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Probablemente detrás de aquella puerta guardaban la lancha cuando no la necesitaban, y casi con toda certeza debía de haber una escalera que subía al chalet. O un ascensor, ¡quién sabe! Se adivinaba que la gruta continuaba, pero la lancha impedía ver lo que había más allá.

¿Y ahora? ¿Se detenía allí? ¿O seguía adelante?

– De perdidos al río -se dijo Montalbano.

Se incorporó y entró en la gruta sin encender la linterna. Bajo sus plantas, sentía el piso de hormigón. Continuó avanzando hasta que su mano derecha rozó el hierro oxidado de la puerta. Acercó el oído, nada, silencio absoluto. Empujó con la mano y notó que cedía, sólo estaba entornada. Una ligera presión bastó para que la puerta se abriera unos centímetros. Al parecer, los goznes estaban bien engrasados. ¿Y si alguien lo había oído y lo esperaba con un kalashnikov? Mala suerte. Empuñó la pistola y encendió la linterna. Nadie le pegó un tiro, ni nadie le dijo buenos días. Allí era donde guardaban la lancha, el lugar estaba lleno de bidones. Al fondo se veía un arco excavado en la roca y unos peldaños. La escalera que conducía al chalet, como había imaginado. Apagó la linterna y entornó de nuevo la puerta. Avanzó tres pasos en la oscuridad y encendió la linterna. La escollera se prolongaba unos metros más y luego terminaba de golpe en una especie de mirador, pues la parte posterior de la gruta era un amasijo de rocas de distintos tamaños que conformaban una irregular cadena montañosa en miniatura bajo la altísima bóveda. Apagó la linterna.

¿Cómo se habían formado aquellas rocas? Le resultaba extraño. Mientras trataba de comprender por qué razón las rocas le habían parecido extrañas, percibió, en medio de la oscuridad y el silencio, un ruido que lo dejó helado. Había algo vivo en la gruta. Era un sonido reptante, continuo, punteado por unos ligerísimos golpes como de madera contra madera. Sintió que el aire que respiraba tenía un color amarillo podrido. Inquieto, encendió la linterna y volvió a apagarla. Pero había sido suficiente para ver que las rocas, verdes a causa del musgo y el agua, cambiaban de color en la parte de arriba porque estaban literalmente cubiertas por centenares, miles, de cangrejos de todos los colores y tamaños que se movían incesantemente, hormigueaban y se encaramaban unos encima de otros hasta formar unas gigantescas y horrendas piñas vivientes que, a causa del peso, caían al agua. Un espectáculo asqueroso.

Montalbano observó que esa parte de la gruta estaba separada del resto por una tela metálica que se levantaba medio metro por encima del agua y que iba de pared a pared. ¿Para qué serviría? ¿Para impedir la entrada de algún pez de gran tamaño? Pero ¡qué idioteces estaba pensando! Quizá en lo contrario, para impedir que algo saliera… Pero ¿qué?, si en aquella parte de la gruta no había más que rocas…

Y de pronto lo comprendió. ¿Qué le había dicho el doctor Pasquano? Que el cadáver había sido devorado por los cangrejos. Le habían encontrado dos en la garganta… Aquél era el lugar en el que Errera-Lococo, que evidentemente debía de haberse puesto gallito, había sido ahogado, y allí Baddar Gafsa había mantenido expuesto el cadáver, con las muñecas y los tobillos atados con alambre, mientras centenares de cangrejos lo devoraban. Un nuevo trofeo que mostrar a los amigos y a todos aquellos que pudieran abrigar intenciones de traicionarlo. Después lo habían arrojado en alta mar. Y el cadáver, navega que te navega, había llegado hasta la costa de Marinella.

¿Qué más había que ver? Repitió el camino en sentido inverso, salió de la gruta, se tiró al agua, nadó, pasó por encima de la compuerta, rodeó la roca y, de repente, se sintió dominado por un mortal e infinito cansancio. Esta vez sí se asustó. No tenía fuerzas ni para levantar el brazo. Se había vaciado de golpe. Por lo visto, únicamente lo había mantenido en pie la tensión nerviosa y, ahora que había hecho lo que tenía que hacer, ya no quedaba en el interior de su cuerpo nada que pudiera darle un mínimo de empuje y energía. Se puso arriba e hizo el muerto; tarde o temprano la corriente lo llevaría hasta la orilla. En determinado momento tuvo la impresión como de despertarse; la espalda le estaba rozando contra algo. ¿Es que se había quedado dormido? ¿Era posible? Con aquel mar y en aquellas condiciones, ¿se había quedado dormido como si estuviera en la bañera de casa? Sea como fuere, comprendió que había llegado a la playa, pero no conseguía incorporarse, las piernas no lo sostenían. Se volvió boca abajo y miró a su alrededor. La corriente había sido piadosa con él, lo había llevado cerca del lugar donde había dejado los gemelos. No podía dejarlos allí. Pero ¿cómo alcanzarlos? Después de dos o tres fallidos intentos de incorporarse, se resignó a caminar a cuatro patas, como un animal. A cada metro debía detenerse, le faltaba el aire y sudaba. Cuando llegó a la altura de los gemelos, no consiguió cogerlos, el brazo no se estiraba, se negaba a adquirir consistencia, parecía un trémulo flan. Se resignó. Debería esperar, aunque no podía descuidarse. A las primeras luces del alba, los del chalet lo verían.

«Sólo cinco minutos», se dijo, cerrando los ojos y acurrucándose de lado, como un niño.

Sólo le faltaba meterse el dedo en la boca. De momento, necesitaba dormir un poco, recuperar fuerzas. De todas formas, en las condiciones en que se encontraba, no habría podido subir por aquella terrible y empinada escalera. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó un ruido cercano y una violenta luz le perforó los párpados y desapareció.

¡Lo habían descubierto! Tuvo la certeza de que había llegado el final. Pero se sentía tan exhausto, y tan a gusto de permanecer con los ojos cerrados, que no quiso reaccionar y no cambió de posición, pensando que le importaba un carajo lo que con toda certeza estaba a punto de ocurrirle.

– Pégame un tiro y vete a que te den por saco -dijo.

– ¿Y por qué quiere que le pegue un tiro? -preguntó la angustiada voz de Fazio.

La ascensión de la escalera la hizo deteniéndose cada dos escalones, a pesar de que Fazio lo empujaba por detrás con una mano apoyada en su espalda. Faltaban sólo cinco peldaños para llegar arriba cuando no tuvo más remedio que sentarse. El corazón se le había subido a la garganta. Tenía la sensación de que en cualquier momento se le iba a salir por la boca. Fazio también se sentó en silencio. Montalbano no podía verle la cara, pero lo notaba nervioso y alterado.

– ¿Desde cuándo me sigues?

– Desde anoche. Cuando la señorita Ingrid lo llevó a Marinella, intuí que usted volvería a salir. Y así fue. Logré seguirlo hasta la entrada de Spigonella, pero después lo perdí. Y eso que ahora me conozco la zona… Para encontrar su coche he tardado casi una hora.

Montalbano miró hacia abajo. El mar estaba agitado, azotado por un viento que presagiaba la cercanía del amanecer.

De no haber sido por Fazio, seguramente aún estaría medio desmayado en la playa. Había sido Fazio quien había recogido los malditos gemelos, lo había ayudado a levantarse, prácticamente se lo había cargado a la espalda y lo había hecho reaccionar. En una palabra, quien lo había salvado. Lanzó un profundo suspiro.

– Gracias… -Fazio no contestó-. Pero que te quede claro que tú no has estado aquí conmigo jamás…

Esta vez Fazio tampoco dijo nada.

– ¿Me das tu palabra?

– Sí. ¿Y usted me da la suya?

– ¿De qué?

– De que irá a un médico para que le eche un vistazo. En cuanto pueda.

Montalbano tragó amargamente saliva.

– Palabra -dijo levantándose.

Estaba convencido de que cumpliría aquella palabra. No porque temiera por su salud, sino porque no se podía faltar a la palabra dada a un ángel de la guarda. Y reanudó la subida.

Circuló sin dificultad por las carreteras todavía desiertas, seguido por el coche de Fazio, a quien no había sido capaz de convencer de que podía llegar perfectamente solo a Marinella. A medida que el cielo se aclaraba, se iba encontrando mejor. El día parecía prometedor. Entró en casa.