¡¿Un moscardón?! ¡Aquello era la lancha que regresaba! Rodó rápidamente hacia el foso y permaneció quieto. El zumbido se convirtió en ruido, y el ruido en estruendo, cuando la lancha llegó al embarcadero. El estruendo cesó de golpe. Seguro que ahora la lancha estaba aprovechando el impulso para recorrer el canal y penetrar en la gruta. Montalbano se encaramó a la roca sin dificultad. Su fuerza y su lucidez se debían a la certeza de que no tardaría en experimentar la tan ansiada satisfacción. Cuando su cabeza sobrepasó la altura de la tela metálica, vio un gran haz luminoso proveniente de la gruta. Oyó también las enfurecidas voces de dos hombres y el llanto y los gemidos de unos niños que le partieron el corazón y le revolvieron el estómago. Esperó con las manos sudadas y temblorosas, no por la tensión sino por la rabia, hasta que ya no se oyó ni una voz, ni el menor ruido procedente de la gruta. Cuando estaba a punto de cortar los dos alambres que quedaban, la luz se apagó. Buena señal, significaba que la gruta estaba despejada. Cortó los alambres sin ninguna precaución, luego deslizó el gran cuadrado de tela metálica a lo largo de la roca y lo dejó caer al foso. Pasó por entre los dos postes de hierro y saltó a la arena en medio de la oscuridad. Un salto de más de tres metros, pero Dios lo amparó. En esos momentos le pareció que había envejecido más de diez años. Amartilló el arma, colocó el cartucho en la recámara y entró en la gruta. Oscuridad densa y silenciosa. Avanzó por la estrecha escollera hasta que su mano rozó la puerta de hierro entreabierta. La traspasó y, moviéndose con tanta rapidez como si pudiera ver, llegó hasta el arco, subió el primer peldaño y se detuvo. ¿Cómo era posible que estuviera todo tan tranquilo? ¿Por qué sus hombres no habían empezado a hacer lo que debían? Un pensamiento cruzó por su mente, dejándolo empapado de sudor: ¿y si hubieran tenido un contratiempo y no hubieran llegado? ¡Y él allí, solo, en medio de la oscuridad, con la pistola en la mano y vestido de bucanero como un imbécil! Pero ¿por qué no se decidían? Dios santo, ¿estaban gastándole una broma? ¿Y entonces el señor Zarzis y sus dos amiguitos se irían de rositas? Pues no, aunque tuviera que subir él solo al chalet y armar un follón descomunal.
Justo en ese momento oyó estallar casi simultáneamente, aunque amortiguados por la distancia, varios disparos de pistola, unas ráfagas de ametralladora y voces alteradas. ¿Qué hacer? ¿Esperar allí o acudir en ayuda de los suyos? Arriba, el violento tiroteo sonaba cada vez más cercano. De pronto, una intensa luz iluminó la escalera. Alguien se disponía a escapar. Oyó con toda claridad unos pasos que bajaban precipitadamente. Sin pérdida de tiempo, el comisario salió del arco y se apartó a un lado, con la espalda pegada a la pared. Un instante después apareció un hombre, dando una especié de saltito desde el último escalón, como una rata cuando sale de una alcantarilla.
– ¡Alto! ¡Policía! -gritó Montalbano, adelantándose un paso.
Pero el hombre no se detuvo. Sin apenas volverse, levantó la mano que empuñaba un enorme revólver y disparó a ciegas a su espalda. El comisario sintió un fuerte zarpazo en el hombro izquierdo, tan fuerte que toda la parte superior de su cuerpo giró a la izquierda. Sin embargo, los pies y las piernas se quedaron en su sitio, clavados en el suelo. El hombre había alcanzado la puerta que daba a la gruta, cuando el primer y único disparo de Montalbano lo alcanzó entre los omóplatos. El hombre se quedó paralizado, extendió los brazos, soltó el revólver y cayó boca abajo. El comisario se le acercó despacio, pues no podía caminar más rápido, y con la punta de la bota le dio la vuelta.
Jamil Zarzis parecía sonreírle con su boca desdentada.
En cierta ocasión alguien le preguntó si alguna vez se había alegrado de matar a alguien, y él había contestado que no. Y esta vez tampoco estaba contento, pero sí aplacado. «Aplacado» era la palabra más apropiada.
Se arrodilló despacio. Tenía las piernas blandas como el requesón y se estaba muriendo de sueño. La sangre brotaba como un surtidor por la herida y estaba empapándole el jersey. El disparo debía de haberle hecho un buen agujero.
– ¡Comisario! ¡Dios mío, comisario! ¡Avisaré a una ambulancia!
Mantenía los ojos cerrados, pero reconoció la voz de Fazio.
– Nada de ambulancias. ¿Por qué habéis tardado tanto?
– Hemos esperado a que encerraran a los pequeños para poder actuar con más libertad de movimientos.
– ¿Cuántos son?
– Siete. Parece un parvulario. Todos están a salvo. Uno de los dos hombres está muerto, y el otro se ha rendido. Al tercero le ha disparado usted. Salen las cuentas. Y ahora, ¿puedo llamar a alguien para que me eche una mano?
Recuperó el conocimiento en el interior del coche, que conducía Gallo. Fazio iba a su lado en el asiento de atrás, rodeándolo con sus brazos para reducir el impacto de los brincos provocados por los baches. Le habían quitado el jersey y le habían puesto un vendaje provisional. La herida no le dolía, puede que el dolor lo sintiera después. Trató de hablar, pero le costaba porque tenía los labios resecos.
– Esta mañana… en Punta Raisi… a las doce… llega Livia.
– No se preocupe -dijo Fazio-. Uno de nosotros irá a recogerla.
– ¿Adónde… me lleváis?
– Al hospital de Montechiaro. Es el más cercano.
Y aquí ocurrió algo que asustó a Fazio. Porque comprendió que el ruido que hacía Montalbano no era un acceso de tos o un carraspeo, sino una carcajada. ¿Qué tenía aquello de gracioso?
– ¿Por qué se ríe, dottore? -preguntó, preocupado.
– Yo quería joder… al ángel de la guarda… y no ir al médico… pero ahora él… me jode a mí… llevándome al hospital.
Al oír la respuesta, Fazio se aterrorizó. Estaba claro que el comisario empezaba a delirar. Pero más aún lo aterrorizó su repentino grito.
– ¡Para!
Gallo frenó bruscamente y el coche derrapó.
– Eso de ahí delante… ¿es… el cruce?
– Sí, señor dottore.
– Coge el desvío de Tricase.
– Pero, dottore… -terció Fazio.
– He dicho que cojáis el desvío de Tricase.
Gallo avanzó despacio, giró a la derecha y al poco Montalbano le ordenó que se detuviera.
– Pon las luces de cruce.
Gallo cumplió la orden y el comisario se asomó por la ventanilla para mirar. El montículo de grava ya no estaba, lo habían utilizado para nivelar el camino.
– Mejor así -dijo el comisario, como hablando para sus adentros.
De pronto, lo asaltó el agudo dolor de la herida.
– Vamos al hospital.
Volvieron a ponerse en marcha.
– Ah, Fazio, otra cosa… -añadió Montalbano con gran esfuerzo, pasándose inútilmente la árida lengua por los resecos labios- recuerda… recuerda avisar… a Poncio Pilato… se hospeda en el hotel Regina.
¡Virgen santísima! ¿Y ahora a qué venía lo de Poncio Pilato? Fazio le habló en tono indulgente, como se hace con los locos.
– Claro, comisario, tranquilícese. Le avisaremos. Será lo primero que haga.
Hablar le suponía un esfuerzo excesivo, y Montalbano se abandonó, medio inconsciente. Entonces Fazio, empapado de sudor a causa del susto que se había llevado al oír todas aquellas cosas para él incomprensibles, se inclinó hacia delante y le dijo en un susurro a Gallo: