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– ¡Cómo no!

– Era capitán de un petrolero y se hacía llamar Ernesto Lococo, Ninì para los amigos.

– ¿Cuál era su verdadero nombre? -preguntó Augello.

– Ernesto Errera.

– ¡Virgen santísima! -exclamó Fazio.

– ¿Como el de Cosenza? -siguió preguntando Mimì.

– Exactamente. Eran la misma persona. Lo siento por ti, Mimì, pero tenía razón Catarella.

– Me gustaría saber cómo has llegado a esa conclusión -lo apremió implacable Augello.

Estaba claro que no acababa de convencerse.

– No he llegado yo, sino mi amiga Ingrid.

Y les contó toda la historia. Cuando terminó de hablar, Mimì se sujetó la cabeza entre las manos, meneándola de vez en cuando.

– Jesús, Jesús -decía a media voz.

– ¿Por qué te sorprendes tanto, Mimì?

– No, no es eso, lo que me sorprende es que, mientras nosotros nos rompíamos los cuernos, haya sido Catarella quien haya llegado desde hace tiempo a esta misma conclusión.

– ¡Eso quiere decir que jamás has comprendido quién es Catarella! -dijo el comisario.

– Pues no. ¿Quién es?

– Catarella es un niño dentro del cuerpo de un hombre. Por eso razona con la mente de un niño, de un chiquillo de siete años…

– ¿Y qué quieres decir con eso?

– Con eso quiero decir que Catarella tiene la fantasía, las ocurrencias y las salidas de un niño. Y, como tal, dice lo que piensa sin el menor reparo. Y a menudo acierta. Porque la realidad que vemos los adultos es distinta de la que ven los niños.

– En resumen, ¿qué hacemos ahora? -terció Fazio.

– Eso mismo quería preguntaros yo a vosotros -dijo Montalbano.

– Dottore, si el dottore Augello me lo permite, tomo la palabra. Quiero decir que el asunto no es tan sencillo. Hoy por hoy este hombre, Lococo o Errera, no importa, no consta oficialmente en ninguna parte como víctima de asesinato, ni en la Jefatura Superior ni en la Fiscalía, sino como alguien que se ahogó fortuitamente. Por eso me pregunto: ¿con qué pretexto abrimos un expediente y proseguimos las investigaciones?

El comisario lo pensó un poco.

– Hagamos lo de la llamada anónima -dijo al final.

Augello y Fazio lo miraron con expresión inquisitiva.

– Funciona siempre. Lo he hecho otras veces, estad tranquilos.

Sacó del sobre la fotografía de Errera con bigote y se la extendió a Fazio.

– Llévala enseguida a Retelibera y se la entregas en mano a Nicolò Zito. Dile de mi parte que necesito que emita un llamamiento urgente en el telediario de este mediodía. Tiene que decir que los familiares de Ernesto Lococo están desesperados porque no tienen noticias suyas desde hace dos meses. Vamos, lárgate ya.

Sin decir ni pío, Fazio se levantó y se retiró. Montalbano estudió detenidamente a Mimì, como si en ese momento hubiera descubierto su presencia. Augello, que conocía aquella mirada, se removió molesto en la silla.

– Salvo, ¿qué coño se te está pasando por la cabeza?

– ¿Cómo está Beba?

Mimì lo miró perplejo.

– Ya me lo has preguntado, Salvo. Está mejor.

– Por consiguiente, está en condiciones de efectuar una llamada.

– Por supuesto. ¿A quién?

– Al fiscal Tommaseo.

– ¿Y qué tiene que decirle?

– Deberá interpretar una escena. Media hora después de que Zito haya mostrado la fotografía en la televisión, Beba tiene que efectuar una llamada anónima al dottor Tommaseo y decirle, en tono histérico, que ella ha visto a aquel hombre, que lo ha reconocido perfectamente, sin lugar a dudas.

– ¿Cómo? ¿Dónde? -preguntó molesto Mimì, a quien el hecho de meter a Beba en el asunto no le hacía la menor gracia.

– Mira, tiene que decirle que hace cosa de un par de meses vio a ese hombre en Spigonella. Dos hombres lo estaban moliendo a golpes. En determinado momento consiguió librarse y se dirigió hacia el coche en el que estaba Beba, pero los otros volvieron a cogerlo y se lo llevaron.

– ¿Y qué hacía Beba en ese coche?

– Estaba haciendo guarradas con uno.

– ¡Venga, hombre! ¡Eso Beba jamás lo dirá! ¡Y a mí tampoco me hace ninguna gracia!

– ¡Sin embargo, es fundamental! Tú ya sabes cómo es Tommaseo, ¿no? Las historias de sexo le encantan. Éste es el anzuelo apropiado para él, verás como pica. Es más, si Beba pudiera inventarse algún detalle escabroso…

– ¿Pero es que te has vuelto loco?

– Alguna cochinadita…

– ¡Salvo, tienes una mente enferma!

– Pero ¿por qué te enfadas? Yo quería decir… no sé, cualquier bobada; por ejemplo, que, como estaban desnudos, no pudieron intervenir…

– Bueno. ¿Y después?

– Después, cuando te llame Tommaseo, tú…

– Perdona, ¿por qué dices que Tommaseo me va a llamar a mí y no a ti?

– Porque esta tarde yo no estaré. Debes decirle que nosotros ya estamos siguiendo una pista, porque habíamos recibido la denuncia de la desaparición, y que necesitamos una orden de registro en blanco.

– ¡¿En blanco?!

– Sí, señor, porque yo sé dónde está ese chalet de Spigonella, pero no a quién pertenece ni si vive alguien en él. ¿He hablado claro?

– Clarísimo -dijo Mimì en tono malhumorado.

– Ah, otra cosa, que te den también autorización para interceptar las llamadas que haga o reciba Gaetano Marzilla, domiciliado en Via Francesco Crispi dieciocho, Montelusa. Cuanto antes podamos escuchar sus conversaciones, mejor.

– ¿Y qué pinta en todo esto el tal Marzilla?

– Mimì, en esta investigación no pinta nada, pero puede serme útil para un asunto que tengo en la cabeza. Te lo diré con una frase hecha, de las que a ti te gustan: quiero cazar dos pájaros de un tiro.

– Pero…

– Mimì, déjalo estar, si no quieres que el tiro que tenía para los dos pájaros te…

– Entendido, entendido.

Fazio se presentó al cabo de menos de media hora.

– Listo. Zito emitirá el llamamiento en el telediario de las catorce horas y pondrá la fotografía. Le envía saludos.

E hizo ademán de retirarse.

– Espera.

Fazio se detuvo con la certeza de que el comisario seguiría adelante y le diría algo. Sin embargo, Montalbano no habló. Se limitó a mirarlo. Fazio, que lo conocía, se sentó. El comisario lo siguió mirando, pero Fazio sabía que, en realidad, no lo estaba mirando a éclass="underline" tenía los ojos clavados en él, pero no lo veía, porque su cabeza estaba perdida cualquiera sabía dónde. Y, en efecto, Montalbano se estaba preguntando si no convendría pedirle a Fazio que le echara una mano. Aunque, si le contaba la historia del pequeño inmigrante, ¿cómo se lo tomaría? ¿No le diría que se trataba de una fantasía suya sin ningún fundamento? Pero quizá, contándoselo a medias, conseguiría obtener alguna información sin arriesgarse demasiado.

– Oye, Fazio, ¿tú sabes si en nuestra zona hay inmigrantes clandestinos que trabajan ilegalmente?

Fazio no pareció sorprenderse de la pregunta.

– Hay muchísimos, dottore. Pero no exactamente en nuestra zona.

– ¿Pues dónde?

– Donde hay invernaderos, viñedos, huertas, naranjales… En el norte trabajan en la industria, pero aquí, como no la hay, realizan labores agrícolas.

La conversación se estaba volviendo demasiado genérica. Montalbano decidió delimitar el campo.

– ¿Hay algún pueblo en nuestra provincia donde existan posibilidades de trabajo para los inmigrantes clandestinos?

– Sinceramente, dottore, no estoy en condiciones de elaborar una lista exhaustiva. ¿Por qué le interesa?

Era la pregunta que más temía.

– Pues… no sé… por pura curiosidad…

Fazio se levantó, se dirigió a la puerta, la cerró y volvió a sentarse.