Todo estaba dicho. Todo estaba hecho. Lo que había permanecido largo tiempo agazapado en la oscuridad era ya libre y se desbocaba sin freno alguno.
De nuevo se apoderó de él aquel regocijo. Ir a Venecia. Hacerlo. Dejar que ocurriera. Se acabó la espera. No más odio y amargura, se acabó ver cómo la vida brilla a tu alrededor y es hermosa a pesar de esta oscuridad, de esta impenetrable penumbra.
Guido se había abalanzado sobre él y la condesa, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, consiguió que se apartara. El rostro de Guido estaba contraído por la furia.
– ¿Cómo puedes hacerme esto? -lloraba-. Dime, ¿cómo puedes? Si yo sólo fui un peón en manos de tu hermano, ¿por qué te saqué de la ciudad? ¿Por qué te saqué de allí cuando estabas herido y destrozado?
La condesa, en su afán de calmarlo, levantó la voz.
– Dime que hubieras preferido que te dejara morir allí, si te hubiese dejado allí te habrían matado, dime que hubieras deseado que esto, nada de esto hubiese llegado a ocurrir.
– No, calla… -La condesa alzó las manos.
Entonces, aquel regocijo se desató transformado en ira. Se volvió hacia Guido y oyó su propia voz, clara y tajante que decía:
– ¡Tú sabes por qué, lo sabes mejor que nadie! El hombre que me hizo esto todavía está vivo y no ha recibido castigo alguno. Dime, ¿puedo considerarme un hombre si lo tolero? ¿Soy un hombre?
De repente se sintió flaquear.
Fue dando tumbos por el jardín.
En la puerta del salón de baile, si el criado no lo hubiese sujetado por el brazo, se habría caído.
– Quiero ir a casa… -dijo. Christina, con el rostro surcado de lágrimas, asintió con un gesto.
Era por la mañana.
Tenía la sensación de que Guido y él habían estado discutiendo toda la noche. Y aquellas frías habitaciones semejaban más un terrible campo de batalla que sus dormitorios.
En algún lugar, tras aquellas paredes, Christina lo esperaba. Despierta, ya vestida, tal vez sentada junto a la ventana, con la barbilla apoyada en los nudillos, mirando la Piazza di Spagna.
Sin embargo, Tonio estaba sentado solo, inmóvil, al otro lado del vacío que formaba aquella habitación. Se contempló en un espejo polvoriento, un espectro de cara pálida tan inexpresivo que parecía un demonio con rostro de ángel. Todo había cambiado.
Paolo lloraba.
Paolo lo había oído todo y se había acercado a él, que lo había despreciado con su silencio.
Oculto entre las sombras, Paolo lloraba desconsolado. Y sus sollozos, que ascendían y descendían, resonaban como si recorriera los pasillos de un caserón en ruinas en el que Tonio caminaba apoyado contra la pared, arrastrando los pies descalzos, llenos de polvo, y las lágrimas le manchaban el rostro. Al atravesar el umbral de la puerta veía a su madre inclinada sobre el alféizar de la ventana. Impotencia, terror, un nudo en la garganta mientras tiraba de su falda, y aquel llanto que cada vez sonaba más fuerte. Y justo cuando ella se volvía, él se tapaba los ojos para no ver su rostro. Se sintió caer. Su cabeza golpeó las paredes y los escalones de mármol. No podía parar. Sus gritos se elevaron y ella, con el vestido ondulándose al bajar, cogió aquellos gritos y se los llevó hacia arriba transformados en chillidos cada vez más agudos.
Se puso en pie. Se detuvo en el centro de la habitación, mirando aquel espejo oscuro. ¿Me quieres?, susurró sin mover los labios, y observó que los ojos de Christina se abrían casi impulsados por un resorte, como los ojos de las muñecas, y su boca, reluciente, formaba una palabra.
– ¡Sí!
Paolo estaba junto a él. El muchacho era una fuerza repentina contra él que le hizo tambalearse. Oía llorar a Paolo desde muy lejos. Las manos de Paolo tiraban de él hasta que cerró sus largos dedos sobre ellas, se las sacó de encima y las cogió con fuerza al tiempo que empezaba a caminar hacia el espejo.
¿Por qué no me lo advertiste?, dijo a su reflejo, aquel gigante con un tabarro veneciano negro y de rostro tan blanco, que llevaba un muchacho abrazado a él, con la cabeza gacha y las manos aferradas a la tela negra como si no pudieran desprenderse de ella. ¿Por qué no me advertiste que el plazo se acababa? ¿Que casi había llegado a su fin?
Y entonces, tirando de Paolo, avanzó con torpeza hacia la cama, se desplomó sobre las almohadas. Paolo se acurrucó junto a él, y el llanto del muchacho se incorporó a su sueño.
Capítulo6
Cuando llegó al teatro el cansancio no lo había abandonado. Había llevado a Paolo a un pequeño café en el que ambos habían comido en exceso. Se sentía aturdido y el mundo vibraba a su alrededor. Los colores se desangraban bajo la lluvia que ahuyentaba a los enmascarados. Paolo se negó a comer si Tonio no lo hacía, y Tonio le dio demasiado vino.
Le resultaba casi imposible cantar. Sabía, sin embargo, que nada se lo impediría.
Y tan pronto como oyó a la multitud gritando y pateando, cuando vislumbró a Bettichino ya maquillado, su cuerpo transmutado en un orgulloso andamio de seda y armadura, la emoción habitual acudió en su rescate junto con su fuerza de voluntad.
Cuidó más que nunca su vestuario, realzó su cara con maquillaje blanco con la misma sutileza y arte del que Bettichino hacía gala, y cuando por fin apareció bajo los focos, era de nuevo el Tonio de siempre, y con su voz sólo pugnó un poco al principio para luego dejarla brotar en toda su intensidad. Percibía la excitación del carnaval entre el público, la adivinaba en sus ásperos y cariñosos gritos de bravo. Por un momento procuró contemplar con imparcialidad aquel teatro que se ponía en pie ante él, el oscuro vacío de sus rostros, y supo que aquélla era una noche de riesgos, trampas que permitirían a la imaginación alzar el vuelo.
Christina fue a los camerinos después del primer acto. Era la primera vez que lo veía tan de cerca vestido de mujer, y Tonio se puso una máscara de pedrería antes de dejarla entrar. No le sorprendió descubrir que su aspecto la seducía.
Al mirarlo, o al mirar a aquella mujer vestida de terciopelo ciruela y satén blanco, Christina contuvo una exclamación.
– Ven aquí, querida mía -dijo él en un tierno susurro sólo para sobresaltarla. Ella era un oficial del ejército con charreteras y pantalones ceñidos. Y mientras se aproximaba a él cobró el aspecto de un muchacho tímido, casi temeroso, y alzó la mano para tocarle el rostro. Él le sonreía, el espejo le devolvía la imagen de ambos, y después de acomodarse en una silla y extender las faldas a su alrededor, la sentó en su regazo. Vio las tirantes arrugas angulares que formaba el tejido de los pantalones entre las piernas y quiso acariciarlas. No obstante, se contentó con la seda de su cuello blanco.
Ella alzó la copa de vino y se lo dio a probar, luego lo besó con vehemencia, y él la giró despacio para poder contemplar la escena en el espejo. Aquella mujer alta y maquillada, con una máscara de gato adornada de lentejuelas, abrazada al joven de rostro exquisito sentado en su regazo.
Ella se volvió y recorrió con los dedos el contorno de su rostro. Le quitó la máscara y al ver los ojos pintados de Tonio a duras penas contuvo otra exclamación.
– Me asusta, signore -susurró él en aquel mismo tono femenino y misterioso, y ella, cuyo cuello se estremecía con una leve palpitación, fingió atacarlo.
Metió su pequeña mano por debajo de la camisa, acarició la desnudez bajo ella y al encontrar el pene erecto lo agarró con crueldad.
– Cuidado, querida -murmuró él entre dientes-, no vayamos a estropear lo que queda.
Ella rió sorprendida, luego se apretó contra él mientras soltaba un suspiro y se quedó inmóvil. Tonio nunca le había dicho nada parecido, nunca había aludido a su condición con tanta ligereza, y en aquellos momentos la miraba con indulgencia, como si se tratara de una chiquilla.