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– ¡No me mate! ¡No me mate, señor Aguglia!

O sea que el usurero, el que lo llamaba para transmitirle las órdenes, era don Pepè Aguglia, el conocido empresario de la construcción. No había hecho falta pinchar ningún teléfono para averiguarlo. Marzilla, con la frente apoyada en el suelo, permanecía acurrucado, cubriéndose la cabeza con las manos. Cuando oyó que se acercaban a él, se acurrucó todavía más, sin poder reprimir los sollozos.

– Mírame, cabrón.

– ¡No, no!

– ¡Mírame! -repitió Montalbano, propinándole tal puntapié en las costillas que el cuerpo de Marzilla se elevó un instante en el aire y cayó boca arriba. Pero seguía manteniendo los ojos desesperadamente cerrados.

– Soy Montalbano. ¡Mírame!

Marzilla tardó un poco en comprender que la persona que tenía delante no era don Pepè Aguglia, sino el comisario. Se incorporó, manteniendo una mano apoyada en el suelo. Debía de haberse mordido la lengua, pues le salía un hilillo de sangre de la boca. El hedor era insoportable. No sólo se había meado, sino también cagado.

– Ah… ¿Es usía? ¿Por qué me ha seguido? -preguntó Marzilla, sorprendido.

– ¿Yo? -dijo Montalbano, inocente como un corderito-. Ha habido un malentendido. ¡Yo quería que te detuvieras, pero tú en cambio te has puesto a correr! Y entonces he pensado que te llevabas algo raro entre manos.

– ¿Qué… qué quiere de mí?

– Dime en qué lengua hablaban los dos que has llevado al chalet.

– En árabe, creo.

– ¿Quién te indicaba el trayecto que tenías que seguir?

– Uno de ellos, siempre el mismo.

– ¿Daba la impresión de que conocía la zona?

– Sí, señor.

– ¿Podrías describírmelos?

– Sólo a uno, el que me hablaba. Estaba completamente desdentado.

Por consiguiente, había llegado Jamil Zarzis, el lugarteniente de Gafsa.

– ¿Llevas móvil?

– Sí, señor. Está en el asiento del coche.

– ¿Te han llamado o has llamado tú a alguien después de haber dejado a esos tipos?

– No, señor.

Montalbano fue al Jaguar, cogió el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Marzilla no dijo nada.

– Ahora sube al coche y regresa a casa.

Marzilla trató de levantarse, pero le fue imposible.

– Yo te ayudo -dijo el comisario.

Lo cogió por los pelos y lo levantó de un tirón mientras el otro gritaba de dolor. Después, con un fuerte puntapié en el trasero, lo arrojó al interior del Jaguar. Marzilla tardó cinco minutos largos en ponerse en marcha, de tanto como le temblaban las manos. Montalbano esperó a que desaparecieran las lucecitas rojas antes de volver a sentarse al lado de Ingrid.

– No sabía que fueras capaz de… -dijo Ingrid.

– ¿De…?

– No sé cómo decirlo. De… tanta maldad.

– Yo tampoco -dijo Montalbano.

– Pero ¿qué ha hecho ese hombre?

– Ha hecho… le puso una inyección a un niño que no quería -contestó el comisario, a falta de otra respuesta mejor.

Ingrid lo miró, desconcertada.

– ¿Y tú te vengas en él del temor que te inspiraban las inyecciones cuando eras pequeño?

Puestos a psicoanalizar, Ingrid no podía saber que, maltratando a Marzilla, en realidad había querido maltratarse a sí mismo.

– Vámonos -dijo el comisario-. Llévame a Marinella. Estoy cansado.

Dieciséis

Era mentira, no estaba cansado en absoluto. Al contrario, estaba deseando hacer lo que se le había metido en la cabeza. Pero tenía que librarse cuanto antes de Ingrid, no podía perder ni un minuto. Despachó a la sueca sin dejar traslucir la prisa que tenía, le dio infinitas gracias y besos y le prometió que volverían a verse el sábado siguiente. Una vez solo en su casa de Marinella, el comisario se transformó en el protagonista de una película cómica en cámara rápida, en un buscapiés que zigzagueaba por las habitaciones en una búsqueda desesperada. ¿Dónde coño había ido a parar el traje de submarinista que se había puesto la última vez -de eso hacía por lo menos dos años-, cuando había tenido que sumergirse en busca del coche del contable Gargano? Puso la casa patas arriba, y al final lo encontró en un cajón interior del armario, debidamente envuelto en celofán. Sin embargo, la búsqueda que más lo enfureció fue la de la funda de la pistola, que, aunque no la utilizaba nunca, también debía estar en algún sitio. Y, en efecto, resultó que estaba en el cuarto de baño, en el interior del mueble zapatero, debajo de un par de pantuflas que jamás en su vida se le había pasado por la cabeza ponerse. Lo de guardarla allí debía de haber sido una ocurrencia de Adelina. Ahora la casa daba la impresión de haber sido registrada por una horda de lansquenetes borrachos. A la mañana siguiente haría bien en evitar tropezarse con su asistenta Adelina, que se pondría de un humor de perros al ver semejante desorden.

Se desnudó, se enfundó el traje de submarinista y se puso encima los vaqueros y la cazadora. Fue a mirarse en el espejo: primero le entraron ganas de soltar una carcajada, pero después sintió vergüenza de sí mismo. Parecía que lo hubieran caracterizado para rodar una película. ¿Estaban en carnaval o qué?

– Me llamo Bond. James Bond -le dijo a su imagen.

Se tranquilizó pensando que a esas horas no se tropezaría con ningún conocido. Preparó café y se tomó tres tazas seguidas. Antes de salir, consultó el reloj. Calculaba que hacia las dos de la madrugada estaría de nuevo en Spigonella.

Estaba tan lúcido y decidido que enseguida encontró el camino que había seguido Ingrid para llegar al lugar desde el que se veía el chalet. Los últimos cien metros los recorrió con las luces apagadas. Su único temor era caer por el acantilado. Cuando llegó al bungalow de estilo moruno, cogió los gemelos y bajó del coche. A través de las ventanas no se filtraba el menor rayo de luz, el chalet parecía deshabitado. Sin embargo, en su interior había al menos tres hombres. Con cautela, arrastrando los pies como hacen las personas que no ven bien, se acercó al borde del acantilado y miró hacia abajo. No se veía nada. Sólo se oía el rumor del mar, que estaba un poco agitado. Miró a través de los gemelos para ver si detectaba algún movimiento, pero a duras penas se distinguían las sombras algo más oscuras de las rocas.

A mano derecha, a unos diez metros, vio una escalera estrecha y empinada que había sido excavada en la pared de la roca. Si bajarla de día ya era una hazaña digna de un soldado de un regimiento alpino, no digamos en la oscuridad de la noche. Sin embargo, no tenía alternativa. Regresó al coche, se quitó los vaqueros y la cazadora, cogió la pistola, abrió la portezuela, colocó la ropa dentro, cogió la linterna sumergible, sacó las llaves de la guantera, volvió a cerrar la portezuela sin hacer ruido y escondió las llaves detrás de la rueda posterior derecha. Se ajustó la pistola en el cinturón, se puso los gemelos en bandolera y sujetó la linterna en la mano. De pie en el primer escalón, trató de distinguir el recorrido de la escalera. Encendió un instante la linterna y miró. Se notó el sudor en el interior del traje de submarinista: los escalones bajaban casi verticales.

Encendiendo y apagando rapidísimamente la linterna de vez en cuando para ver si pisaba en firme, o por el contrario encontraba el vacío; soltando maldiciones; dudando y tanteando; resbalando, agarrándose a las raíces que sobresalían en la pared; lamentando no ser una cabra montesa, un corzo o al menos una lagartija, sintió, después de una eternidad, la arena mojada bajo las plantas de los pies. Había llegado.

Se tumbó boca arriba y contempló las estrellas. Respiraba con dificultad. Se quedó un rato así hasta que el fuelle que ocupaba el lugar de sus pulmones desapareció poco a poco. Se incorporó. Miró a través de los gemelos y le pareció que las moles oscuras de las rocas que interrumpían la playa y conformaban el pequeño puerto del chalet se encontraban a unos cincuenta metros de distancia. Echó a andar, encorvado y pegado a la pared de roca. De vez en cuando se detenía y escrutaba con los ojos muy abiertos. Nada, silencio absoluto, todo estaba inmóvil, excepto el mar. Al llegar casi al abrigo de las rocas, miró hacia arriba: sólo se veía una especie de rectángulo que ocultaba el cielo estrellado y que no era otra cosa que el saliente de la gran terraza. Ya no podía seguir avanzando por tierra. Dejó los gemelos en la arena, se ajustó la linterna sumergible en el cinturón, dio un paso y se metió en el agua. No esperaba que fuera tan hondo; enseguida el agua le llegó al pecho. Dedujo que aquello no podía ser una circunstancia natural. Seguramente habían excavado un pequeño foso para añadir un nuevo obstáculo a quienquiera que, desde la playa, pretendiera encaramarse sobre las rocas. Se puso a nadar a braza, como las mujeres, despacio y sin el menor ruido, siguiendo la curva del pequeño puerto. El agua estaba muy fría. A medida que se acercaba a la bocana, las olas eran cada vez más grandes y amenazaban con empujarlo contra cualquier saliente. Puesto que ahora ya no era necesario nadar a braza, pues cualquier ruido quedaba absorbido por el rumor del mar, con cuatro brazadas llegó a la última roca, la que delimitaba la bocana. Se aferró a ella para recuperar el resuello. De pronto, una ola impactó contra sus pies, que fueron a posarse sobre una minúscula plataforma natural. Se encaramó a ella, sujetándose con ambas manos a la roca. Cada nueva ola amenazaba con hacerlo resbalar. Era una posición peligrosa, pero, antes de seguir adelante, tenía que aclarar unas cuantas cosas.