– Hummm. -Intentaba escucharla con toda su atención, pero ella resultaba tan apetitosa y la vivacidad con que pronunciaba las palabras tan deliciosa… Por su determinación deducía que se trataba de un ser humano y no de una criatura voluptuosa, aunque a buen seguro no era humana, ninguna persona podía poseer tanta belleza.
No, eso era una estupidez. Toda ella era cautivadora y, sin embargo, demostraba poseer una inteligencia clara y valiente.
– No me importa lo que los demás quieran de mí -explicó-. He estado casada, he sido obediente. Acaté todas las órdenes.
– Pero tu marido era demasiado viejo como para recordar sus derechos o privilegios -replicó Tonio-. Aún eres joven, has heredado su fortuna y puedes volver a casarte.
– No voy a volver a casarme -dijo, entornando un poco los ojos mientras el sol centelleaba en las hojas de los árboles-. ¿Por qué dices eso? -preguntó con sincera curiosidad-. ¿Por qué te resulta tan difícil comprender que quiero ser libre y pintar, tener mi estudio y llevar la vida que me apetezca?
– Eso es lo que dices ahora -apuntó él-, pero dentro de un tiempo tal vez cambies de parecer y nada te puede perjudicar más que la indiscreción.
– No. -Ella le rozó los labios con los dedos-. Esto no es indiscreción -aseguró-. Te quiero. Siempre te he querido. Te amo desde la primera vez que te vi, hace ya años. Y tú lo sabías.
– No -replicó él, sacudiendo la cabeza-. Amabas lo que veías en el escenario, en el coro…
– Te amaba a ti, Tonio -lo interrumpió ella, casi riendo-, y te amo ahora. Y no hay indiscreción alguna en amarte, y tampoco me importaría si la hubiera.
Tonio se inclinó hacia delante para besarla, sin poder evitar creer en sus palabras mientras la dulzura de su juventud e inocencia se transformaba mediante un proceso alquímico en un sentimiento más fuerte y hermoso.
– Tengo miedo por ti -dijo él-. No te comprendo del todo.
– Pero ¿qué hay que comprender? -le susurró ella al oído-. Durante todos esos años en Nápoles, ¿no advertiste mi tristeza mientras me espiabas por el rabillo del ojo? Siempre me estabas observando. -Lo besó y apoyó la cabeza contra la suya-. ¿Qué puedo contarte de mi vida? Que pinto desde el alba al atardecer, que pinto de noche, casi sin luz. Que sueño con que me hagan encargos para pintar frescos en las más importantes iglesias. También he descubierto que lo que más me interesa es pintar rostros, de ricos y de pobres, los rostros de quienes me están poniendo de moda y de aquellos con quienes me cruzo en la calle. ¿Es eso tan difícil de entender? ¿Tan inaceptable te resulta esa vida?
Sus manos no podían dejar de tocarla, acariciarla, apartar sus pequeños rizos dorados para que cayeran otra vez sobre su frente.
– ¿Sabes qué soy? -preguntó con una bella sonrisa-. He experimentado tanta felicidad en la Piazza di Spagna que me he convertido en una estúpida.
Él rió; sin embargo su expresión cambió de inmediato y se concentró en aquella palabra.
– Una estúpida -repitió en un susurro.
– Sí, una completa idiota. -Frunció el ceño-. Quiero decir exactamente que cuando me despierto pienso en pintar, y cuando me acuesto pienso en pintar, y el único problema para mí reside en contar con las suficientes horas al día para…
Tonio comprendió. En sus peores momentos, cuando no podía dejar de pensar en Carlo y en Venecia, cuando parecía que los propios muros del palazzo Treschi se desmoronaban sobre él y la luz era la de Venecia, anhelaba aquella simplicidad de la que hablaba Christina. Y de no haber sido por sus recuerdos, la habría logrado. Guido la había conseguido, una simplicidad divina porque la música era la pasión que lo consumía, su trabajo, sus sueños. Y en aquellos últimos siete días en los que Guido había trabajado noche y día más allá del límite de la fatiga, su rostro, a causa de esa simplicidad, se había vuelto completamente inexpresivo.
– Si no fuera por el amor y la soledad -decía ella con voz distante y conmovida-, mi vida, tal como es, sería un regalo de Dios.
– Entonces, ¿es amor lo único que necesitas? -preguntó él-. ¿Es amor lo único que necesitas para que tu existencia sea un regalo de Dios?
Ella se incorporó, le pasó los brazos alrededor del cuello y la luz centelleó a sus espaldas, dorada y verde; luego se oscureció. Tonio cerró los ojos, abrazó su cuerpo menudo y suave, y supo que si antes había conocido aquella felicidad, la había olvidado. Comprendió que nunca más olvidaría esta sensación, sin importar qué le deparara el futuro.
La mañana avanzaba hacia el mediodía y ellos se movían ligeros y presurosos.
Visitaron unas cuantas tiendas en busca de viejas pinturas por las que Christina regateó con la misma determinación que un hombre. Conocía a algunos de los propietarios y en algunos casos la estaban esperando. Se abría camino confiada entre una barahúnda de tesoros polvorientos, como si momentáneamente olvidara que Tonio seguía a su lado.
Él se sentía muy cómodo en aquellos oscuros y abarrotados lugares. Examinó manuscritos antiguos, mapas, espadas. Encontró unas partituras de Vivaldi y otras más antiguas que compró de inmediato.
Pero casi todo el tiempo se dedicó a contemplar a Christina con humilde fascinación mientras los vendedores regateaban para acabar cediendo la mercancía al precio que ella quería. Adquirió fragmentos de una escultura romana, la cual Tonio y el cochero envolvieron con esmero en sábanas viejas y colocaron en el carro, ya que ella anunció que quería pintar a partir de esos modelos. Compró retratos, agrietados y oscurecidos, pródigos en exuberantes y vivos detalles.
Su simple compañía constituía todo un placer. El control que ejercía de sí misma lo excitaba, y, sin darse cuenta, amó aquel sentido de la vida de Christina, tan completo, la escuchó hablar de sus tesoros, de cómo debía perfeccionar las manos y los pies, sus estudios, de que requerían flores y cortinajes, de cómo una cosa era buena y la otra carecía de valor.
Tonio experimentó aquella prodigiosa sensación de conocerla y haber estado siempre con ella, disfrutando de su apacible compañía, y sin embargo era una persona por completo desconocida para él, de modo que cada gesto, cada movimiento de su cabello rubio, lo asombraban.
El coche salió de Roma en dirección sur a través de un campo sembrado de ruinas, con un gran acueducto devorado por la maleza y, desperdigadas, las columnas erectas de un antiguo templo. Ella hablaba en voz baja de la belleza de Italia, de que se había convertido en el paisaje de sus sueños desde el momento que lo había descubierto, y de su esposo, siempre tan atento, que la había llevado a todas partes, dejándola pintar y dibujar a su antojo.
Durante unos instantes, Tonio supo dónde se encontraban, no lejos de la villa de la condesa; pero luego siguieron más hacia el sur, en dirección al mar, y enseguida recorrieron una larga avenida de álamos desnudos que alzaban sus aguzadas ramas al cielo azul.
Ante ellos apareció una casa que extendía su larga fachada rectangular a derecha e izquierda, con la superficie jaspeada por el paso del tiempo y profundas grietas. Toda la pintura ocre que antaño la había cubierto aparecía apagada y desconchada en algunos puntos moviéndose como los pétalos de una flor. Sin embargo brillaba bajo el intenso sol y los postigos daban paso a la oscuridad a medida que se aproximaban. Christina tomó a Tonio de la mano y lo condujo hacia la puerta abierta.
Las hojas secas cubrían las baldosas, y cuando unas gallinas pequeñas y veloces se apresuraron a esconderse se oyeron unos crujidos, y también se oían los balidos de los corderos, que sonaban huecos y fantasmagóricos bajo aquellos techos altos; aquí y allá había montones de paja apilados contra las paredes pintadas, y un reguero de agua, que la lluvia había convertido en cascada, discurría por los murales hasta los restos de unos muebles viejos.
– ¿De quién es esta casa? -le preguntó Tonio. Ella caminaba delante de él; su estatura le daba un aire majestuoso con la falda recogida por encima de los tobillos y el cabello que le caía en ondas hasta la cintura.