Según las imágenes que habían filmado, la roca que delimitaba el otro lado de la bocana tenía que estar situada más hacia la orilla, porque el muro describía al otro lado un gran signo de interrogación cuyo rizo superior terminaba justamente en aquella roca. Se pasó un buen rato estudiando la sombra que la roca proyectaba sobre el agua para cerciorarse de que no hubiera nadie vigilando. Cuando estuvo seguro, desplazó los pies centímetro a centímetro y torció el cuerpo fuertemente a la derecha para que su mano pudiera tantear a ciegas en busca de algo metálico, el pequeño faro que había conseguido distinguir en la foto ampliada. Tardó casi cinco minutos en encontrarlo; estaba más arriba de lo que él había calculado. Pasó varias veces la mano por delante. No oyó sonar ninguna alarma, no había célula fotoeléctrica. Sólo era un pequeño faro que en aquellos momentos estaba apagado. Esperó un poco más, por si acaso, y al ver que no ocurría nada volvió a arrojarse al agua. Cuando había rodeado la mitad de la roca, sus manos tropezaron con la compuerta que impedía la entrada de visitas no deseadas en el embarcadero. Tanteando, descubrió que la plancha de hierro discurría a lo largo de una guía metálica vertical y dedujo que aquel mecanismo debía de accionarse automáticamente desde el chalet.
Ahora sólo quedaba entrar. Se agarró a la compuerta para elevarse por encima de ella y saltar al otro lado. Ya tenía el pie izquierdo arriba cuando ocurrió algo. Algo, pues Montalbano no supo qué había sucedido. La punzada en el centro del pecho fue tan repentina, lacerante, larga y dolorosa que el comisario cayó a horcajadas sobre la compuerta, convencido de que alguien le había disparado con un fusil subacuático, alcanzándolo de lleno. Sin embargo, mientras lo pensaba, fue simultáneamente consciente de que no se trataba de eso. Se mordió los labios para reprimir un grito desesperado, que a lo mejor lo habría aliviado. Y enseguida comprendió que aquella punzada no procedía de fuera, sino de dentro, como él vagamente intuía, del interior de su cuerpo, donde algo se había roto o había alcanzado el punto de ruptura. Le resultó extremadamente difícil lograr aspirar un hilillo de aire y hacerlo pasar entre los labios cerrados. De repente, la punzada desapareció tal como había venido, dejándolo dolorido y aturdido, aunque no asustado. La sorpresa se había impuesto al miedo. Se deslizó a lo largo de la compuerta hasta conseguir apoyar la espalda contra la roca. Ahora su equilibrio ya no era tan precario. Habría tiempo y manera de recuperarse de la sensación de malestar que le había dejado aquella increíble punzada. Pero no hubo tiempo ni manera, pues la segunda punzada le llegó implacable y más feroz que la primera. Trató de dominarse, sin conseguirlo. Se inclinó hacia delante y se echó a llorar. Era un llanto de dolor y de tristeza. No sabía si el sabor salado que sentía en la boca era de las lágrimas o de las gotas de agua que le resbalaban por el cabello. Mientras el dolor se convertía en una especie de taladro candente en la carne viva, comenzó a recitar una letanía para sus adentros:
– Padre mío, padre mío, padre mío…
Rezaba la letanía a su padre muerto, pidiéndole, sin palabras, la gracia de que alguien desde la terraza del chalet reparara en su presencia y acabara con él con una piadosa ráfaga de ametralladora. Pero su padre no escuchó su plegaria y Montalbano siguió llorando hasta que el dolor volvió a desaparecer, cosa que hizo con extremada lentitud, como si lamentara dejarlo.
Sin embargo, transcurrió mucho tiempo antes de que estuviera en condiciones de mover una mano o un pie. Sus extremidades se negaban a obedecer las órdenes que el cerebro les enviaba. En cuanto a los ojos, ¿los tenía abiertos o cerrados? ¿Estaba más oscuro que antes o tenía la vista obnubilada?
Se resignó. Debía aceptar las cosas como eran. Había cometido un error yendo solo. Se había presentado una dificultad, y ahora tendría que pagar las consecuencias de su locura. Lo único que podía hacer era aprovechar el intervalo entre una y otra punzada para echarse de nuevo al agua, rodear la roca y regresar poco a poco hasta la orilla. No tenía sentido seguir adelante, lo único que podía hacer era regresar. Sólo tenía que lanzarse nuevamente al agua y rodear la boya…
¿Por qué había dicho boya y no roca? En su mente había surgido la escena que había visto en la televisión, la orgullosa negativa de aquel velero, que, en lugar de virar en redondo alrededor de la boya, había preferido seguir obstinadamente hacia delante hasta chocar con la embarcación de los jueces y quedar destrozada junto con ésta… Y entonces comprendió que su manera de ser no le ofrecía posibilidad de elección. Jamás podría volver atrás.
Permaneció una media hora inmóvil, apoyado contra la roca, prestando atención a su cuerpo, a la espera de la menor señal de la aparición de una nueva punzada. Pero no ocurrió nada. Y no podía dejar pasar más tiempo. Se deslizó hacia el agua por el otro lado de la compuerta y volvió a nadar a braza, porque las olas ya no tenían fuerza y rompían contra la plancha. Mientras nadaba hacia la orilla, vio que se encontraba en el interior de una especie de canal con los márgenes de cemento de una anchura mínima de seis metros. Y, en efecto, cuando sus pies todavía no tocaban fondo, vio a la derecha el resplandor de la arena a la altura de su cabeza. Apoyó ambas manos en el borde más cercano y se impulsó hasta arriba.
Miró hacia delante y se quedó sorprendido. El canal no terminaba en la playa, sino que se adentraba en una gruta natural absolutamente invisible para cualquiera que pasara por delante del pequeño puerto o se asomara desde el borde del acantilado. ¡Una gruta! A unos metros de la entrada, a mano derecha, había una escalera excavada en la pared rocosa, como la que había utilizado para bajar, sólo que ésta estaba cerrada por una verja. Doblando el espinazo, se acercó a la entrada de la gruta y escuchó. Nada, ni un ruido, excepto el susurro del agua. Se tumbó boca abajo, cogió la linterna que llevaba ajustada al cinturón, la encendió un segundo y la apagó. Almacenó en el cerebro todo lo que el destello de luz le había permitido ver y repitió la operación. Almacenó nuevos y valiosos detalles. A la tercera vez, ya sabía todo lo que había en el interior de la gruta.
En el agua del canal se balanceaba una lancha neumática de gran tamaño, probablemente una Zodiac de motor muy potente. A la derecha discurría una escollera de hormigón de poco más de un metro de anchura, en mitad de la cual había una enorme puerta de hierro, también cerrada.