Andrea acababa de hacer su entrada en la habitación con su túnica púrpura absorbiendo la luz, y tras él estaba el signore Lemmo, su secretario, y esos jóvenes que siempre lo acompañaban para que el reverenciado anciano los instruyera en retórica y política.
A Tonio lo asaltó un miedo tan instantáneo que desterró por completo sus pensamientos.
¿Cómo se le había ocurrido invitar a alguien a cenar? Pero Andrea ya se hallaba frente a él. Se inclinó para besar la mano de su padre preguntándose qué ocurriría.
Andrea ocupó una silla junto a Alessandro e invitó a algunos de los jóvenes a quedarse. Tonio lo contemplaba con mudo asombro. El signore Lemmo pidió a Giuseppe, el viejo criado, que encendiera las antorchas de las paredes y los paneles de satén azul cobraron vida de forma súbita y espléndida.
Andrea hablaba, decía alguna ocurrencia y mandó que le sirvieran la cena, lo mismo que a los jóvenes. A Tonio volvieron a llenarle la copa y cuando su padre lo miró, sus ojos sólo reflejaban un intenso cariño, una dulzura y un amor sin límites que se manifestaban abierta y generosamente.
¿Cuánto tiempo transcurrió? ¿Dos, tres horas? Más tarde, ya tumbado en la cama, Tonio rememoraba cada sílaba, cada risa. Después de la cena volvieron a la sala y, por primera vez en su vida, Tonio cantó para su padre. Alesandro también cantó y luego tomaron café y melón y un helado muy elaborado que fue servido en pequeños platos de plata. Su padre ofreció una pipa de tabaco a Alessandro y hasta sugirió que su joven hijo la probara.
En medio de aquel grupo, Andrea se veía anciano, la translúcida piel tan tirante sobre el rostro que a través de ella se adivinaba la forma de los huesos, pero los ojos, temporales, suavemente radiantes, contradecían, como siempre, aquella imagen de vejez. No obstante, su boca temblaba levemente a veces y cuando se puso en pie para despedir a Alessandro, pareció que aquel gesto le resultaba doloroso.
Hacia medianoche se marcharon los demás. Con un movimiento lento y cansino Andrea siguió a Tonio hasta sus aposentos, a los que nunca iba, excepto cuando Tonio estaba enfermo. De pie en el dormitorio, casi ceremoniosamente, lo inspeccionó todo con obvia aprobación.
En aquel espacio su figura de nuevo inmensa y majestuosa parecía estar en suspenso, como un lago de brillante luz púrpura en mitad de la habitación.
La vela convertía su cabello blanco en un resplandor níveo que parecía disolverse y flotar ingrávido sobre su cabeza.
– Eres todo un caballero, hijo mío -dijo, y en sus palabras no había ningún reproche.
– Perdonadme, padre -susurró Tonio-, pero mamma estaba enferma y Alessandro…
Su padre lo interrumpió con un leve ademán de su mano.
– Me siento orgulloso de ti, hijo mío. -Y si su mente albergaba otros pensamientos, los guardó para sí.
A Tonio, con la cabeza apoyada en la almohada, una angustiosa excitación lo mantenía desvelado. No encontraba la manera de que sus miembros se relajasen y un hormigueo le corría por piernas y brazos.
Aquella sencilla cena había colmado de tal forma sus sueños, aquellas fantasías en las que sus hermanos volvían a la vida que, en esos momentos en los que todo había terminado, sentía un gran dolor interior y nada podía aliviarle.
Finalmente, cuando los relojes de la casa dieron las tres, se levantó, se metió una vela y una cerilla de azufre en el bolsillo, aunque en realidad no las necesitaba, y se fue a vagar por el palazzo.
Subió a los pisos superiores. Entró en los aposentos de Leonardo, donde aún permanecía su cama, tan parecida al esqueleto de un animal, y también visitó los que había ocupado Philippo con su joven esposa, donde la única señal de una vida anterior la constituían los trozos descoloridos de las paredes que en un tiempo habían estado cubiertos por cuadros. Después se dirigió al estudio de Giambattista y contempló sus libros todavía alineados en las estanterías. Luego pasó ante los cuartos del servicio y subió al terrado.
La ciudad estaba envuelta en una niebla que no la ocultaba, sino que la dotaba de una belleza singular. Los oscuros tejados brillaban por la humedad y la luz de la piazza resplandecía contra el cielo rosado y apacible en la lejanía.
Le asaltaron extraños pensamientos. ¿Quién sería su esposa? Los nombres y rostros de sus primas, todavía en conventos, no significaban nada para él. La imaginaba vivaz y dulce, retirándose el velo hacia atrás para dejar escapar una risa tímida y apasionada. Nunca estaría triste, nunca sería presa de la melancolía. Y darían grandes bailes, danzarían juntos toda la noche, tendrían hijos sanos y en verano irían a una villa junto al Brenta como todas las familias ilustres. En esa casa, si así lo deseaban, podrían vivir incluso sus tíos y tías ancianos y sus primas solteras, les harían sitio a todos. Cambiaría el papel de la pared y renovaría las tapicerías. Las espátulas rascarían el moho de los murales. No habría ni un solo rincón vacío o frío, sus hijos llevarían a sus amigos, docenas de ellos, siempre yendo y viniendo con sus preceptores e institutrices. Imaginó hileras de niños bailando el minué, sus chaquetas y volantes en una miscelánea de espléndidas sedas de color pastel y la casa tintineando al son de la música. Nunca dejaría a sus hijos solos, por muy ocupado que estuviera con los asuntos de estado, nunca, nunca los dejaría solos en aquella inmensa casa vacía, nunca…
Con esos pensamientos, recorrió de nuevo los escalones de piedra y penetró en la atmósfera helada de los aposentos que ocupaba su madre.
Entonces rascó enérgicamente la cerilla en la suela del zapato para encenderla y acercó la llama a la vela.
Pero su madre seguía profundamente dormida. Cuando se aproximó, percibió su aliento amargo aunque el rostro, en su milagrosa belleza, conservaba su inocencia. Se quedó contemplándola mucho rato, más de lo que lo había hecho jamás. Admiró la pequeña prominencia de su barbilla, la pálida curva del cuello.
Y tras apagar la vela, se metió en la cama con ella. Su cuerpo estaba caliente bajo las colchas. Su madre se le acercó, pasándole la mano por el cuello como si fuera a agarrarse a él.
Tumbado a su lado, imaginó sus sueños.
Vio a las damas de alcurnia en misa, vio a los caballeros escoltas. No le gustó aquella escena.
Con vago terror, vio toda la vida de su madre desfilar ante él, su soledad sin esperanzas, su gradual desmoronamiento.
Al cabo de mucho rato ella gimió en su sueño, un gemido que poco a poco fue haciéndose más hondo.
– Mamma -susurró él-. Estoy aquí, estoy aquí contigo.
Ella se debatió para incorporarse. El cabello le caía por el rostro formando un sucio velo de luz destellante y enredos.
– Pásame el vaso, cariño mío, tesoro -le dijo.
El descorchó la botella. Luego la observó beber y volver a tumbarse, y después de apartarle el cabello de la frente, se apoyó sobre el codo y permaneció largo tiempo contemplándola.
A la mañana siguiente, cuando Angelo le anunció que, a partir de ese día, darían un paseo diario de una hora de duración por la plaza, apenas podía creerlo.
– Excepto cuando se celebre el carnaval, ¡por supuesto! -añadió airado. Y luego, incómodo, con una cierta agresividad que denotaba su reticencia añadió-: Tu padre ha dicho que ya eres lo bastante mayor.
Capítulo7
Después de su breve encuentro con el joven maestro, o bien Guido se había puesto un letrero en la frente para que todos lo leyeran o la venda había caído de sus ojos, porque el mundo se revelaba ante él vibrante de seducción. Por la noche, tumbado en la cama, oía los sonidos de los que se amaban en la oscuridad. En el teatro de la ópera, las mujeres le sonreían abiertamente.