Guido se encontraba solo, mirando los objetos que Tonio había depositado en la mesa para que todo el mundo los viera.
Mientras Guido los examinaba con atención, lo invadió tal sentimiento de desolación que se quedó sin palabras.
El cofre estaba lleno.
Había partituras, sobre todo piezas de Vivaldi, en unos viejos volúmenes que llevaban escrito el nombre de Marianna Treschi con caligrafía infantil. También había libros, cuentos de hadas franceses, e historias de dioses griegos y héroes de las que se leen a los niños.
Pero lo que más sobrecogió a Guido y le provocó un agudo dolor fueron la ropa y los efectos personales del pequeño. Había un traje de cristianar blanco, que debió de pertenecer a Tonio, y media docena de diminutos vestiditos, todos ellos en perfecto estado, con los correspondientes zapatos y guantes.
Por último estaban los retratos, miniaturas esmaltadas y una pintura muy fiel del muchacho de exquisitos ojos negros que Tonio había sido.
Mientras contemplaba aquellos objetos, Guido advirtió que constituían esas reliquias que otros atesoraban, pero que rara vez uno mismo guardaba.
Las habían sacado de los lugares donde las habían guardado, las habían embalado y enviado a Roma como prueba irrefutable de que en la casa de los Treschi ya no quedaba nadie que amara al joven que allí había vivido. Era como si todos los que habían compartido esa otra vida con Tonio hubiesen muerto.
El cardenal preguntó con un hilo de voz si había algo que él pudiera hacer. Había ordenado a sus ayudantes que se retiraran; se le veía paciente y caritativo, pendiente de un músico que lo había dejado esperando en la puerta como si fuera un criado.
Guido alzó la vista y lo miró. Murmuró excusas respetuosas por toda aquella confusión, e intentó adivinar en qué medida aquel hombre se interesaba por Tonio, y hasta dónde alcanzaba su poder.
Estudió al cardenal mientras éste observaba aquellos tesoros.
– La madre de Tonio ha muerto -dijo Guido en voz baja. Pero detrás de aquellas sencillas palabras se escondía la sospecha de que Marianna Treschi, a la que Guido nunca había conocido, bien podía ser la última barrera que se interponía entre Tonio y su inevitable viaje a Venecia.
Capítulo5
El carnaval romano estaba a punto de terminar y con él las últimas y más frenéticas noches de la temporada operística. Desde el alba al anochecer, la estrecha Via del Corso estaba repleta de juerguistas disfrazados, y a cada lado de la calle se habían levantado estrados, abarrotados de espectadores enmascarados. Los carruajes de las grandes familias, de ostentosa decoración, avanzaban por la calzada, cargados de indios, sultanes, dioses y diosas. La gran carroza de los Lamberti había elegido como tema el nacimiento de Venus en la espuma, representado por la propia condesa, adornada con guirnaldas de flores ante una gran concha de pasta de papel. Detrás iban otros carruajes que avanzaban lentamente, mientras sus ocupantes enmascarados arrojaban una lluvia de almendras azucaradas. Las calles estaban invadidas por hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre y toda clase de personajes anónimos disfrazados que desfilaban ataviados de príncipes, marineros o grandes personajes de la commedia. Los motivos de siempre, la misma locura.
Tonio, enmascarado, con un largo tabarro negro que ocultaba su vestimenta, caminaba junto a Christina, que llevaba el cabello echado hacia atrás como un hombre y cubría su cuerpo menudo con el atuendo de un oficial militar.
Corrían de un lado a otro, y Tonio levantaba el brazo de vez en cuando para protegerla de un diluvio de confeti, al tiempo que se agachaban y se levantaban para ver las bufonadas de un polichinela que interpretaba una obra desenfrenada. En algunos momentos escapaban para besarse, recobrar el aliento o abrazarse furtivamente ante la puerta de una iglesia.
A medida que el día declinaba hacia el atardecer, la multitud se dispersaba por fin para presenciar el emocionante clímax final del desfile: quince caballos que serían llevados primero desde la Piazza del Popolo hasta la Piazza Venecia y otra vez de regreso, antes de ser soltados en la primera para que se precipitaran en libertad hacia la segunda. Era un espectáculo temerario y que entrañaba un peligro excitante, el sonido de las pezuñas, los inevitables tropezones de la multitud, los animales llegando en tropel a la Piazza Venecia, donde se anunciaría el ganador.
Luego, cuando por fin se puso el sol, la gente se quitó las máscaras, la calle se vació y el gentío buscó diversión en otra parte: los bailes que se celebraban por toda la ciudad, o el teatro, su mayor deleite.
El público de la Ópera estaba enfervorizado. Aunque las máscaras habían desaparecido, todavía se veían disfraces, sobre todo el largo y holgado tabarro. Había mujeres encantadoramente convertidas en apuestos militares, disfrutando de toda la libertad que les permitían los pantalones, mientras los seguidores enfrentados de Bettichino y Tonio intentaban superarse en desvarío los unos a los otros.
Parecía imposible que los palcos resistiesen todo el peso que soportaban y el teatro vibraba con los generosos aplausos, los gritos de bravo, los pateos, las ovaciones.
Finalmente, todos se fueron a casa, Tonio y Christina abrazados, para levantarse de nuevo al amanecer y continuar la fiesta.
Había momentos en que, en medio de la avalancha de gente, Tonio se quedaba quieto, con los ojos cerrados y, balanceándose de puntillas, imaginaba que se hallaba en la Piazza San Marco. Allí, los muros cercanos desaparecían, el cielo se abría ante él y los mosaicos dorados resplandecían como grandes ojos inmóviles por encima de la multitud. Casi podía oler el mar.
Su madre estaba con él, y también Alessandro. Era aquel primer carnaval glorioso en el que por fin habían disfrutado de la libertad, y el mundo se les antojaba un prodigio, repleto de maravillas exquisitas. Oyó la risa de Marianna, sintió incluso la caricia de sus manos; entonces recuperó intactos todos los recuerdos de su madre, inmunes al dolor posterior. Habían tenido una vida juntos y esa certeza vencería al tiempo.
Le hubiera gustado creer que estaba junto a él, que de alguna manera Marianna lo sabía y lo comprendía todo.
Si algo lo atormentaba en aquellos días de amargo y secreto pesar era no haber podido hablar otra vez con ella, sentarse a su lado, cogerle las manos, decirle lo mucho que la quería, y asegurarle que no había estado en sus manos el cambiar el curso de los acontecimientos.
Su madre le parecía tan impotente en la muerte como durante su vida.
Sin embargo, cuando Tonio abrió los ojos a la ciudad de Roma, a las chicas romanas que hacían cosquillas a quienes no llevaban máscara, a los hombres disfrazados de abogados que reprendían a la multitud, y los más malvados de todos, los jóvenes vestidos de mujeres que desnudaban sus pechos, enseñaban las piernas y se ofrecían a los viandantes, cuando vio toda aquella vida desatada a su alrededor, admitió lo que siempre había sabido: que en realidad no había querido despedirse de ella. En sus sueños de venganza o de justicia más desaforados jamás había imaginado siquiera una palabra dirigida a ella, una mano extendida, una muestra de afecto. En una borrosa visión, la había imaginado más bien vestida de viuda, llorando entre sus hijos huérfanos a su esposo, el único esposo al que realmente había conocido, asesinado, arrebatado de su lado.
Se había visto libre de aquel destino. No iba vestida de viuda, dormía en su ataúd, y era Carlo quien lloraba por ella. «Sufre como un loco -había escrito Catrina-. Está fuera de sí y jura dedicarse por completo al cuidado de los niños. Aunque trabaja con ahínco, y ha prometido que será un padre y una madre para los pequeños, está tan acongojado que sale a cualquier hora de los Oficios del Estado para vagar como un demente por la piazza.»
Christina le apretaba la mano.
La muchedumbre empujaba desde todos los ángulos y durante unos momentos luchó por no perder el equilibrio. Vio de nuevo a su madre en el ataúd y se preguntó cómo la habrían vestido. ¿Le habrían puesto aquellas hermosas perlas blancas que Andrea le había regalado? Imaginó la procesión del funeral en la que dominaría el color escarlata, desplazándose sobre las olas rizadas, el rojo de la muerte flameando sobre las góndolas negras, y el mar que se encrespaba mientras los leves sollozos de las plañideras se disolvían en la brisa salada.