– ¡En fin!…
– En fin ¿qué? -replicó, molesto, el comisario-. ¿Te pasas media hora mirando el cadáver y lo único que se te ocurre decir es «en fin»?
– Todo esto es muy raro -dijo Albanese-. Con la de ahogados que yo he visto… Pero éste es…
Dejó la frase sin terminar, distraído por un pensamiento.
– Según el doctor, ¿cuánto tiempo llevaba en el agua?
– Aproximadamente un mes.
– No, señor comisario. Como mínimo, dos meses.
– Si llevara dos meses, no habríamos encontrado el cadáver, sino sólo trozos.
– Eso es lo raro.
– Explícate mejor, Ciccio.
– Mire, no me gusta decir chorradas, pero…
– ¡Si supieras las que digo y hago yo! ¡Ánimo, Ciccio!
– ¿Ha visto las heridas causadas por las rocas?
– Sí.
– Son superficiales, dottore. Hace un mes hubo diez días seguidos de mar gruesa. Si el cuerpo hubiera golpeado contra las rocas, no habría sufrido ese tipo de heridas. Lo más probable es que se le hubiera desprendido la cabeza, que se le hubieran roto las costillas y que un saliente de roca lo hubiera traspasado.
– A lo mejor, durante esos días malos que tú dices, el cadáver se encontraba en mar abierto y no tropezó con ninguna roca.
– ¡Comisario, usía lo ha encontrado en una zona donde las corrientes van a la inversa!
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Lo ha encontrado delante de Marinella?
– Sí.
– Pues allí hay unas corrientes que o llevan a mar abierto o siguen paralelas a la costa. En cuestión de dos días el cadáver habría llegado a cabo Russello. Usía puede poner la mano sobre el fuego.
Montalbano se calló y se puso a pensar. Después dijo:
– Eso de las corrientes tendrías que explicármelo mejor.
– Cuando quiera usía.
– ¿Tienes tiempo esta noche?
– Sí, señor. ¿Por qué no viene a cenar a mi casa? Mi mujer nos preparará unos salmonetes de roca como sólo ella sabe.
¡De pronto, más que hacérsele la boca agua, la lengua de Montalbano se ahogó en saliva!
– Gracias. Pero dime, Ciccio, ¿tú qué piensas?
– ¿Le puedo hablar en confianza? En primer lugar, las rocas no dejan heridas como las que el muerto tenía alrededor de las muñecas y los tobillos.
– De acuerdo.
– A este hombre lo ahogaron tras haberlo atado de pies y manos.
– Utilizando alambre, según Pasquano.
– Exactamente. Después pusieron el cadáver a macerar en agua de mar, en algún lugar protegido. Cuando les pareció que ya había alcanzado el punto de salmuera necesario, lo botaron.
– ¿Y por qué esperaron tanto?
– Comisario, quien lo haya hecho quería hacer creer que el muerto venía de muy lejos.
Montalbano lo estudió con admiración. Ciccio Albanese, hombre de mar, no sólo había llegado a las mismas conclusiones que Pasquano, hombre de ciencia, y que Montalbano, hombre de lógica policíaca, sino que, además, había dado un gran paso adelante.
Cuatro
Pero estaba escrito que el comisario no podría percibir ni de lejos los efluvios de los salmonetes de roca que había preparado la mujer de Ciccio Albanese. Hacia las ocho de la tarde, cuando ya se disponía a abandonar su despacho, recibió una llamada del subjefe Riguccio. Se conocían desde hacía años y, a pesar de que se caían bien, la relación entre ellos era puramente de trabajo. Faltaba poco para llegar a la amistad, pero no se decidían a dar el paso.
– ¿Montalbano? Perdona, ¿hay alguien en tu comisaría que use gafas con cristales de tres dioptrías?
– Pues… no sé -contestó el comisario-. Aquí hay dos agentes que llevan gafas, Cusumano y Torretta, pero ignoro la graduación de sus lentes. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es un censo ordenado por tu querido y amado ministro del Interior?
Las ideas políticas de Riguccio, muy cercanas al nuevo gobierno, eran bien conocidas.
– No tengo tiempo para bromas, Salvo. Mira a ver si me encuentras unas gafas que puedan servirme y me las mandas cuanto antes. Las mías se me han roto, y sin ellas me siento perdido.
– ¿No tienes un par de recambio en el despacho? -preguntó Montalbano mientras llamaba a Fazio.
– Sí, pero en Montelusa.
– ¿Dónde estás entonces?
– Aquí en Vigàta, en la zona del puerto. Servicio turístico.
El comisario le explicó a Fazio la petición del subjefe.
– ¿Riguccio?… He mandado que busquen unas. ¿Cuántos turistas habéis cogido esta vez?
– Por lo menos ciento cincuenta, en dos de nuestras patrulleras. Navegaban en dos barcazas que hacían agua y estaban a punto de embarrancar contra las rocas de Lampedusa. Por lo que he podido entender, los patrones los han abandonado en alta mar. Casi se ahogan todos. ¿Sabes una cosa, Montalbà? No aguanto ver a todos estos desgraciados que…
– Díselo a tus amigos del Gobierno.
Fazio regresó con unas gafas.
– El cristal izquierdo tiene tres dioptrías, y el derecho dos y medio.
Montalbano comunicó la información.
– Perfecto -dijo Riguccio-. ¿Puedes enviármelas? Las patrulleras están a punto de atracar.
Montalbano decidió, quién sabe por qué, llevarle él mismo las gafas en persona personalmente, como decía Catarella. En el fondo, Riguccio era todo un caballero. No importaba si llegaba con un poco de retraso a casa de Ciccio Albanese.
Se alegraba de no encontrarse en el lugar de Riguccio. El jefe superior se había puesto de acuerdo con la Capitanía, la cual comunicaba a la Jefatura Superior de Montelusa las llegadas de inmigrantes clandestinos. Entonces Riguccio se desplazaba a Vigàta con una caravana de autocares requisados, vehículos cargados de policías, ambulancias y jeeps. Y cada vez, tragedias y escenas de llanto y de dolor. Había que atender a mujeres que estaban a punto de dar a luz, a chiquillos extraviados en medio de todo aquel jaleo, a personas que habían perdido el juicio o se habían puesto enfermas durante la interminable travesía transcurrida en cubierta, expuestas al agua y al viento. Cuando desembarcaban, la fresca brisa del mar no conseguía disipar el insoportable olor que despedían, que no era de gente que no se lava, sino olor de miedo, de angustia, de sufrimiento, de desesperación llevada hasta aquel límite más allá del cual queda sólo la esperanza de la muerte. Imposible permanecer indiferente. Por eso Riguccio le había confesado que no aguantaba más.
Cuando el comisario llegó al puerto, la primera patrullera ya había colocado la pasarela. Los policías estaban dispuestos en dos filas, formando una especie de pasillo humano hasta el primer autocar, que esperaba con el motor en marcha. Riguccio, que se encontraba al pie de la pasarela, se puso las gafas sin apenas darle las gracias a Montalbano. El comisario tuvo la impresión de que su compañero ni siquiera lo había reconocido de tan ocupado como estaba controlando la situación.
Después Riguccio dio la orden de desembarco. La primera en bajar fue una negra con una tripa tan voluminosa que parecía que fuera a dar a luz de un momento a otro. No podía dar ni un paso. La ayudaban un marinero de la patrullera y un negro. Cuando llegaron a la ambulancia, se produjo cierto alboroto porque el negro quería subir con la mujer. El marinero trató de explicarles a los agentes que seguramente era el marido, pues se había pasado la travesía abrazado a ella. No hubo manera, no era posible. La ambulancia se alejó con la sirena encendida. El marinero cogió del brazo al negro, que se había echado a llorar, y lo acompañó hasta el autocar, intentando consolarlo. Dominado por la curiosidad, el comisario se acercó. El marinero hablaba en dialecto -debía de ser veneciano o de por allí-, y el negro no entendía nada, pero se sentía reconfortado por el tono afectuoso de sus palabras.
Montalbano había decidido regresar a su coche, cuando vio a cuatro jóvenes inmigrantes que se tambaleaban por la pasarela como si estuvieran borrachos. Por un instante, nadie comprendió lo que estaba ocurriendo, pero enseguida vieron aparecer por entre las piernas de los cuatro a un chiquillo de unos seis años. Con la misma rapidez con que había aparecido, se escabulló en un visto y no visto entre las dos filas de policías. Mientras dos agentes echaban a correr tras él, Montalbano vio fugazmente cómo el chiquillo, con el instinto de un animal acorralado, se dirigía hacia la zona menos iluminada del muelle, donde quedaban los restos de un viejo silo a cuyo alrededor, por motivos de seguridad, habían levantado un muro. Sin saber qué lo indujo a hacerlo, gritó: