Finalmente, una tarde, mientras los otros castrati se disponían a acostarse, se retiró al extremo opuesto del pasillo del ático. La noche fue su aliada cuando completamente vestido se sentó dejando colgar una pierna en el amplio alféizar de la ventana. Le pareció que transcurría una hora, tal vez menos, y entonces unas figuras irreconocibles empezaron a salir. Se escuchó un abrir y cerrar de puertas, y la luz de la luna iluminó a Gino que doblaba el dedo en señal de invitación.
En un rincón de la tibia habitación donde se guardaba la ropa de cama, Gino le dio un largo y sensual abrazo. Esa primera noche permanecieron tumbados en un lecho de sábanas dobladas en aturdidoras oleadas de placer cuya culminación se permitían retrasar una y otra vez a fin de prolongarlas infinitamente. La piel de Gino era dulce y cremosa, su boca fuerte y sus dedos intrépidos. Él jugueteó suavemente con las orejas de Gino, le mordisqueó los pezones y le besó el vello entre las piernas, avanzando con elaborada paciencia hacia emblemas más brutales de la pasión.
En las noches que siguieron, Gino compartió su nuevo compañero con Alfredo y después con Alonso; a veces, en la oscuridad, se tumbaban abrazados dos o tres. Era frecuente que sus cuerpos se enlazaran con uno arriba y otro abajo y mientras los intensos embates de Alfredo llevaban a Guido al borde del dolor, la dura y voraz boca de Alonso lo transportaba al éxtasis.
Pero llegó un día en que Guido se sintió tentado a dejar aquellos encuentros exquisitamente modulados para ir en busca de las embestidas más violentas y ásperas de los estudiantes «normales». No temía a esos hombres completos, sin adivinar hasta qué punto su aire amenazador los había mantenido apartados.
No le acabaron de satisfacer aquellos jóvenes velludos que gruñían.
Lo que en ellos había de brutal y primario al final sólo le provocaba indiferencia.
Quería eunucos, atractivos y deliciosos expertos del cuerpo.
Tal como ocurre a veces, con las mujeres alcanzó el más alto grado de placer. Aunque su satisfacción nunca era completa porque no amaba, habría sido su perdición. Las muchachas, casi niñas, de la calle, pobres e ingenuas, eran sus favoritas. Chicas que se sentían agradecidas con la moneda de oro que les daba, a las que les seducía su aspecto aniñado y que calificaban su atuendo y modales de espléndidos. Él las desnudaba deprisa en cuartos que con esa finalidad existían encima de las tabernas y a ellas nunca les importaba que fuera eunuco, tal vez porque lo que más anhelaban era ternura, y si ponían algún impedimento, no volvía a verlas porque siempre había otras.
De todas formas, a medida que su fama aumentaba, a Guido se le abrían más puertas. Era invitado a cenas en las que cantaba, y después damas encantadoras lo atraían escaleras arriba, a estancias secretas.
Se acostumbró a las sábanas de seda, a los querubines dorados retozando sobre espejos ovales y doseles profusamente adornados.
Y a los diecisiete años, durante un tiempo, tuvo por amante a una condesa casada dos veces y muy rica. A menudo, su carruaje lo esperaba a la salida del teatro. Después de horas de ensayo, abría las ventanas de su habitación del ático para verlo parado abajo, por entre las gruesas ramas del árbol.
Ella era demasiado mayor para él, pasada la flor de la juventud, pero exuberante y dominada por un deseo apremiante que resultaba irresistible. En brazos de Guido, los pezones se le erizaban y adquirían un tono escarlata, entrecerraba los ojos y él se sentía flotar.
Aquéllos fueron tiempos plenos y felices, Guido estaba a punto de debutar en Roma como solista. A los dieciocho años medía un metro y setenta y cinco centímetros y tenía capacidad pulmonar para llenar un gran teatro tan sólo con la pureza estremecedora de su voz.
Y ése fue el año en el que su voz se extinguió para siempre.
Capítulo8
La piazza representaba una pequeña victoria, pero durante los días siguientes Tonio permaneció en un estado de arrobamiento. El azul del cielo se extendía infinito; a lo largo del canal, los toldos rayados revoloteaban en la brisa templada, y los alféizares de las ventanas cobraban vida colmados de flores primaverales. Hasta Angelo se mostraba contento, aunque se le veía frágil en su fina sotana negra y un tanto vacilante. Se apresuró a puntualizar que toda Europa acudía a la ciudad para la Senza y los envolvía el sonido de las lenguas extranjeras.
Los cafés salían de sus pequeñas y lúgubres habitaciones, ocupaban las arcadas de las calles y estaban atestados de ricos y pobres por igual; las criadas jóvenes se movían de aquí para allá con sus cortos vestidos, sus vistosos chalecos y los brazos deliciosamente desnudos. Una sola mirada bastaba a Tonio para hacerle sentir una pasión irrefrenable. Le parecían encantadoras hasta lo indecible, con sus rizos y cintas y los tobillos embutidos en medias al descubierto. Si las damas vistiesen de aquel modo, pensó, sería el final de la civilización.
Siempre presionaba a Angelo para quedarse un rato más, para recorrer una distancia mayor.
Al parecer, no había nada que pudiera rivalizar con la piazza en cuanto a espectáculo. Había narradores de historias que bajo los arcos de la iglesia atraían a un público atento, patricios vestidos con túnicas y damas que, libres de los vesti negros que se ponían para acudir a la iglesia las fiestas de guardar, paseaban sus elegantes atuendos de seda estampada. Hasta los mendigos cobraban un cierto encanto.
Pero tampoco podían perderse la Mercería, y tirando de Angelo bajo la torre del reloj que exhibe el león de oro de San Marco, Tonio se encontró recorriendo aquella calle pavimentada de mármol en la que confluía todo el comercio de Venecia. Allí estaban los joyeros, los encajeros, los boticarios, los sombrereros, exhibiendo sus extravagantes tocados llenos de frutas y pájaros, la gran muñeca francesa ataviada a la última moda de París.
El detalle más insignificante lo deleitaba, y seguía hacia la Panetteria, llena de tahonas, los puestos de pescado de la Pescheria, y al llegar al puente del Rialto se paseaba entre los vendedores de verdura.
Angelo, claro está, no quería ni oír hablar de pararse en un café o en una taberna y Tonio se descubrió ansioso de fiambres baratos y vino malo, atraído por su exótica apariencia.
Tenía que ser prudente.
Todo llegaría a su debido tiempo. Angelo nunca había parecido tanto la carcasa de un joven como en aquellos momentos. Su impetuoso pupilo le ganaba en estatura y conseguía embarcarle en cualquier nueva diablura sin darle tiempo a pensárselo dos veces. Tonio consiguió hurtarle una gaceta a un buhonero de la calle, y ya había leído una cantidad considerable de cotilleos antes de que Angelo se diera cuenta de su travesura.
Pero era el librero quien ejercía sobre Tonio un mayor poder de seducción. Veía a los caballeros reunidos en el interior de la tienda, tomando vino y café, oía ocasionales estallidos de risa. Allí se hablaba de teatro, la gente discutía el mérito de los compositores de las óperas recién estrenadas. Se vendían periódicos extranjeros, tratados de política, poesía.
Angelo tenía que llevárselo a rastras. En algunas ocasiones vagaban por el centro mismo de la piazza, y Tonio, dando vueltas y más vueltas sobre sí mismo se sentía deliciosamente a la deriva, mareado entre las multitudes rodantes, sobresaltado de vez en cuando por el aleteo de las palomas que alzaban el vuelo.
Cuando pensaba en Marianna, en casa, tras las cortinas corridas, le entraban deseos de llorar.
Llevaban ya cuatro días haciendo aquellas salidas, y cada paseo era más entretenido y maravilloso que el anterior, cuando atisbaron a Alessandro y sucedió un pequeño incidente que sumió a Tonio en una profunda consternación.