se le cerraron los ojos.

– ¡Catarella!

– ¡Mande, dottori!

– Dile a Torretta que te preste una lupa.

– Ahora mismo, dottori.

Había acertado. En efecto, Catarella regresó con una lupa de gran tamaño, que entregó al comisario.

– Gracias, ya puedes retirarte. Y cierra la puerta.

No quería que Mimì o Fazio lo sorprendieran en actitud de Sherlock Holmes.

Con la lupa consiguió descubrir de qué se trataba: eran dos pequeños faros que, cuando estaba oscuro o había poca visibilidad, delimitaban con precisión la bocana, evitando de ese modo que cualquiera que estuviera efectuando maniobras para entrar corriera el peligro de estrellarse contra las rocas. La instalación debía de haberla hecho el primer propietario, el americano contrabandista, a quien todas aquellas medidas le habrían sido muy útiles; pero los ocupantes posteriores también las habían usado. Se pasó un buen rato pensando. Poco a poco se fue abriendo paso en su mente la idea de que tal vez fuera necesario ir a echar un vistazo más de cerca, intentando aproximarse por mar. Y, sobre todo, la idea de hacerlo a escondidas, sin decírselo a nadie.

Consultó el reloj, Ingrid estaba a punto de llegar. Sacó la cartera para ver si tenía suficiente dinero para pagar la cena. En ese momento, apareció Catarella en el hueco de la puerta, respirando afanosamente.

– ¡Ah, dottori! ¡Fuera está la señorita Inguiriguid que lo espera!

Ingrid insistió en que fueran con su coche.

– Con el tuyo no llegaríamos nunca, y tenemos un buen camino por delante.

– Pero ¿adónde me llevas?

– Ya lo verás. De vez en cuando bien puedes interrumpir la monotonía de tus platos de pescado, ¿no?

Entre la conversación y la velocidad a la que conducía la sueca, Montalbano no tuvo la sensación de haber recorrido mucho camino cuando el coche se detuvo delante de una casa rústica, en plena campiña. ¿Aquello era un verdadero restaurante o Ingrid se había equivocado? La presencia de una decena de coches aparcados lo tranquilizó. Nada más entrar, la sueca saludó y fue saludada por todos como si fuera de la casa. El propietario se apresuró a atenderlos.

– Salvo, ¿me dejas que elija por ti?

Y de esta manera el comisario disfrutó de un plato de ditalini con requesón fresco y en su punto de sal, acompañado de queso de oveja y pimienta negra. Un plato que exigía a gritos un buen vino, petición que fue generosamente atendida. De segundo tomó costi 'mbriachi, es decir, chuletas de cerdo ahogadas en vino, junto con un concentrado de tomate. En el momento de pagar la cuenta, el comisario palideció: se había dejado la cartera en el despacho. Pagó Ingrid. Durante el camino de vuelta, el coche efectuó de vez en cuando un paso de vals. Montalbano le rogó a Ingrid que pasara un momento por la comisaría para recoger la cartera. Cuando llegaron, la sueca dijo:

– Te acompaño, nunca he visto tu lugar de trabajo.

Entraron en el despacho. La cartera estaba allí. Ingrid se acercó al escritorio y vio las fotografías que había sobre la mesa. Cogió una.

– ¿Qué hacen aquí estas fotos de Ninì? -preguntó.

Doce

De pronto, todo se detuvo. Por un instante desapareció incluso la sonora música de fondo del mundo. Hasta una mosca que se dirigía decididamente hacia la nariz del comisario se paralizó y se quedó con las alas abiertas, suspendida en el aire. Viendo que su pregunta no obtenía respuesta, Ingrid levantó los ojos. Montalbano parecía una estatua. Permanecía con la cartera a medio introducir en el bolsillo y la miraba con la boca abierta.

– ¿Qué hacen aquí estas fotos de Ninì? -volvió a preguntar la sueca, cogiéndolas todas.

Entre tanto, una especie de viento del suroeste recorría a gran velocidad todos los recovecos del cerebro del comisario, que no conseguía recuperarse de su asombro. Pero ¡¿cómo?! ¿Habían buscado por todas partes, llamado a Cosenza, examinado los archivos, interrogado a posibles testigos, explorado Spigonella por tierra y por mar en un intento de dar un nombre al muerto, y ahora venía Ingrid, más fresca que una rosa, y lo llamaba incluso con un diminutivo?

– ¿Lo… co… co…?

Montalbano estaba intentando articular con gran esfuerzo una pregunta exclamativa, «¡¿Lo conoces?!», pero Ingrid lo interpretó erróneamente y lo interrumpió.

– Lococo, ése precisamente -dijo-. Creo que ya te he hablado de él.

Era cierto. Le había hablado de él la noche en que ambos se habían bebido al alimón una botella entera de whisky en la galería. Le había explicado que había tenido una historia con un tal Lococo, pero que lo habían dejado porque…

– ¿Por qué lo dejasteis?