– ¿Lo llamaban a menudo?
– Cuando estábamos juntos, apagaba los móviles.
– ¿Cuántos tenía?
– Dos. Uno era vía satélite. Cuando volvía a conectarlos, enseguida comenzaban a sonar.
– ¿Hablaba siempre en árabe… o en la lengua que fuera?
– No, a veces también en italiano, pero entonces se iba a otra habitación, aunque a mí no me importaba demasiado saber lo que decía.
– ¿Y qué explicaciones daba?
– ¿Acerca de qué?
– De esas llamadas.
– ¿Por qué habría tenido que darme explicaciones?
Eso también era verdad.
– ¿Sabes si tenía amigos por aquí?
– Jamás lo vi con nadie. No creo. No quería tener amistades.
– ¿Por qué?
– Una de las raras veces que habló de sí mismo, me contó que el petrolero en el que navegaba había provocado un gran desastre ecológico. Había una causa pendiente contra él y la compañía naviera le había aconsejado que desapareciera durante un tiempo. Y eso explicaba que estuviera siempre en casa, el solitario chalet, etc.
«Aun dando por bueno todo lo que ha contado Ingrid -pensó el comisario-, no se entiende por qué Lococo-Errera acabó como acabó. ¿Cabe pensar que su armador ordenó asesinarlo para evitar que declarara?» ¡Venga, hombre! Aquel homicidio se había debido sin duda a turbias razones, y la descripción que Ingrid había realizado de aquel hombre no era la de alguien que no tiene nada que ocultar, pero, aun así, las razones tenían que buscarse en otro sitio.
– Creo que me merezco un poco de whisky, señor comisario -dijo Ingrid al llegar a este punto.
Montalbano se levantó y abrió la puerta del pequeño armario donde guardaba las bebidas. Por suerte, Adelina se había encargado de renovar las provisiones y había una botella sin estrenar. Fue a la cocina a por dos vasos, regresó, se sentó y los llenó hasta la mitad. Ambos lo tomaban solo. Ingrid cogió el suyo, lo levantó y miró fijamente al comisario.
– Ha muerto, ¿verdad?
– Sí.
– Asesinado. De lo contrario, no te encargarías tú del asunto.
Montalbano asintió con la cabeza.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Yo creo que no te llamó, después de que tú no acudieras a la cita, porque ya no estaba en condiciones de hacerlo.
– ¿Ya estaba muerto?
– No sé si lo mataron enseguida o lo mantuvieron un tiempo prisionero.
– ¿Y… cómo lo mataron?
– Lo ahogaron.
– ¿Cómo lo has descubierto?
– En realidad, se hizo descubrir él mismo.
– No entiendo.
– ¿Recuerdas que me dijiste que me habías visto desnudo en la televisión?
– Sí.
– El muerto con el que me tropecé era él.
Sólo entonces se acercó Ingrid el vaso a los labios y no los apartó hasta que no quedó ni una gota de whisky. Después se levantó, se fue a la galería y salió fuera. Montalbano tomó el primer sorbo y encendió un cigarrillo. La sueca volvió a entrar y fue al cuarto de baño. Regresó con la cara lavada, volvió a sentarse y se llenó nuevamente el vaso.
– ¿Hay más preguntas?
– Todavía unas cuantas. ¿Hay algo tuyo en el chalet de Spigonella?
– No te entiendo.
– Quiero decir si dejaste algo allí.
– ¿Qué quieres que dejara?
– Yo qué sé. Alguna muda de ropa interior…
– ¿Unas bragas?
– Bueno…
– No, no hay nada mío. Ya te dicho que nunca me quedé a pasar la noche con él. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque tarde o temprano tendremos que ir a registrar el chalet.
– Puedes ir tranquilo. ¿Alguna pregunta más? Estoy un poco cansada.
Montalbano sacó las fotografías del sobre y se las pasó a Ingrid.
– ¿En cuál de ellas se parece más?
– Pero ¿es que no son todas suyas?
– Son reconstrucciones hechas con ordenador. El rostro estaba muy desfigurado, casi irreconocible.
La sueca las examinó. Después eligió la del bigote.
– Ésta. Aunque…
– ¿Aunque qué?
– Hay dos cosas que no están bien. El bigote lo tenía mucho más largo y era de otra forma, tipo tártaro…
– ¿Y la otra?
– La nariz. Las ventanas de la nariz eran más anchas.
Montalbano sacó del sobre la ficha del archivo.
– ¿Como en esta foto?
– Éste sí es él -dijo Ingrid-, aunque no lleve bigote.
Ya no cabía la menor duda: Lococo y Errera eran la misma persona. La descabellada teoría de Catarella había resultado ser una verdad concreta.
Montalbano se levantó, le tendió la mano a Ingrid y la ayudó a levantarse. Cuando la sueca estuvo de pie, la abrazó.
– Gracias.
Ingrid lo miró.
– ¿Eso es todo?
– Llevemos la botella y los vasos a la galería -dijo el comisario-. Ahora empieza la diversión.
Se sentaron muy juntos en el banco. La noche olía a sal, ajedrea, whisky y albaricoque, justamente el olor de la piel de Ingrid. Una mezcla que ni un perfumista podría imitar.
No hablaron, satisfechos de permanecer así. Ingrid no pudo terminar el tercer vaso.
– ¿Permites que me tumbe en tu cama? -murmuró de repente.
– ¿No quieres regresar a casa?
– No me atrevo a conducir.
– Te llevo en mi coche y mañana…
– No quiero volver a casa. Pero si no te apetece que me quede, me tumbo sólo unos minutos y después me voy. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
Ingrid se levantó, le dio un beso en la frente y abandonó la galería. «No quiero volver a casa», había dicho. ¿Qué representaba para Ingrid su casa y la de su marido? ¿Tal vez una cama aún más extraña que aquella en la que estaba tumbada en ese momento? Y, si hubiera tenido un hijo, ¿no le habría parecido su casa más cálida, más acogedora? ¡Pobre mujer! ¿Cuánta melancolía, cuánta soledad escondía detrás de aquella aparente alegría de vivir? Sintió que crecía en su interior una nueva sensación con respecto a Ingrid, una sensación de profunda ternura. Se bebió unos cuantos tragos más de whisky y después, como empezaba a refrescar, entró en la casa con la botella y los vasos. Echó un vistazo al dormitorio. Ingrid dormía vestida, sólo se había quitado los zapatos. Se sentó a la mesa, le concedería otros diez minutos de sueño.
«Entre tanto, haremos un pequeño resumen de los capítulos anteriores», se dijo en su fuero interno.
Ernesto Errera es un delincuente habitual nacido tal vez en Cosenza, o que al menos actúa en esa zona. Tiene un largo historial delictivo, que va desde el robo con violencia al atraco a mano armada. Actualmente vive en la clandestinidad. Hasta aquí, ninguna diferencia con otros cientos y cientos de delincuentes como él. En determinado momento, aparece de nuevo en Brindisi.
Por lo visto, entabla excelentes relaciones con la mafia albanesa y se dedica al negocio de la inmigración clandestina. ¿Cómo? ¿Bajo qué disfraz? No se sabe.
La mañana del 11 de marzo del año pasado un pastor de Cosenza que lleva su rebaño a pastar descubre sobre las vías del tren el cuerpo destrozado de un hombre. Una desgracia, el pobre ha resbalado y no ha podido evitar ser arrollado por el tren, que en ese momento pasaba por allí. Está tan desfigurado que sólo es posible identificarlo a través de los documentos que lleva en la cartera y por una alianza matrimonial. Es enterrado en el cementerio de Cosenza. Al cabo de unos meses, Errera vuelve a aparecer en Spigonella. Sólo que ahora se hace llamar Ernesto Lococo, es viudo y ex capitán de petroleros. Lleva una vida aparentemente solitaria, aunque mantiene frecuentes contactos telefónicos o por radio. Un mal día alguien lo ahoga y deja que su cuerpo se descomponga. Después lo arroja al mar y el cadáver, navega que te navega, acaba topándose precisamente con él.
Primera pregunta: ¿qué coño había ido a hacer en Spigonella el señor Errera, después de haberse hecho pasar oficialmente por muerto? Segunda pregunta: ¿quién y por qué lo había convertido, no ya oficial, sino realmente, en cadáver?