– A usía la cabeza no se la rompen ni a cañonazos.
Oyó el timbre del teléfono e intentó levantarse, pero una especie de vértigo lo obligó a dejarse caer de nuevo en la cama. ¡Qué fuerza tenía aquella maldita vieja en los brazos! Entre tanto, Adelina había atendido la llamada.
– Se acaba de despertar ahora mismo. Muy bien, ya se lo diré -oyó que decía.
Al poco se presentó con una humeante taza de café.
– Era el señor Fazziu. Dice que dentro de media hora como máximo lo viene a ver.
– Adelì, ¿a qué hora has llegado tú aquí?
– A las nueve como siempre, dutturi. A usía lo habían acostado en la cama y el señor Gallu lo atendía. Entonces le dije que ya estaba yo para cuidar de usía y se fue.
Adelina abandonó la habitación y regresó al poco rato con un vaso de agua en una mano y un comprimido en la otra.
– Le traigo una aspirina.
Montalbano se incorporó y la tomó dócilmente. Tiritaba de frío. Adelina lo advirtió, abrió el armario refunfuñando por lo bajo, sacó una manta escocesa y la extendió sobre la cama.
– A la edad de usía, estas exhibiciones no se tienen que hacer.
Montalbano la odió. Se cubrió la cabeza y cerró los ojos.
Oyó sonar el teléfono durante un buen rato. ¿Cómo era posible que Adelina no lo cogiera? Se levantó tambaleándose y se dirigió a la otra habitación.
– ¿Tícame? -dijo con voz gangosa.
– Dottore? Soy Fazio. Por desgracia, no puedo ir, ha surgido un contratiempo.
– ¿Grave?
– No, nada, una tontería. Me pasaré por ahí esta tarde. Cuídese el resfriado.
Colgó y se dirigió a la cocina. Adelina se había ido, sobre la mesa había sólo una nota.
«Usía dormia y no quise despertarlo. De todos modos ahora biene el senior Fazziu. Le he preparado la nebera. Adelina.»
No tuvo ánimos para abrir la nevera, no tenía apetito. De pronto, se dio cuenta de que iba por la casa con el traje de Adán, como les gusta decir a los periodistas y a los que se creen graciosos. Se puso una camisa, unos calzoncillos y unos pantalones y se sentó en su sillón de costumbre frente al televisor. Era la una menos cuarto, la hora del primer telediario de Televigàta, canal tradicionalmente progubernamental, tanto si gobernaba la extrema izquierda como la extrema derecha. La primera imagen que vio fue la suya. Estaba completamente desnudo, con la boca abierta y los ojos como platos, cubriéndose las vergüenzas con una mano ahuecada. Parecía una casta Susana talludita y peluda. Sobreimpreso al pie de la imagen, apareció un texto que rezaba: «El comisario Montalbano (en la fotografía) salva a un muerto.» Montalbano pensó en el fotógrafo que había llegado inmediatamente después de Fazio y Gallo y le envió mentalmente los más sinceros y cordiales deseos de larga vida y prosperidad. En ese momento apareció en pantalla la cara de culo de gallina del periodista Pippo Ragonese, enemigo jurado del comisario.
– Esta mañana, poco después del amanecer…
En la pantalla, por si alguien no lo había comprendido, apareció un amanecer cualquiera.
– … nuestro héroe el comisario Salvo Montalbano había salido a bañarse…
Apareció un retazo de mar con alguien irreconocible nadando a lo lejos.
– Ustedes dirán que no sólo no es temporada de baños, sino, sobre todo, que ésa no es precisamente la hora más apropiada para ello. Pero ¿qué le vamos a hacer? Nuestro héroe es así. Tal vez sintió la necesidad de bañarse para quitarse del cerebro ciertas ideas peregrinas de las cuales suele ser víctima. Mientras nadaba mar adentro, se tropezó con el cadáver de un desconocido. En lugar de telefonear a quien correspondía…
– … con el móvil que lleva incorporado en la polla -añadió por su cuenta Montalbano, dominado por la furia.
– … nuestro comisario decidió remolcar el cadáver a tierra sin ayuda de nadie, atándole al pie el bañador que llevaba. Su lema es: «Yo lo hago todo solo.» Estos movimientos no pasaron inadvertidos a la señora Pina Bausan, que observaba el mar con sus prismáticos.
Entonces apareció el rostro de la señora Bausan, la vieja que le había roto la cabeza con una barra de hierro.
– ¿De dónde es usted, señora?
– Yo y mi marido Angelo somos de Treviso.
Al lado del rostro de la mujer apareció el del marido, el que había disparado.
– ¿Llevan mucho tiempo en Sicilia?
– Cuatro días.
– ¿Están de vacaciones?
– ¿De vacaciones? No, no, es que yo padezco de asma y el médico me ha dicho que el aire del mar me sentaría bien. Mi hija Zina, que está casada con un siciliano que trabaja en Treviso…
El relato fue interrumpido por un prolongado suspiro de pena de la señora Bausan, a quien el cruel destino había deparado un yerno siciliano.
– … me dijo que viniera a pasar una temporada a la casa de su marido, pues ellos sólo la utilizan un mes en verano. Y vinimos.
Esta vez el suspiro de pena fue mucho más hondo: ¡qué dura y peligrosa era la vida en aquella isla salvaje!
– Dígame, señora, ¿por qué escudriñaba el mar a una hora tan temprana?
– Me levanto muy pronto, y algo hay que hacer, ¿no?
– Y usted, señor Bausan, ¿siempre lleva esa arma encima?
– No, no. Yo no tengo armas. Ese revólver me lo prestó un primo mío. Como comprenderá usted, teniendo que venir a Sicilia…
– ¿Usted considera que hay que venir armado a Sicilia?
– Si aquí la ley no existe, me parece lógico, ¿no?
Volvió a aparecer el rostro de culo de gallina de Ragonese.
– Y de aquí surgió el grotesco equívoco. Creyendo que…
Montalbano apagó el televisor. Estaba furioso con Bausan, no por haberle disparado sino por lo que había dicho. Descolgó el teléfono.
– Oye, Gadarella.
– Óyeme tú a mí, cornudo de mierda e hijo de la gran puta…
– Gadarè, ¿es gue no me regonoces? Soy Montalbano.
– Ah, ¿es usía, dottori? ¿Está resfriado?
– No, Gadarè, es gue me apedece hablar así. Pázame a Fazio.
– Ahora mismo, dottori.
– Dígame, dottore.
– Fazio, ¿atonte ha ito a parar el revólver tel viejo?
– ¿Se refiere a Bausan? Se lo he devuelto.
– ¿Diene licencia de armaz?
Se produjo una embarazosa pausa.
– No lo sé, dottore. En medio de todo aquel jaleo, se me olvidó preguntárselo.
– Muy bien. Mejor dito, muy mal. Ahora mizmo vaz a ver a ezte zeñor y lo compruebaz. Zi no eztá en regla, actúa zegún la ley. No ze puede dejar zuelto por ahí a un viejo chocho que anda dizparando contra todo quizque.
– Entendido, dottore.
Listo. Así el señor Bausan y su amable esposa aprenderían que en Sicilia también había algunas leyes. Poquitas, pero las había. Estaba tumbándose en la cama cuando sonó el teléfono.
– ¿Tica?
– Salvo, cariño, ¿por qué hablas con esa voz? ¿Estabas durmiendo o es que te has resfriado?
– Lo zegundo.
– Te he llamado al despacho, pero me han dicho que estabas en casa. Cuéntame qué ha pasado.
– ¿Qué quieres que te tica? Ha zido una coza muy divetida. Yo eztaba deznudo y él me ha pegado un diro. Y por ezo me he resfiado.
– ¿Que tú te…? ¿Qué tú te…?
– ¿Qué zignifiga que tú te, que tú te?
– Tú… ¿tú te has desnudado en presencia del jefe superior y él te ha pegado un tiro?
Montalbano se quedó perplejo.
– Livia, ¿po qué iba a deznudame yo en pezencia del jefe zuperior?
– ¡Porque anoche me dijiste que esta mañana, aunque se hundiera el mundo, irías a presentar tu dimisión!
Montalbano se dio un fuerte manotazo en la frente con la mano que tenía libre. ¡La dimisión! ¡Se había olvidado por completo!