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– ¿Y ahora? -preguntó Ingrid.

– Ahora dejaremos el coche aquí y buscaremos un lugar desde donde se vea la alameda. Así podremos controlar los coches que pasan.

– ¿Qué coches? -dijo Ingrid-. Por aquí no pasan ni los grillos.

Echaron a andar.

– De todos modos, podríamos hacer como en las películas -dijo la sueca.

– ¿Y qué hacen en las películas?

– Vamos, Salvo, ¿es que no lo sabes? La pareja de policías, él y ella, fingen ser una pareja de enamorados. Para no despertar sospechas, se abrazan y se besan mientras vigilan.

Habían llegado delante de la mansión en ruinas, a unos treinta metros de la encina donde la carretera giraba hacia el caserío de Lampisa. Se sentaron sobre un muro derruido y Montalbano encendió un cigarrillo. Un coche había enfilado la alameda y circulaba muy despacio, tal vez porque quien conducía no conocía bien el camino. De repente, Ingrid se levantó, le tendió la mano al comisario, lo ayudó a levantarse y lo abrazó con fuerza. El coche avanzaba muy despacio. Montalbano tuvo la sensación de haber entrado todo él en el interior de un albaricoquero. El perfume lo embriagó y le removió todo lo que se podía remover. Ingrid lo seguía estrechando con fuerza. En determinado momento le murmuró al oído:

– Siento algo que se mueve.

– ¿Dónde? -preguntó Montalbano, que mantenía la barbilla apoyada en su hombro y la nariz hundida entre sus cabellos.

– Entre tú y yo, abajo -dijo Ingrid.

Montalbano notó que se ruborizaba y trató de apartar la pelvis, pero la sueca se le pegó como una lapa.

– No seas bobo.

Por un instante, los faros del coche los iluminaron de lleno, después de la última encina giraron a la izquierda y desaparecieron.

– Era tu coche, un Jaguar -dijo Ingrid.

Montalbano le agradeció a Dios que Marzilla hubiera llegado puntual. No habría conseguido resistir un minuto más. Se apartó de la sueca respirando afanosamente.

No fue una persecución porque en ningún momento Marzilla y los otros dos ocupantes del Jaguar tuvieron la sensación de que un coche los seguía. Ingrid era una conductora excepcional y hasta que llegaron a la carretera provincial de Vigàta condujo con los faros apagados, guiada tan sólo por el resplandor de la luna. Marzilla no circulaba demasiado rápido, lo que facilitaba la vigilancia. En el fondo, se trataba de eso, de vigilar. El Jaguar de Marzilla tomó la carretera de Montelusa.

– Este paseo me está resultando bastante aburrido -dijo Ingrid.

Montalbano no contestó.

– ¿Por qué has cogido la pistola? -insistió en preguntar la sueca-. No te está sirviendo de mucho.

– ¿Estás decepcionada? -preguntó el comisario.

– Sí, esperaba algo más emocionante.

– Bueno, todavía no sabemos lo que puede ocurrir. Así que no pierdas la esperanza.

Pasado Montelusa, el Jaguar tomó la carretera de Montechiaro.

Ingrid bostezó.

– Casi me apetece que nos descubran.

– ¿Por qué?

– Para que se anime un poco la cosa.

– ¡No seas cabrona!

El Jaguar dejó atrás Montechiaro y siguió la carretera que conducía a la costa.

– Ahora conduce tú -dijo Ingrid-. Yo estoy cansada.

– Ni hablar.

– ¿Por qué?

– En primer lugar, porque dentro de poco en la carretera ya no circularán coches y tendremos que apagar las luces para que no nos descubran. Y yo no sé conducir a la luz de la luna.

– ¿Y en segundo?

– En segundo porque tú este camino lo conoces mucho mejor que yo, sobre todo de noche.

Ingrid se volvió un instante a mirarlo.

– ¿Tú sabes adónde van?

– Sí.

– ¿Adónde?

– Al chalet de tu ex amigo Ninì Lococo, como se hacía llamar.

El BMW derrapó y estuvo a punto de acabar en plena campiña, pero Ingrid controló la situación. No dijo nada. Al llegar a Spigonella, en lugar de seguir el camino que el comisario conocía, giró a mano derecha.

– Esta no es la…

– Lo sé -dijo Ingrid-. Pero no podemos seguir al Jaguar. Hay un solo camino que conduce al promontorio y, por consiguiente, a la casa. Seguro que nos descubrirían.

– ¿Y qué estás haciendo?

– Te estoy llevando a un sitio desde el que se ve la fachada del chalet. Además, llegaremos antes que ellos.

Ingrid detuvo el BMW al borde del acantilado, detrás de una especie de bungalow de estilo moruno.

– Bajemos. Desde aquí no pueden ver nuestro coche, y nosotros sí podemos observar lo que hacen ellos.

Rodearon el bungalow. A la izquierda se veía el promontorio con el camino particular que llevaba al chalet. Al cabo de menos de un minuto, el Jaguar se detuvo delante de la verja cerrada. Se oyeron dos brevísimos bocinazos, seguidos de otro largo. Entonces se abrió la puerta de la planta baja y se vio a contraluz la sombra de un hombre que abría la verja. El Jaguar entró y el hombre fue tras él, dejando la verja abierta.

– Vámonos -dijo Montalbano-. Aquí ya no hay nada más que ver.

Subieron al coche.

– Arranca -dijo el comisario-, y no enciendas las luces. Vamos a… ¿Recuerdas el chalet blanco y rojo que hay a la entrada de Spigonella?

– Sí.

– Montaremos guardia allí. Para regresar a Montechiaro hay que pasar a la fuerza por delante de él.

– ¿Y quién tiene que pasar por delante de él?

– El Jaguar.

Apenas habían llegado al chalet blanco y rojo, cuando el Jaguar pasó a toda velocidad y se alejó derrapando.

Estaba claro que Marzilla quería poner tierra de por medio entre su persona y los hombres a los que acababa de acompañar.

– ¿Qué hago? -preguntó Ingrid.

– Ahora veremos tu habilidad al volante -dijo Montalbano.

– No entiendo. ¿Qué quieres decir?

– Síguelo. Pítale, hazle luces, pégate a él, finge embestirlo. Quiero que le metas el miedo en el cuerpo al conductor.

– Déjalo de mi cuenta -dijo Ingrid.

Durante un breve trecho condujo con los faros apagados y a una distancia prudente, pero después, en un momento en que el Jaguar desapareció en una curva, aceleró, encendió todas las luces posibles e imaginables, dobló la curva y empezó a tocar el claxon como una loca.

Al ver aparecer aquel torpedo repentino, Marzilla debió de morirse del susto.

Al principio, el Jaguar zigzagueó y se apartó a la derecha, creyendo que el otro coche quería adelantarlo. Pero Ingrid no lo adelantó. Casi pegada al Jaguar, le hacía luces y le tocaba el claxon. Desesperado, Marzilla aceleró, pero la carretera no le permitía correr todo lo que habría querido. Ingrid no lo soltaba, su BMW parecía un perro rabioso.

– ¿Y ahora?

– Cuando puedas, lo adelantas, haces un trompo y te plantas en medio de la carretera con las luces largas.

– Eso está hecho. Abróchate el cinturón.

El BMW pegó un brinco, soltó un ladrido, adelantó al otro coche, siguió adelante, derrapó y giró sobre sí mismo. A pocos metros, el Jaguar se detuvo, iluminado de lleno. Montalbano cogió la pistola, sacó el brazo por la ventanilla y efectuó un disparo al aire.

– ¡Apaga las luces y baja con las manos arriba! -gritó, entreabriendo apenas la puerta.

Las luces del Jaguar se apagaron y apareció Marzilla con las manos en alto. Montalbano no se movió.

Marzilla se balanceaba como un árbol azotado por el viento.

– Se está meando encima -dijo Ingrid.

Montalbano permaneció inmóvil. Lentamente, unas gruesas lágrimas empezaron a resbalar por el rostro del auxiliar sanitario; después dio un paso adelante, arrastrando los pies.

– ¡Por el amor de Dios!

Montalbano no contestó.

– ¡Por el amor de Dios, don Pepè! ¿Qué quiere de mí? ¡He hecho lo que usía quería!

¡Y Montalbano sin moverse! Marzilla cayó de hinojos, juntando las manos en gesto de oración.

– ¡No me mate! ¡No me mate, señor Aguglia!

O sea que el usurero, el que lo llamaba para transmitirle las órdenes, era don Pepè Aguglia, el conocido empresario de la construcción. No había hecho falta pinchar ningún teléfono para averiguarlo. Marzilla, con la frente apoyada en el suelo, permanecía acurrucado, cubriéndose la cabeza con las manos. Cuando oyó que se acercaban a él, se acurrucó todavía más, sin poder reprimir los sollozos.

– Mírame, cabrón.

– ¡No, no!

– ¡Mírame! -repitió Montalbano, propinándole tal puntapié en las costillas que el cuerpo de Marzilla se elevó un instante en el aire y cayó boca arriba. Pero seguía manteniendo los ojos desesperadamente cerrados.

– Soy Montalbano. ¡Mírame!

Marzilla tardó un poco en comprender que la persona que tenía delante no era don Pepè Aguglia, sino el comisario. Se incorporó, manteniendo una mano apoyada en el suelo. Debía de haberse mordido la lengua, pues le salía un hilillo de sangre de la boca. El hedor era insoportable. No sólo se había meado, sino también cagado.

– Ah… ¿Es usía? ¿Por qué me ha seguido? -preguntó Marzilla, sorprendido.

– ¿Yo? -dijo Montalbano, inocente como un corderito-. Ha habido un malentendido. ¡Yo quería que te detuvieras, pero tú en cambio te has puesto a correr! Y entonces he pensado que te llevabas algo raro entre manos.

– ¿Qué… qué quiere de mí?

– Dime en qué lengua hablaban los dos que has llevado al chalet.

– En árabe, creo.

– ¿Quién te indicaba el trayecto que tenías que seguir?

– Uno de ellos, siempre el mismo.

– ¿Daba la impresión de que conocía la zona?

– Sí, señor.

– ¿Podrías describírmelos?

– Sólo a uno, el que me hablaba. Estaba completamente desdentado.

Por consiguiente, había llegado Jamil Zarzis, el lugarteniente de Gafsa.

– ¿Llevas móvil?

– Sí, señor. Está en el asiento del coche.

– ¿Te han llamado o has llamado tú a alguien después de haber dejado a esos tipos?

– No, señor.

Montalbano fue al Jaguar, cogió el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Marzilla no dijo nada.

– Ahora sube al coche y regresa a casa.

Marzilla trató de levantarse, pero le fue imposible.

– Yo te ayudo -dijo el comisario.

Lo cogió por los pelos y lo levantó de un tirón mientras el otro gritaba de dolor. Después, con un fuerte puntapié en el trasero, lo arrojó al interior del Jaguar. Marzilla tardó cinco minutos largos en ponerse en marcha, de tanto como le temblaban las manos. Montalbano esperó a que desaparecieran las lucecitas rojas antes de volver a sentarse al lado de Ingrid.

– No sabía que fueras capaz de… -dijo Ingrid.

– ¿De…?

– No sé cómo decirlo. De… tanta maldad.

– Yo tampoco -dijo Montalbano.

– Pero ¿qué ha hecho ese hombre?

– Ha hecho… le puso una inyección a un niño que no quería -contestó el comisario, a falta de otra respuesta mejor.

Ingrid lo miró, desconcertada.

– ¿Y tú te vengas en él del temor que te inspiraban las inyecciones cuando eras pequeño?

Puestos a psicoanalizar, Ingrid no podía saber que, maltratando a Marzilla, en realidad había querido maltratarse a sí mismo.

– Vámonos -dijo el comisario-. Llévame a Marinella. Estoy cansado.