– Doctor, ¿puede decirme por qué me llama a mi casa a estas horas para tocarme las pelotas?
Pasquano lo agradeció.
– Porque creo que las cosas no son lo que parecen.
– ¿Y eso?
– Ante todo, el muerto es de aquí.
– Ah.
– Y, además, a mi juicio lo han matado. He hecho tan sólo un reconocimiento superficial, todavía no lo he abierto.
– ¿Tiene heridas de arma de fuego?
– No…
– ¿De objetos cortantes?
– No…
– ¿De explosión atómica? -preguntó Montalbano, que ya estaba hasta el gorro-. ¿Qué es esto, doctor, un concurso? ¿Quiere explicarse de una vez?
– Pásese por aquí mañana por la tarde y mi ilustre colega Mistretta, que será quien practicará la autopsia, le expondrá mi opinión, que, debo decir, él no comparte.
– ¿Mistretta? ¿No estará usted?
– No. Mañana a primera hora me voy a ver a mi hermana. No se encuentra bien.
Entonces Montalbano comprendió por qué lo había llamado Pasquano. Era un gesto de cortesía, de amistad. El doctor sabía hasta qué extremo Montalbano detestaba al doctor Mistretta, un hombre irritante y presuntuoso.
– Mistretta, como ya le he dicho -prosiguió Pasquano-, no está de acuerdo conmigo. Por eso quería decirle en privado lo que pienso.
– Voy ahora mismo -dijo Montalbano.
– ¿Adónde?
– A su despacho.
– No estoy en el despacho, sino en mi casa. Estoy haciendo las maletas.
– Pues voy a su casa.
– No, verá, es que está todo patas arriba. Mejor nos vemos en el primer bar de la avenida Libertà, ¿le parece? No quiero entretenerme mucho. Mañana tengo que levantarme temprano.
Despachó a Fazio, que estaba muerto de curiosidad, se lavó por encima, subió al coche y se dirigió a Montelusa. El primer bar de la avenida Libertà era más bien cutre. Montalbano había estado allí una sola vez, y ya había tenido bastante. Cuando entró, el doctor Pasquano estaba sentado a una mesita.
Él también se sentó.
– ¿Qué le apetece? -preguntó Pasquano, que estaba tomando un café.
– Lo mismo que usted.
Permanecieron en silencio hasta que llegó el camarero con la segunda taza.
– ¿Y bien? -dijo Montalbano.
– ¿Ha visto en qué condiciones se encontraba el cadáver?
– Sí, mientras lo remolcaba, creí que se le iba a desprender el brazo.
– De haberlo arrastrado un poco más, habría ocurrido -dijo Pasquano-. El pobrecillo llevaba más de un mes en el agua.
– Un mes…
– Más o menos. Dado el estado del cadáver, resulta difícil…
– ¿Conserva alguna señal característica?
– Le pegaron un tiro.
– Entonces, ¿por qué me ha dicho que…?
– Montalbano, ¿me deja terminar? Presentaba una herida antigua de arma de fuego en la pierna izquierda. El proyectil le astilló el hueso. Pero eso se remonta a hace unos años. Me di cuenta porque el mar le había descarnado allí la pierna. Es posible que cojeara un poco.
– En su opinión, ¿cuántos años tenía?
– Unos cuarenta. Y con toda certeza, no es un inmigrante clandestino. Pero será difícil identificarlo.
– ¿No hay huellas dactilares?
– ¿Bromea, inspector?
– ¿Por qué está convencido de que se trata de un homicidio?
– Es una opinión personal, que conste. Verá, el cuerpo está lleno de heridas causadas por las rocas, contra las cuales se golpeó repetidamente.
– No hay rocas en la zona donde yo lo he recogido.
– ¿Y qué sabe usted de dónde viene? El cuerpo ha ido a la deriva durante mucho tiempo antes de que usted lo encontrara. Entre otras cosas, fue picoteado por cangrejos. Aún tenía dos en la garganta, muertos… Le decía que está lleno de heridas, naturalmente asimétricas, todas post mortem. Pero hay cuatro simétricas y perfectamente definidas, de forma circular.
– ¿Dónde?
– En las muñecas y en los tobillos.
– ¡Claro, era eso! -exclamó Montalbano, sobresaltado. Antes de quedarse dormido por la tarde le había acudido a la mente un detalle que no había sabido descifrar: el brazo, el bañador enrollado alrededor de la muñeca…-. Tenía un corte alrededor de la muñeca izquierda… -dijo muy despacio.
– ¿Usted también lo observó? Y lo había también alrededor de la otra muñeca y de los tobillos. Eso a mi juicio sólo significa una cosa…
– Que lo mantenían atado -terminó por él Montalbano.
– Exactamente. ¿Y sabe con qué lo habían atado? Con alambre, y apretado hasta el punto que le había cortado la carne. Si lo hubieran hecho con una cuerda o con hilo de nailon, las heridas no habrían sido tan profundas, y seguramente no habríamos descubierto las marcas. Antes de tirarlo al agua, le quitaron los alambres. Querían que pareciera un ahogamiento.
– ¿No hay ninguna esperanza de poder encontrar alguna prueba científica?
– Podría haberla, pero eso depende del doctor Mistretta. Habría que mandar hacer unos análisis especiales en Palermo para ver si en algún punto de las marcas quedan restos de metal o herrumbre, pero es un proceso muy largo. Y eso es todo. Se me está haciendo tarde.
– Muchas gracias, doctor.
Se estrecharon la mano. El comisario regresó al coche y emprendió el camino de vuelta. Circulaba muy despacio, enfrascado en sus pensamientos, cuando un vehículo que venía por detrás le puso las largas, reprochándole su lentitud. Montalbano se apartó para dejarlo pasar, y el otro coche, una especie de torpedo plateado, lo adelantó y se detuvo de golpe. Soltando una sarta de maldiciones, el comisario frenó. A la luz de los faros, vio asomar por la ventanilla una mano que le hacía la señal de los cuernos. Fuera de sí, bajó del coche dispuesto a buscar pelea. Entonces el piloto del torpedo bajó también. Montalbano se quedó petrificado. Era Ingrid, que le sonreía con los brazos extendidos.
– He reconocido tu coche -dijo la sueca.
¿Cuánto hacía que no se veían? Por lo menos un año, seguro. Se abrazaron con fuerza. Ingrid le dio un beso y después extendió los brazos y lo apartó para verlo mejor.
– Te he visto desnudo en la televisión -dijo entre risas-. Todavía estás muy bueno…
– Y tú cada vez estás más guapa -replicó con toda sinceridad el comisario.
Ingrid volvió a abrazarlo.
– ¿Está Livia aquí?
– No.
– Pues entonces me apetecería sentarme un ratito contigo en la galería.
– De acuerdo.
– Espera…, que voy a quitarme de encima un compromiso.
Charló por el móvil y después preguntó:
– ¿Tienes whisky?
– Una botella sin estrenar. Mira, Ingrid, toma las llaves de casa y adelántate. Yo no puedo seguirte.
La sueca se rió, cogió las llaves y desapareció cuando el comisario aún no se había puesto en marcha. Se alegraba de aquel encuentro, que le permitiría, aparte del placer de pasar unas cuantas horas con una vieja amiga, interponer la distancia necesaria para reflexionar con la mente fría sobre lo que le había revelado el doctor Pasquano.
Cuando llegó a Marinella, Ingrid le salió al encuentro y lo abrazó con fuerza.
– Estoy autorizada -le dijo al oído.
– ¿Por quién?
– Por Livia. Nada más entrar, ha sonado el teléfono y he contestado. No debería haberlo hecho, lo sé, pero me ha salido espontáneamente. Era ella. Le he dicho que estabas a punto de llegar, pero ha contestado que no volvería a llamar. Ha dicho que no te encontrabas muy bien y que, como enfermera, me autorizaba a cuidarte y consolarte.
¡Mierda! Livia debía de haberse cabreado en serio. Ingrid no había comprendido, o fingía no haber comprendido, la venenosa ironía de Livia.
– Disculpa -dijo Montalbano, librándose del abrazo.
Marcó el número de Boccadasse, pero la línea estaba ocupada. Seguramente Livia había descolgado el teléfono. Mientras Ingrid trajinaba por la casa, buscando la botella de whisky, sacando del congelador los cubitos de hielo y llevándolo todo a la galería, volvió a intentarlo. La línea seguía ocupada y el comisario se rindió y fue a sentarse al lado de Ingrid. Era una noche muy agradable, el cielo estaba cubierto por tiras de nubes deshilachadas y se oía el leve susurro de un arrullador oleaje. Un pensamiento, mejor dicho, una pregunta, surgió en la mente del comisario, haciéndolo sonreír. ¿Habría sido aquella noche tan idílica, la habría visto de la misma manera, si no hubiera tenido a Ingrid a su lado, la cual, después de haberle servido una generosa dosis de whisky, había apoyado la cabeza contra su hombro? La sueca se puso a hablar de sí misma y terminó tres horas y media más tarde, cuando a la botella le faltaban sólo cuatro dedos para que quedara certificada oficialmente su defunción. Le contó que su marido era el típico cabrón. Después de separarse, había estado un tiempo en Suecia porque sentía añoranza de su familia («vosotros los sicilianos me la habéis contagiado») y también le reveló que había tenido dos amantes. El primero, un diputado de estricta observancia eclesiástica que se apellidaba Frisella, o Grisella -el comisario no lo entendió muy bien-, el cual, antes de acostarse con ella, se arrodillaba y pedía perdón a Dios por el pecado que estaba a punto de cometer; el segundo, el capitán de un petrolero que se había jubilado antes de tiempo gracias a una herencia. Con éste, la cosa habría podido convertirse en algo más serio, pero ella decidió cortar. Aquel hombre, que se apellidaba Lococo o Lococco -el comisario no lo entendió muy bien-, la inquietaba y la ponía nerviosa. Ingrid tenía una capacidad extraordinaria para describir los aspectos cómicos y grotescos de sus hombres y Montalbano se lo pasó muy bien con ella. Fue una velada más relajante que un masaje.