Ya era hora de despertar a Ingrid. Entró en el dormitorio. La sueca se había desnudado y se había deslizado bajo la sábana. Dormía como un tronco. A Montalbano le faltó el valor. Fue al cuarto de baño y después se deslizó él también, y despacito, bajo la sábana. Enseguida percibió en las ventanas de la nariz el perfume de albaricoque de la piel de Ingrid, tan intenso que incluso sintió un ligero mareo. Cerró los ojos. Ingrid se movió en sueños, estiró una pierna y apoyó la pantorrilla sobre la de Montalbano. Al poco, la sueca se colocó mejor: ahora le apoyaba toda la pierna encima y lo mantenía prisionero. Le vinieron a la mente unas palabras que había pronunciado en su adolescencia durante una representación teatral de aficionados: «Hay… ciertos albaricoques muy buenos… se abren por la mitad, se comprimen con los dedos a lo largo… como dos jugosos labios.»
Empapado en sudor, el comisario contó hasta diez y después, con una serie de movimientos casi imperceptibles, se libró de la presa, se levantó de la cama y, soltando palabrotas, se fue a tumbar en el sofá.
¡Qué demonios! ¡Ni san Antonio habría podido resistirse!
Trece
Se despertó completamente dolorido; desde hacía un tiempo, dormir en el sofá equivalía a levantarse a la mañana siguiente con los huesos molidos. Sobre la mesa del comedor había una nota de Ingrid.
Duermes como un angelito y, para no despertarte, me voy a duchar a mi casa. Un beso. Ingrid. Llámame.
Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono. Consultó el reloj: aún no eran las ocho.
– Dottore, necesito verlo.
No reconoció la voz.
– Pero ¿quién eres?
– Marzilla, dottore.
– Ven a la comisaría.
– No, señor, a la comisaría no. Podrían verme. Voy a su casa, ahora que está solo.
¿Y cómo sabía que antes estaba en compañía y ahora estaba solo? ¿Es que lo estaba espiando, escondido en las inmediaciones de su casa?
– Pero ¿dónde estás?
– En Marinella, dottore. Justo al otro lado de su puerta. He visto salir a la mujer y lo he llamado.
– Te abro dentro de un minuto.
Se lavó rápidamente la cara y fue a abrir. Marzilla estaba pegado a la puerta como si se estuviera refugiando de una lluvia inexistente y entró esquivando al comisario. A su paso, una vaharada de sudor rancio golpeó las ventanas de la nariz de Montalbano. Marzilla, de pie en el centro de la sala, respiraba afanosamente, como si hubiera efectuado una larga carrera. Tenía la cara amarillenta, los ojos atemorizados y el pelo en punta.
– Estoy muerto de miedo, dottore.
– ¿Habrá un desembarco?
– Más de uno simultáneamente.
– ¿Cuándo?
– Pasado mañana por la noche.
– ¿Dónde?
– No lo sé. Sólo me han dicho que será una cosa muy gorda y que a mí no me concierne.
– Entonces, ¿por qué tienes miedo? Tú no tienes nada que ver…
– Porque la persona que usted sabe me ha dicho que ponga cualquier excusa en el trabajo porque hoy tengo que estar a su disposición.
– ¿Te ha dicho para qué?
– Sí, señor. Esta noche a las diez y media me dejarán un coche muy rápido delante de mi casa. Tengo que ir a un sitio muy cerca de cabo Russello para recoger a unas personas y llevarlas a un lugar que una de ellas me dirá.
– O sea, que aún no sabes adónde tienes que llevarlas.
– No, señor, me lo dirá cuando me dejen el coche.
– ¿A qué hora has recibido la llamada?
– Esta mañana, un poco antes de las seis. Dottore, debe creerme, he intentado negarme. Le he dicho que nuestro trato era que yo intervendría siempre con la ambulancia… Pero no ha habido manera. Me ha dejado bien claro que, si no obedezco o algo va mal, me matará.
Y rompió a llorar, dejándose caer en una silla. Un llanto que a Montalbano le pareció obsceno, insoportable. Aquel hombre era una mierda. Una mierda temblorosa como un flan. Tenía que aguantarse las ganas de echársele encima y convertirle la cara en un sanguinolento amasijo de piel, carne y huesos.
– ¿Qué debo hacer, dottore? ¿Qué debo hacer?
El miedo hacía que le saliera una voz de gallito estrangulado.
– Exactamente lo que te han pedido. Pero, en cuanto te dejen el coche en la puerta de casa, me llamas y me dices la marca, el color y, a ser posible, el número de la matrícula. Y ahora quítate de mi vista. Cuanto más lloras, más ganas me entran de romperte las encías a patadas.
Jamás, ni aunque estuviera moribundo delante de él, le perdonaría la inyección al chiquillo en el interior de la ambulancia. Marzilla se levantó de golpe, aterrorizado, y corrió hacia la puerta.
– Espera. Primero explícame el lugar exacto de la reunión.
Marzilla se lo explicó. Montalbano no lo entendió muy bien, pero como Catarella le había dicho en una ocasión que un hermano suyo vivía por aquella zona, decidió que se lo preguntaría a él. Después Marzilla dijo:
– ¿Y usía qué intención tiene?
– ¿Yo? ¿Qué intención habría de tener? Tú esta noche, cuando termines, me llamas y me dices adónde has llevado a esas personas y qué pinta tienen.
Mientras se afeitaba, decidió no informar a nadie en la comisaría de lo que le había dicho Marzilla. En el fondo, la investigación del asesinato del pequeño inmigrante era enteramente personal, una cuenta pendiente que difícilmente conseguiría saldar. Sin embargo, necesitaba que le echaran una mano. Entre otras cosas, Marzilla le había dicho que dejarían delante de su casa un coche rápido. Lo que significaba que él, Montalbano, no podría hacer nada. Dadas sus escasas aptitudes como conductor, no conseguiría seguir a Marzilla. Se le ocurrió una idea, pero la descartó. Obstinada, la idea le volvió a la mente, pero él, con la misma obstinación, la volvió a descartar. La idea apareció por tercera vez mientras tomaba un último café antes de salir de casa. Y esta vez cedió.
– ¿Dica? ¿Quién habla?
– Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora?
– Tú espera, yo ver.
– ¡Salvo! ¿Qué hay?
– Vuelvo a necesitarte.
– ¡Eres insaciable! ¿No has tenido suficiente con la noche que acabamos de pasar? -replicó maliciosamente Ingrid.
– No.
– Bueno, si de verdad no puedes resistir, voy ahora mismo.
– No hace falta que vengas ahora. ¿Podrías estar aquí, en Marinella, a las nueve y media de esta noche?
– Sí.
– Oye, ¿tienes otro coche?
– Puedo coger el de mi marido. ¿Por qué?
– El tuyo llama demasiado la atención. ¿El de tu marido es rápido?
– Sí.
– Hasta esta noche entonces. Gracias.
– Espera. ¿Con qué disfraz?
– No entiendo.
– Ayer fui a tu casa como testigo. ¿Y esta noche?
– Con disfraz de ayudante del sheriff. Ya te daré la estrella.
– ¡Dottori, Marzilla no ha tilifoniado! -dijo Catarella, levantándose de un salto.
– Gracias, Catarella. Pero tú sigue atento, te lo ruego. ¿Quieres decirles al dottor Augello y a Fazio que vengan?
Como había decidido, sólo les hablaría del desarrollo de los acontecimientos relativos al asunto del muerto nadador. El primero en entrar fue Mimì.
– ¿Cómo está Beba?
– Mejor. Finalmente esta noche hemos podido dormir un poco.
A continuación se presentó Fazio.
– Tengo que comunicaros que, por pura casualidad, he conseguido dar una identidad al ahogado -dijo el comisario-. Para ello fue muy importante tu descubrimiento, Fazio, de que en los últimos tiempos había sido visto en Spigonella. Efectivamente, vivía allí. Había alquilado el chalet de la gran terraza sobre el mar. ¿Lo recuerdas?