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– Dottore -dijo-, ¿tiene la bondad de contármelo todo?

Y Montalbano cedió y se lo contó todo, desde aquella maldita noche en el muelle hasta su último encuentro con Marzilla.

– En los invernaderos de Montechiaro trabajan más de cien clandestinos. Es posible que el niño se escapara de allí. El lugar donde fue arrollado por el coche se encuentra a no más de cinco kilómetros.

– ¿No podrías hacer averiguaciones? -se aventuró a preguntar el comisario-. Pero sin decir nada aquí, en la comisaría.

– Puedo intentarlo -dijo Fazio.

– ¿Tienes alguna idea para empezar?

– No sé… podría intentar elaborar una lista de los que les alquilan las casas… ¡qué digo casas!… los establos, los huecos bajo las escaleras, los estercoleros… ¡Los meten en auténticos trasteros sin ventanas! Lo hacen de forma ilegal, y llegan a ganar millones de liras. Pero puede que lo consiga. En cuanto tenga la lista, intentaré averiguar si alguno de estos clandestinos se ha reunido recientemente con su mujer…, no será tarea fácil, ya se lo digo de entrada.

– Lo sé. Y te lo agradezco.

Pero Fazio no se levantó de la silla.

– Y esta noche, ¿qué?

El comisario lo comprendió al vuelo, pero puso cara de inocente angelito.

– No entiendo.

– ¿Adónde irá Marzilla a las diez y media?

Montalbano se lo dijo.

– Y usted, ¿qué hará?

– ¿Yo? ¿Qué quieres que haga? Nada.

– Dottore, ¿no tendrá pensado algo?

– ¡No, hombre, no, quédate tranquilo!

– ¡En fin! -dijo Fazio, levantándose.

Una vez en la puerta, se detuvo y se volvió.

– Dottore, si quiere, esta noche la tengo libre y…

– ¡Pero qué pesado eres! ¡Qué manía!

– Como si yo no conociera a usía -murmuró Fazio abriendo la puerta para retirarse.

– ¡Enciende enseguida la televisión! -le ordenó a Enzo nada más entrar en la trattoria.

El hombre lo miró sorprendido.

– ¡No puedo creerlo!… Cuando está encendida, quiere que la apaguemos, y ahora que está apagada, quiere que la encendamos.

– Puedes quitarle el sonido, si quieres -dijo Montalbano, haciendo una concesión.

Nicolò Zito cumplió la promesa. En un momento del telediario (colisión entre dos camiones, derrumbamiento de un edificio, un hombre con la cabeza abierta sin que nadie supiera qué le había ocurrido, un coche incendiado, un cochecito de niño volcado en medio de la calzada, una mujer que se arrancaba los cabellos, un obrero caído desde un andamio, un sujeto víctima de un disparo en un bar), apareció la fotografía de Errera con bigote, lo que significaba vía libre para la escena que debería interpretar Beba. Sin embargo, el efecto de aquellas imágenes fue que se le pasó el apetito. Antes de regresar al despacho, dio un paseo de consolación hasta el faro.

La puerta golpeó contra la pared descascarillando el revoque, Montalbano se sobresaltó y apareció Catarella. Ritual cumplido.

– ¡Catarella!… ¡El día menos pensado provocarás el derrumbe de todo el edificio!

– Pido comprensión y perdón, dottori, pero es que, cuando me encuentro delante de su puerta cerrada, me emociono y se me va la mano.

– Pero ¿qué es lo que te emociona?

– Todo lo que se relaciona con usía, dottori.

– ¿Qué querías?

– Ha llegado Poncio Pilato.

– Hazlo entrar. Y no me pases ninguna llamada.

– ¿Ni siquiera del señor jefe superior?

– Ni siquiera de él.

– ¿Ni siquiera de la señorita Livia?

– Catarè, no estoy para nadie. ¿Lo quieres entender o te lo hago entender yo?

– Lo he entendido, dottori.

Catorce

Montalbano se levantó para recibir al periodista, pero se quedó a medio camino, alucinado ante el espectáculo. Porque en el umbral acababa de aparecer algo que, a primera vista, le había parecido un enorme ramo de lirios andante. Sin embargo, se trataba de un hombre de unos cincuenta años, enteramente vestido de distintos matices de azul violáceo. Era una especie de perro gozque redondo, con cara redonda, tripita redonda, gafas redondas y sonrisa redonda. Lo único que no era redondo era la boca, de labios tan carnosos y rojos que parecían falsos, como pintados. Seguramente en un circo habría triunfado como payaso. Se acercó tan rápido como una peonza y le tendió la mano. El comisario tuvo que inclinarse hacia delante, con la tripa apoyada en el escritorio, para estrechársela.

– Siéntese.

El ramo de lirios se sentó. Montalbano no podía dar crédito a lo que su olfato detectaba: aquel hombre olía a lirios. Soltando maldiciones por dentro, el comisario se dispuso a perder una hora de tiempo. Tal vez menos. Ya encontraría cualquier excusa para quitárselo de encima. En cualquier caso, lo mejor sería preparar enseguida el terreno.

– Usted me perdonará, señor Pilato…

– Melato.

¡Maldito Catarella!

– … Melato, pero el caso es que ha venido usted en un día verdaderamente imposible. Dispongo de muy poco tiempo…

El periodista levantó una manita pequeña, que al comisario le sorprendió que no fuera de color violeta sino rosado.

– Lo comprendo. Le robaré muy poco tiempo. Quería empezar con una pregunta…

– No, permítame que la pregunta se la haga yo a usted: ¿por qué y de qué quiere hablarme?

– Verá, comisario, yo estaba en el puerto la noche del desembarco de las dos patrulleras de la Armada, y lo vi a usted allí.

– Ya.

– Entonces me pregunté si tal vez un hombre como usted, un célebre investigador…

Se había equivocado. Cuando le dedicaban una alabanza o le hacían un cumplido, Montalbano se ponía en guardia, se cerraba como un erizo y se convertía en una bola espinosa.

– Mire usted, yo estaba allí por pura casualidad. Una cuestión de gafas.

– ¿De gafas? -preguntó el otro, estupefacto, y a continuación esbozó una astuta sonrisa-. Ya. ¡Veo que quiere despistarme!

Montalbano se levantó.

– Le estoy diciendo la verdad y usted no me cree. Creo que seguir con esto sería una pérdida de tiempo para mí y para usted. Buenos días.

El ramo de lirios se levantó y pareció marchitarse de golpe. Su manita estrechó la que el comisario le tendía.

– Buenos días -musitó, reptando hacia la puerta.

De repente, Montalbano se compadeció de él.

– Si le interesa el problema de los desembarcos de inmigrantes, puedo conseguir que lo reciba un compañero que…

– ¿El dottor Riguccio? Gracias, ya he hablado con él. Pero él ve el problema a grandes rasgos, y basta.

– Con un problema tan grande no es fácil ver los más pequeños.

– Queriendo, sí.

– ¿Y cuál es ese problema?

– El tráfico de niños -contestó Sozio Melato, al tiempo que abría la puerta y abandonaba el despacho.

Como en los dibujos animados, exactamente de la misma manera, esas dos palabras que el periodista acababa de pronunciar, «tráfico» y «niños», se solidificaron y aparecieron grabadas en negro en el aire, pues la estancia había desaparecido, todo se había desvanecido en el interior de una luz lechosa que las envolvía; al cabo de una millonésima de segundo ambas palabras se movieron, se entrelazaron la una con la otra, hasta que se convirtieron en dos serpientes que se atacaban y después se fundían, cambiando de color y convirtiéndose en un globo luminoso del que surgió una especie de rayo que alcanzó a Montalbano entre los ojos.

– ¡Virgen santa! -exclamó, agarrándose al escritorio.

En menos de un segundo, todas las piezas diseminadas del rompecabezas que se agitaban en su cerebro se colocaron en su sitio correspondiente, encajando a la perfección. Acto seguido, todo recuperó la normalidad y cada cosa volvió a presentarse con su forma y su color. Sin embargo, el que no conseguía recuperar la normalidad era él, pues no podía moverse y su boca se negaba obstinadamente a abrirse para llamar al periodista. Finalmente, consiguió coger el teléfono.