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– ¡Detén al periodista! -ordenó en tono furioso a Catarella.

Mientras se sentaba y se enjugaba el sudor de la frente, oyó que fuera se estaba armando un alboroto tremendo. Alguien gritaba (probablemente Catarella):

– ¡Detente, Poncio Pilato!

Otro decía (debía de ser el periodista):

– ¿Pero qué he hecho yo? ¡Déjenme!

Un tercero se aprovechaba (evidentemente, un cabrón que pasaba por allí):

– ¡Abajo la policía!

Finalmente la puerta del despacho se abrió con un golpe que aterrorizó al periodista, que acababa de aparecer a regañadientes en el umbral, empujado por Catarella.

– ¡Lo he pillado, dottori!

– Pero ¿qué ocurre? ¿Puedo saber por qué…?

– Discúlpeme, señor Melato. Un lamentable equívoco. Pase, por favor.

Mientras Melato, más confuso que convencido, entraba en el despacho, el comisario le ordenó bruscamente a Catarella:

– ¡Retírate y cierra la puerta!

El ramo de lirios estaba como desmayado sobre la silla y se había marchitado a ojos vista. Al comisario le entraron ganas de rociarlo con un poco de agua para reanimarlo. Pero quizá fuera mejor continuar la conversación como si nada hubiera ocurrido.

– Me estaba usted hablando de cierto tráfico…

Herí dicebamus. El «decíamos ayer» funcionó a la perfección. A Melato ni siquiera se le pasó por la cabeza pedir explicaciones por el trato que acababa de recibir. Recuperado, volvió a empezar.

– Usted, comisario, ¿no sabe nada de eso?

– Nada, se lo aseguro. Y le agradecería que…

– Sólo el año pasado, y cito datos oficiales, se encontraron en Italia casi quince mil menores no acompañados por ningún pariente.

– ¿Está diciéndome que vinieron solos?

– Eso podría parecer a primera vista. De estos menores, hay que quitar aproximadamente la mitad.

– ¿Por qué?

– Son los que a estas alturas han alcanzado la mayoría de edad. Bueno, pues casi cuatro mil, un buen porcentaje, ¿eh?, procedían de Albania, Rumania, Yugoslavia y Moldavia. A éstos hay que añadir mil quinientos de Marruecos, más los de Argelia, Turquía, Iraq, Bangladesh y otros países. ¿Se hace una idea del panorama?

– Creo que sí. ¿Edad?

– Ahora se lo digo.

Se sacó una hoja de papel del bolsillo, la estudió y se la volvió a guardar en el bolsillo.

– Doscientos, de cero a seis años; mil trescientos dieciséis, de siete a catorce; novecientos noventa y cinco, de quince; dos mil dieciocho, de dieciséis, y tres mil novecientos veinticuatro, de diecisiete -recitó.

Miró al comisario y lanzó un suspiro.

– Pero éstos son los datos que conocemos. Sabemos a ciencia cierta que centenares de estos niños desaparecen en cuanto llegan a nuestro país.

– ¿Y qué es de ellos?

– Comisario, hay organizaciones criminales que se encargan de traerlos aquí. Estos niños valen muchísimo. Son una mercancía exportable.

– ¿Y qué hacen con ellos?

Sozio Melato pareció sorprenderse.

– ¿Y usted lo pregunta? Hace poco un fiscal de Trieste reunió una enorme cantidad de pruebas, interceptando llamadas telefónicas que hablaban de la compra-venta de estos niños para trasplante de órganos. Las peticiones de trasplante aumentan constantemente. Muchos otros caen en manos de pedófilos. Pagan por ellos cifras elevadísimas. Tenga en cuenta que estos niños, solos, sin padres ni nadie que los reclame, están muy buscados por ese tipo de gente, pues pueden practicar con ellos cierto tipo de pedofilia extrema.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Montalbano con la boca abrasada.

– La que entraña la tortura y la muerte de la víctima, para mayor placer del pedófilo.

– Ah.

– Después está el negocio de la mendicidad organizada. Los explotadores de estos niños son muy imaginativos… He hablado con un niño albanés que había sido secuestrado y cuyo padre consiguió recuperarlo. Le hicieron una profunda herida en la rodilla y dejaron deliberadamente que se le infectara. De esa manera, la gente se compadecía más de él. A otro le cortaron la mano, a otro…

– Discúlpeme un momento. Acabo de recordar que tengo que hacer una cosa -dijo el comisario, levantándose.

Tras cerrar la puerta, salió disparado. Catarella, perplejo, vio pasar al comisario corriendo como un velocista de los cien metros, con los codos levantados a la altura del pecho y la zancada alta y decidida. En un visto y no visto Montalbano llegó al bar que había a dos pasos de la comisaría y que en aquellos momentos estaba desierto. Se acodó en la barra y pidió:

– Ponme un whisky triple, sin hielo.

El camarero se lo sirvió sin decir nada. Montalbano se lo bebió de dos tragos, pagó y se fue.

Catarella se encontraba de pie, como una estaca, montando guardia delante de la puerta de su despacho.

– ¿Qué haces aquí?

– Dottori, estoy vigilando al sujeto -contestó Catarella, señalando con la cabeza hacia el despacho-. Por si al sujeto le entraran ganas de volver a escaparse.

– Muy bien, ya puedes retirarte.

El periodista no se había movido de su sitio. Montalbano se sentó detrás del escritorio. Ya se encontraba mejor. Ahora tendría la fuerza necesaria para escuchar nuevos horrores.

– Entonces estos niños no embarcan solos…

– Comisario, ya le he dicho que detrás de ellos hay una poderosa organización criminal. Algunos llegan por su cuenta, pero son una minoría. La mayoría vienen acompañados.

– ¿Por quién?

– Por personas que se hacen pasar por sus padres.

– ¿Cómplices?

– Bueno, yo no los llamaría así. Verá, el precio del embarque es muy elevado, y los inmigrantes deben hacer enormes sacrificios para conseguir un pasaje. Sin embargo, el coste puede reducirse a la mitad si introducen, junto con sus propios hijos, a un menor que no pertenece a su familia. Pero, aparte de los acompañantes que podríamos llamar «casuales», están los habituales, los que lo hacen con ánimo de lucro. Éstos sí forman parte, a todos los efectos, de la amplia organización criminal. Pero no siempre los pasan mezclados con inmigrantes clandestinos. Hay otros caminos. Le pondré un ejemplo. Un viernes de hace unos meses, atracó en el puerto de Ancona la motonave que transporta mercancías y pasajeros a Durazzo. En ella viajaba una albanesa de algo más de treinta años, Giulietta Petalli. En su permiso de residencia figura la fotografía de un niño, su hijo, que lleva de la mano. Cuando llegó a Pescara, donde vivía, el niño había desaparecido. Resumiendo: la Brigada Móvil de Pescara descubrió que la dulce Giulietta, su marido y un cómplice habían introducido en Italia a cincuenta y seis niños. Y todos se habían desvanecido. ¿Qué le ocurre, comisario, se encuentra mal?

Un flash. Montalbano sintió una dentellada en el estómago. Por un instante se vio sujetando al niño de la mano y devolviéndolo a la que creía que era su madre… Y vio también aquella mirada, aquellos ojos enormemente abiertos que ya jamás conseguiría olvidar.

– ¿Por qué? -preguntó en tono indiferente.

– Se ha puesto muy pálido.

– Me ocurre de vez en cuando; es una cosa de la circulación, no se preocupe. Dígame una cosa; si este indigno tráfico tiene lugar en el Adriático, ¿por qué ha venido a nosotros?

– Muy fácil. Porque estos nuevos mercaderes de esclavos se han visto obligados a cambiar de ruta. La que han utilizado durante años ya es demasiado conocida y las interceptaciones por parte de la policía son más frecuentes. Por tanto, han ampliado las rutas que ya existían en el Mediterráneo. Y eso ocurrió cuando el tunecino Baddar Gafsa se convirtió en el jefe indiscutible de la organización.