A pesar de una ducha eterna y de cuatro cafés seguidos, cuando se sentó al volante de su coche aún tenía la cabeza aturdida por el exceso de whisky de la víspera. Por lo demás, se sentía completamente restablecido.
– Dottori, ¿se ha recuperado de la molestia? -le preguntó Catarella.
– Me he recuperado, gracias.
– Dottori, lo vi en la tele. ¡Virgen santa, qué corporación tiene!
Una vez en su despacho, llamó a Fazio, que se presentó de inmediato, devorado por la curiosidad de saber qué había dicho el doctor Pasquano. Sin embargo, no preguntó ni dijo nada. Sabía que el comisario estaba viviendo unos días muy negros y a la mínima prendería como una cerilla. Montalbano esperó a que se sentara, fingiendo que estudiaba unos papeles. Lo hacía por pura y simple perversidad, pues había visto la pregunta dibujada en los labios de Fazio. Quería tenerlo en ascuas. De pronto, sin levantar la vista de los papeles, dijo:
– Homicidio.
Pillado por sorpresa, Fazio pegó un brinco en la silla.
– ¿Le pegaron un tiro?
– No.
– ¿Lo apuñalaron?
– No. Lo ahogaron.
– ¿Y cómo ha podido el doctor Pasquano…?
– Pasquano ha echado un simple vistazo al cadáver y se ha formado una opinión. Pero es muy difícil que Pasquano se equivoque.
– ¿Y en qué se basa?
El comisario se lo contó todo, y añadió:
– El hecho de que Mistretta no esté de acuerdo con Pasquano puede sernos de mucha ayuda. En el informe, en el apartado «causa de la defunción», Mistretta seguramente escribirá «ahogamiento», aunque utilizando terminología científica, naturalmente. Y eso nos protegerá. Podremos trabajar en paz sin que el jefe superior, la Brigada Móvil y compañía nos toquen los cojones.
– Y yo ¿qué tengo que hacer?
– En primer lugar, pide que te envíen una ficha con todos los datos personales de los que dispongan: estatura, color del cabello, edad, cosas de ese tipo.
– Y también una fotografía.
– Fazio, ¿tú viste en qué estado se encontraba? ¿A tu juicio aquello era un rostro?
Fazio puso cara de decepción.
– Puedo decirte, si te sirve de consuelo, que es posible que cojeara, pues tenía una antigua herida de bala en la pierna.
– Aun así, será difícil identificarlo.
– Tú inténtalo. Y comprueba las denuncias de desaparición. Pasquano dice que el muerto llevaba por lo menos un mes de crucero.
– Lo intentaré -dijo Fazio en tono dubitativo.
– Tengo que salir. Estaré fuera un par de horas.
Se dirigió al puerto, se detuvo, bajó del coche y se encaminó hacia el muelle donde permanecían amarradas dos embarcaciones de pesca, las otras ya llevaban un buen rato faenando. Tuvo suerte, la Madre di Dio aún se encontraba allí, pues estaban revisando el motor. Se acercó y vio al patrón, Ciccio Albanese, que estaba en la cubierta dirigiendo las operaciones.
– ¡Ciccio!
– Comisario, ¿es usted? Voy ahora mismo.
Se conocían desde hacía tiempo y congeniaban. Albanese tenía más de sesenta años y el rostro curtido por el aire salado. Llevaba faenando desde los seis y se decía que nadie conocía como él la mar entre Vigàta y Malta y entre Vigàta y Túnez. Era capaz de corregir cartas náuticas y portulanos. En el pueblo se rumoreaba que, en épocas de escasez de trabajo, no había desdeñado dedicarse al contrabando de cigarrillos.
– ¿Te molesto, Ciccio?
– No, señor comisario. Usía nunca molesta.
Montalbano le explicó lo que quería de él. Albanese se limitó a preguntar cuánto tiempo le llevaría. El comisario se lo dijo.
– Chicos, vuelvo dentro de un par de horas.
Y siguió a Montalbano, que ya estaba dirigiéndose a su coche. Efectuaron el trayecto en silencio. El vigilante del depósito de cadáveres le dijo al comisario que el doctor Mistretta aún no había llegado y que sólo estaba su ayudante Jacopello. Montalbano lanzó un suspiro de alivio. El posible encuentro con Mistretta le habría estropeado el resto del día. A Jacopello, que era un fidelísimo colaborador de Pasquano, se le iluminó el rostro al ver al comisario.
– ¡Dichosos los ojos!
El comisario sabía que con Jacopello no era necesario ir con tapujos.
– Este es mi amigo Ciccio Albanese, un hombre de mar. Si hubiera estado aquí Mistretta, le habríamos dicho que mi amigo deseaba ver el cadáver porque temía que fuera un marinero suyo que había caído al agua. Pero contigo no hace falta hacer comedia. Si Mistretta te pregunta, ya sabes la respuesta. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Acompáñenme.
Con el paso del tiempo, la palidez del cadáver se había acentuado. Su piel parecía la de una cebolla extendida sobre un esqueleto. Había trozos de carne adheridos aquí y allá, a la buena de Dios. Mientras Albanese lo estudiaba, Montalbano le preguntó a Jacopello:
– ¿Tú conoces la opinión del doctor Pasquano sobre cómo murió este pobre hombre?
– Por supuesto. Estuve presente en la discusión. Mistretta se equivoca. Mire usía mismo.
Los surcos circulares y profundos alrededor de las muñecas y los tobillos habían adquirido, entre otras señales, una especie de color grisáceo.
– Jacopè, ¿conseguirás convencer a Mistretta de que mande realizar el examen de los tejidos?
Jacopello soltó una carcajada.
– ¿Qué se apuesta a que lo logro?
– ¿Apostar contigo? Jamás.
Jacopello era famoso por su afición a las apuestas. Apostaba sobre toda suerte de cosas, desde las previsiones meteorológicas a cuántas personas fallecerían de muerte natural en una semana; pero lo bueno era que raras veces perdía.
– Le diré que, por si acaso, es mejor realizar el análisis. ¿Qué sucedería si el comisario Montalbano descubría más tarde que no había sido una desgracia, sino un homicidio? Mistretta prefiere ir de culo antes que hacer el ridículo. Pero se lo advierto, comisario, los análisis llevarán tiempo.
Sólo durante el camino de regreso, Albanese decidió abandonar su mutismo. Abrió la boca y musitó: