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– Déjalo -dijo Mimì, visiblemente nervioso-. Quería comentarte que ha llamado Tommaseo. Le he dicho que nos encargaríamos nosotros del asunto, pero no ha querido concedernos la autorización para registrar el chalet ni está dispuesto a pincharle el teléfono a Marzilla. Por consiguiente, toda la representación teatral que has organizado no ha servido para una mierda.

– ¡Qué se le va a hacer, nos las arreglaremos solos! Pero ¿quieres explicarme por qué estás de tan mal humor?

– ¿Quieres saberlo? -explotó Augello-. Porque cuando Beba ha llamado al fiscal Tommaseo, yo tenía pegada la oreja al auricular y he oído las preguntas que el muy cerdo le ha hecho. Cuando ha terminado de contarle lo que había visto, él ha empezado a preguntarle: «¿Usted estaba sola en el coche?» Y Beba con cierta vergüenza: «No, con mi novio.» Y éclass="underline" «¿Qué hacían?» Y Beba, simulando avergonzarse todavía más: «Bueno, es que…» Y el cerdo: «¿Hacían el amor?» Beba, con un hilillo de voz: «Sí…» Y éclass="underline" «¿Completaron la relación?» Aquí Beba ha titubeado y el muy guarro le ha dicho que se trataba de datos necesarios para definir el marco de la situación. Y entonces ella se ha lanzado. Le ha cogido gusto a la cosa. ¡No te digo los detalles que se ha inventado! ¡Y, cuantas más cosas decía, más se emocionaba aquel puerco! ¡Quería que Beba fuera personalmente a la fiscalía! Quería saber cómo se llamaba y qué aspecto tenía. Resumiendo, cuando ha colgado, hemos acabado peleándonos. Pero yo me pregunto: ¿de dónde habrá sacado ella ciertos detalles?

– ¡Vamos, Mimì, no seas niño! ¿Qué te pasa, te has puesto celoso?

Mimì lo miró un buen rato.

– Sí -contestó. Y se fue.

– ¡Envíame a Catarella! -le gritó el comisario.

– ¡A sus órdenes, dottori! -dijo Catarella, presentándose de inmediato.

– Si no recuerdo mal, tú vas a menudo a ver a tu hermano, el que tiene una casa cerca de cabo Russello.

– Sí, señor dottori. En el pueblo de Lampisa.

– Bien. ¿Puedes explicarme cómo se llega hasta allí?

– Dottori, ¿qué necesidad tiene de que se lo explique? ¡Lo acompaño yo personalmente!

– Gracias, pero es un asunto que tengo que resolver yo solo, no te lo tomes a mal. Bueno, ¿me lo explicas?

– Sí, señor. Usted toma la carretera de Montereale y la recorre hasta el final. Sigue unos tres kilómetros más y a la izquierda verá una flecha que dice cabo Russello.

– Y giro ahí…

– No, señor. Sigue adelante. A la izquierda verá otra flecha que dice Punta Rossa.

– Y giro…

– No, señor. Sigue adelante. Después verá una flecha que dice Lampisa. Y ahí gira.

– Muy bien, gracias.

– Dottori, la flecha que dice Lampisa lo dice por decir algo. Si uno la sigue no llega a Lampisa ni loco.

– Pues entonces, ¿qué debo hacer?

– Cuando ya ha tomado el camino de Lampisa, a unos cincuenta metros a la derecha antes había una gran verja de hierro forjado que ahora ya no está.

– ¿Y cómo puedo ver una verja que ya no existe?

– Muy fácil, dottori. Porque donde antes estaba la verja hay dos hileras de encinas. Aquello era la propiedad del barón Vella, pero ahora no es propiedad de nadie. Cuando llegue al final de la alameda y encuentre la mansión en ruinas del barón Vella, gire en la última encina que hay a la izquierda. Y, a unos trescientos metros escasos, está el caserío de Lampisa.

– ¿Y éste es el único camino para llegar allí?

– Según.

– ¿Según qué?

– Si va a pie o en coche.

– En coche.

– Pues entonces, es el único, dottori.

– ¿Queda muy lejos el mar?

– A menos de cien metros, dottori.

¡Comer o no comer! Ésa era la cuestión: ¿era más prudente aguantar las punzadas de un apetito terrible o era preferible burlarse de ellas e ir a llenar la tripa a Enzo? El dilema shakespeariano se le planteó cuando, al mirar el reloj, se dio cuenta de que eran casi las ocho. Si cedía al apetito, sólo podría dedicarle una hora escasa a la cena, lo que implicaba que debería imprimir a sus movimientos masticatorios un ritmo a lo Charlot en Tiempos modernos. Sin embargo, una cosa era segura, que comer deprisa no era comer, como mucho alimentarse. Una diferencia sustancial, pues en ese momento no necesitaba alimentarse como un animal o un árbol, él tenía ganas de comer disfrutando de cada bocado y tomándose el tiempo que hiciera falta. No, no era el caso. Y, para no caer en la tentación, no abrió ni el horno ni el frigorífico. Se quitó la ropa y se duchó. Después se puso unos vaqueros y una camisa de cazador de osos canadiense. Pensó que no sabía cómo irían las cosas y se le planteó una duda: ¿ir armado o no ir armado? Ante la duda, lo mejor sería llevar la pistola. Después se puso una cazadora marrón de piel que tenía un bolsillo interior muy grande. No quería que Ingrid lo viera cogiendo el arma, así que fue a por ella. Fue al coche, abrió la guantera, cogió la pistola, la introdujo en el bolsillo interior de la cazadora, se inclinó para cerrar la guantera, el arma le resbaló del bolsillo, cayó al suelo del coche, Montalbano soltó una maldición, se puso de rodillas porque el arma había ido a parar debajo del asiento, la cogió, cerró el coche y volvió a entrar en la casa. La cazadora le daba calor, se la quitó y la dejó sobre la mesa. Decidió que una llamada a Livia no estaría de más. Levantó el auricular, marcó el número, escuchó el primer tono y simultáneamente llamaron a la puerta. ¿Abrir o no abrir? Colgó el auricular y fue a abrir. Era Ingrid, que llegaba con cierto adelanto. Más guapa que de costumbre, si es que eso era posible. ¿Besarla o no besarla? El dilema lo resolvió la sueca besándolo a él.

– ¿Cómo estás?

– Me siento un poco hamletiano.

– No entiendo.

– No tiene importancia. ¿Has venido con el coche de tu marido?

– Sí.

– ¿Qué coche es?

Pregunta estrictamente formaclass="underline" de marcas de automóviles, Montalbano no entendía ni torta. Y de motores, tampoco.

– Un BMW trescientos veinte.

– ¿De qué color?

Esta pregunta, en cambio, era interesada. Conociendo lo gilipollas que era el marido de Ingrid, era capaz de haber pintado la carrocería a rayas rojas, verdes y amarillas con topitos azules.

– Gris oscuro.

Menos mal. Cabía la posibilidad de que no los descubrieran y los tirotearan a la primera de cambio.

– ¿Has cenado? -preguntó la sueca.

– No. ¿Y tú?

– Yo tampoco. Si nos queda tiempo, después podríamos… Por cierto, ¿qué vamos a hacer?

– Te lo explicaré por el camino.

Sonó el teléfono. Era Marzilla.

– Comisario, el coche que me han traído es un Jaguar. Dentro de cinco minutos salgo de casa -le comunicó con voz trémula.

Y colgó.

– Si estás lista, podemos irnos -dijo Montalbano.

Con gesto despreocupado, cogió la cazadora al revés, y la pistola resbaló del bolsillo y cayó al suelo. Ingrid pegó un brinco hacia atrás, asustada.

– La cosa va en serio, ¿no?

Siguiendo las instrucciones de Catarella, no se equivocaron ni una vez. Al cabo de media hora de haber salido de Marinella, media hora que Montalbano utilizó para informar a Ingrid, llegaron a la alameda de las encinas. La recorrieron y al final, a la luz de los faros, descubrieron las ruinas de una mansión señorial.

– Continúa recto. No sigas la carretera ni gires a la izquierda. Esconderemos el coche detrás de la casa -dijo Montalbano.

Ingrid lo hizo así. Detrás de la casa no había más que una desolada campiña. La sueca apagó los faros y bajaron. La luna iluminaba el paisaje como si fuera de día y el silencio era tan profundo que infundía temor. Ni siquiera ladraban los perros.