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Tonio se quedó inmóvil. Casi temblando, contempló aquella decadencia, cuya visión lo hizo retroceder en los años hasta cierto momento soleado en Venecia en el que había estado en habitaciones vacías como aquéllas, con la pandereta en la mano, y la música creció rítmica y violentamente durante un momento, para apagarse al cerrar los ojos y sentir el sol en los párpados con su disolvente calidez.

El aire se agitaba a su alrededor. No sentía pena ni lamentaba nada. Y cuando abrió los ojos de nuevo, vio el día que tallaba haces de luz a través de las ventanas, y la tierra alzándose e inclinándose en la distancia, y le pareció que aquel lugar era como el gran esqueleto de una casa abierta a la lluvia y a la brisa y al olor de la hierba y a todo lo que crecía en la tierra.

Ella lo llamaba con una seña desde la escaleras.

– Es mi casa -dijo mientras Tonio la seguía y ella apoyaba la mano en su brazo-. Vengo cuando me apetece. ¿No le das tu aprobación? -Lo miró con una expresión de inocencia y vulnerabilidad-. Puedo ir por toda Europa pintando, puedo hacer retratos en cualquier lado, y quizá pintar incluso los murales de mis sueños en las grandes iglesias, pero siempre puedo volver aquí, a esta casa, mi hogar.

Él la siguió por las escaleras hasta llegar a un gran salón que dominaba la campiña de abajo. La hierba crecía tan alta como el trigo ondeando bajo la celosía gris de los álamos. Las nubes bajas estaban teñidas de oro.

Christina se detuvo ante él, muy quieta, el rostro redondeado y menudo y unas mejillas tan suaves que Tonio tuvo deseos de tomarle la cara entre las manos.

En aquel momento sentía la vitalidad de Christina, la había sentido con toda intensidad, aunque hacía sólo unos instantes que ella había hablado de sueños. Y en aquel instante comprendió que a su alrededor todo eran hombres y mujeres, una gran sociedad de seres que desconocían por completo aquella vitalidad, aquellos sueños. Guido si los conocía, por supuesto, Bettichino también, todos los que trabajaban y vivían para la música los conocían. Y Christina los conocía.

Eso era lo que la diferenciaba de las marquesas, de las condesas, de los condes, de todas aquellas figuras elegantemente ataviadas y arregladas del público que cada noche lo aplaudía y alentaba. Y estuvo a punto de comprenderla, comprender lo que decía, lo que hacía, su energía diáfana y el hecho de que siempre pareciera tan solitaria, incluso cuando la había visto bailar, hacía años, en aquellos salones abarrotados de gente.

Tonio la observaba, miraba aquellos ojos turbados que se oscurecían.

Se preguntó qué había creído que sería Christina para él, ¿una belleza carnal que le ayudaría a recuperar la fuerza perdida? Y allí estaba ella, aquella envoltura de la idea que de ella se había forjado: banal y hermosa y fuera de su alcance, abierta para revelarse en su estremecedora entereza. Y entonces, al descubrir en su rostro una expresión que él interpretó como tristeza, ¿por qué tenía que ser tristeza?, la atrajo hacia él y la tomó entre sus brazos.

Le cogió la cara con las manos, le apartó el cabello de los ojos, y se le abrió por completo al tiempo que ella se rendía. Hicieron el amor en un lecho de heno, y se entregaron mutuamente todo su calor.

Soñó con la nieve.

No había visto la nieve desde que saliera de Venecia, y nunca una nieve tan densa que lo cubría todo como un manto blanco, una nieve que borraba los contornos. Sin embargo, soñó que se despertaba en aquel mismo lugar y encontraba la tierra oculta bajo esa nieve, pura y blanca hasta donde alcanzaban sus ojos. Los álamos desnudos destellaban por la escarcha y la nieve brillaba en sus ramas. Unos copos suaves, ingrávidos y magníficos caían sobre el mundo y entraban por aquellas ventanas rotas, por lo que hasta el suelo que lo rodeaba estaba alfombrado de una blancura asombrosa.

Christina estaba con él, aunque no lo bastante cerca para poder tocarla. Advirtió que en la pared opuesta había cientos de imágenes dibujadas, unas imágenes que no había visto hasta entonces: arcángeles de inmensas alas y espadas de fuego llevando a los condenados al infierno, y unos santos que miraban al cielo con rostros contraídos de sufrimiento. Unos trazos negros habían creado la ilusión de que en esos momentos parecieran rebosantes de vida. Como si la mano de Christina los hubiera liberado de la pared en la que permanecían cautivos. Vio sus ceños fruncidos, las nubes por encima de sus cabezas, elevándose en el cielo, mientras abajo las llamas saltaban para consumir a los pecadores vencidos.

La inmensidad de aquella pintura lo aterrorizó, y el cuerpo pequeño de Christina ante ella, con el cabello que le caía hasta la cintura, la falda ondulándose mientras iba de un sitio a otro, con la mano extendida para borrar lo que parecía inevitable e inmutable.

Pero cuando se volvió, se dio cuenta de que también había sido alcanzaba por la nieve, que entraba por la ventana para salpicarle la falda con brillantes partículas, los pechos, la curva de los hombros. Su cabello relucía con los copos y se onduló despacio hasta cubrirlos a ambos.

¿Qué significaba aquella nieve que caía en un lugar inverosímil? Incluso dormido, necesitaba desesperadamente conocer la respuesta. ¿Por qué aquella paz extraordinaria, aquella belleza resplandeciente? Y entonces, mirando el terreno que serpenteaba bajo un cielo perlado, creyó por un momento que no se hallaba en Italia, sino muy lejos de todo lo que amaba y temía y significaba algo para éclass="underline" Venecia. Carlo, el lento avance de su vida hacia el caos. ¡Nada de eso existía! Estaba sobre la faz de la Tierra, no en un lugar concreto. La nevada se hizo más densa y los copos más gruesos, blancos y deslumbrantes.

Mientras permanecía allí, de pie, sintió los brazos de Christina alrededor de su cuerpo, sintió las miradas de los santos y los ángeles desde la pared, y la amó, y supo que ya no tenía nada que temer de ella.

Despertó.

El sol le abrasaba la cara, estaba tumbado solo sobre la paja, y la noche estaba a punto de caer. Permaneció tumbado un buen rato, sin moverse, ni siquiera para ir a buscarla. Despacio, a través de las sombras, distinguió un gran dibujo que cubría la pared, tal y como había visto en su sueño, y a buen seguro antes de dormirse, aunque no lo recordaba. Y ella también estaba allí, de pie ante él.

Capítulo3

Todas las noches, después de que cayera el telón por última vez, se apeaba de su carruaje en Via del Corso y se metía en la maraña de calles enfangadas hasta llegar a la Piazza de Spagna para encontrarse con ella en secreto, ya que los bravi de Raffaele seguían al acecho.

Una vieja sirvienta, ajada y morena, rondaba siempre por la casa, merodeando por las estancias, quitando el polvo, afanada en ordenar cosas sin sentido. Sus ojillos miraban con desdén a Tonio, con la palabra «hombre» reflejada en ellos como un insulto, y él, al verla, debía hacer esfuerzos para contener la ira. Pero Christina se deslizaba por entre los tonos brumosos de la habitación, se acercaba a Tonio y lo tranquilizaba. Para ella los besos de Tonio eran como una droga, los recibía con los ojos entornados, y se fundía en ellos para que se prolongaran al máximo antes de suplicarle que posara.

Tonio temblaba. Ese amor lo atormentaba. Toda la emoción del escenario se condensaba para enfurecerlo y desesperarlo.

El estudio se llenó enseguida de velas. Los altos ventanales se convirtieron en espejos por obra de la creciente luz. Christina lo acomodó frente a ella, sacó un papel, lo clavó en una tabla y empezó su retrato al pastel, que enseguida coloreó al tiempo que sus dedos se teñían de distintos tonos.

El rítmico roce de la tiza lo adormecía mientras a su alrededor lo escrudiñaban rostros pintados, exuberantes, magníficos, apasionados hombres y mujeres a quienes conocía, otros de tamaño mítico que se recortaban contra cielos plúmbeos y nubes tan reales que parecían encontrarse en el límite de un movimiento predecible. En un marco lejano, el cardenal Calvino se alzaba sobre él, vibrante, inconfundible, plasmado con tal fuerza que provocaba en Tonio una vaga turbación.