– ¿Y por qué se habrá inventado todo ese cuento? -proseguía Angelo.
– Oh, yo creo que deberíamos olvidarlo -intervino Alessandro. Abrió el periódico inglés y le preguntó a Tonio si nunca se había sentido atraído por la ópera.
– Cuánta maldad -murmuró Angelo-. Tonio -lo llamó, olvidando el tratamiento correcto, como le ocurría a menudo cuando estaban a solas-. Tú no conoces a ese hombre, ¿verdad que no?
Tonio fijó la vista en el vino. Quería beber pero le resultaba imposible moverse.
Por primera vez miró a Alesandro a los ojos. Cuando habló, su voz sonó exigua y fría.
– ¿Tengo un hermano en Istanbul?
Capítulo9
Era más de medianoche. Tonio se encontraba en el inmenso y húmedo salón vacío y después de cerrar la puerta por la que había entrado, quedó sumido en la más impenetrable oscuridad. A lo lejos, el carrillón de una iglesia daba la hora. Sostenía en la mano una gran cerilla de azufre y una vela.
Sin embargo, Tonio esperó. ¿A qué esperaba? ¿A que callasen las campanas? No estaba seguro.
La noche, hasta aquel momento, había sido una agonía para él.
Ni siquiera recordaba lo ocurrido. En su mente habían quedado grabadas imágenes aisladas e inconexas.
La primera, la muchachita del café, que se había apretado contra él cuando se había puesto en pie para marcharse, y le había susurrado:
– Acordaos de mí, excelencia. Me llamo Bettina.
Su risa penetrante, una risa bonita. Infantil, vergonzosa y completamente sincera. Sintió deseos de estrujarla y besarla.
La segunda, el mutismo de Alessandro ante a su pregunta. ¡Alessandro no lo había desmentido! ¡Alessandro se había limitado a desviar la mirada!
En cuanto al hombre a quien Angelo había tachado una docena de veces de loco, era su primo. ¡Tonio se acordaba de él y por lo tanto era prácticamente imposible que estuviera equivocado!
Sin embargo, ¿por qué se sentía tan inquieto? ¿Era por que experimentaba la intangible e inexplicable sensación de que aquello no era nuevo para él? Carlo. Había oído ese nombre antes. ¡Carlo! Alguien que murmuraba: «Es igual que Carlo», pero ¿cómo podía haber llegado a los catorce años sin saber que tenía un hermano? ¿Por qué no se lo había dicho nadie? ¿Por qué ni siquiera sus preceptores lo sabían?
Alessandro en cambio sí lo sabía.
Alessandro lo sabía y también otros. ¡Los que se encontraban reunidos en la librería lo sabían!
Tal vez incluso Lena lo sabía. Eso era lo que se escondía tras su repentina irascibilidad cuando se lo había preguntado.
Intentó disimular. Había ido sólo a ver a su madre, explicó. Marianna tenía el semblante de la muerte, la delicada piel de sus párpados se había vuelto azulada y su rostro presentaba una espantosa palidez. Entonces Lena le había pedido que se marchara, que más tarde intentaría levantar un rato a la señora. ¿Cuáles fueron sus palabras? ¿De qué manera había intentado expresarse? Sentía que la humillación lo ahogaba y el dolor lo abrasaba.
– ¿Alguna vez habéis oído el nombre de Carlo?
– Antes de que yo naciera había cientos de Treschi, y ahora márchate. -Eso hubiera sido lo normal si no se hubiera echado a correr tras él-. Y no vengas más a molestar a tu madre hablándole de todos ésos -había dicho refiriéndose a los muertos. Su madre nunca miraba los retratos-. Y tampoco vayas haciendo preguntas estúpidas por ahí.
Ese había sido su peor error. Lena lo sabía, no cabía duda.
Todo el mundo se había acostado. La casa le pertenecía por completo, como ocurría siempre a aquella hora. Se sentía invisible y ligero en la oscuridad. No quería encender la vela. Apenas soportaba el eco de sus pisadas más leves.
Durante un buen rato permaneció inmóvil, tratando de imaginar a su padre encolerizado. Su padre nunca se había enfadado con él, nunca.
Pero no pudo resistir aquello ni un instante más. Encendió la cerilla con una mueca de disgusto ante el ruido y contuvo el aliento mientras la llama de la vela crecía y una débil claridad bañaba la inmensa habitación. La luz dejaba un tenue vestigio de sombras a su alrededor, pero le permitía estudiar los cuadros. Se acercó a examinarlos.
Su hermano Leonardo, Giambattista vestido de militar, y aquel otro de Philippo con Teresa, su joven esposa. Los conocía a todos, y entonces se detuvo frente al rostro que deseaba indagar. Al contemplarlo de nuevo, el parecido se le antojó aterrador.
«Es igual que Carlo…»
Las palabras resonaban sin cesar en sus oídos. Levantó la llama en dirección al lienzo, moviéndola adelante y atrás para evitar su reflejo enloquecedor. Aquel hombre tenía su mismo cabello negro y abundante, la amplia y alta frente totalmente recta, su misma boca grande, los mismos pómulos prominentes. Lo que más le caracterizaba, sin embargo, lo que lo alejaba de los rasgos comunes a todos ellos, era la disposición de los ojos, tan separados como los de Tonio. Grandes y negros, esos ojos parecían ir a la deriva. Aunque Tonio nunca había sido consciente de ello, los demás también lo habían percibido en él. Mientras contemplaba asombrado aquella diminuta réplica de sí mismo, perdida entre una docena de hombres con rasgos comunes, todos vestidos de negro, sintió que aquellos ojos le devolvían la mirada con dulzura.
– Pero ¿quién eres? -susurró. Fue de rostro en rostros. Allí estaban los retratos de unos primos suyos a quienes no conocía-. Esto no prueba nada.
Había observado que aquel duplicado de sí mismo se encontraba justo al lado de Andrea. ¡Entre Leonardo y Andrea, y la mano de Andrea descansaba en el hombro de su doble!
– No, no es posible -musitó. Y sin embargo, aquélla era la pista que buscaba y siguió adelante estudiando los retratos. También estaba Chiara, la primera esposa de Andrea, y de nuevo aquel pequeño «Tonio» sentado a sus pies, junto a sus otros hermanos.
Había otras pruebas más irrefutables.
Lo advirtió mientras fijaba su atención en aquellas figuras. Algunos cuadros mostraban a sus hermanos en compañía de su padre y su madre, sin primos, sin desconocidos.
Enseguida, lo más silenciosamente que pudo, abrió las puertas del comedor principal.
Tras la cabecera de la mesa se alzaba el gran lienzo, el retrato familiar que tanto lo había atormentado siempre. Incluso desde donde se encontraba, vio que Carlo no aparecía en él y sintió que caía por un abismo. No podía decir si lo que experimentó era alivio o decepción, porque tal vez no tenía aún motivos para ninguno de los dos sentimientos.
Sin embargo, en la pintura había un detalle que lo desconcertó. Leonardo y Giambattista estaban situados a un lado de Andrea, que estaba de pie, y la figura sentada de su esposa fallecida. Philippo se hallaba al otro lado.
– Esto es absolutamente normal -murmuró-. Al fin y al cabo, sólo hay tres hermanos, ¿qué otra cosa iban a hacer si no poner dos a un lado y uno al otro? -No obstante, era el espacio existente entre ellos lo que resultaba tan extraño. Philippo no estaba pegado a su padre, y el fondo de oscuridad formaba ahí un vacío en el que la túnica roja de Andrea se extendía un tanto burdamente, lo cual hacía que su costado izquierdo se viera mucho más grande que el derecho.
– Pero esto no es posible, no, no lo es -susurró Tonio. Sin embargo, a medida que se acercaba, la impresión de desproporción aumentaba.
¡El atuendo de Andrea ni siquiera tenía el mismo color en un lado que en el otro! Y el fondo negro que separaba su brazo del de su hijo Philippo no parecía sólido.
De manera vacilante, casi en contra de su voluntad, Tonio elevó la vela y se puso de puntillas para poder estudiar de frente aquella superficie.