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Llegó la hora de marcharse. La multitud empezó a dispersarse, los niños seguían soplando las velas de sus padres y los provocaban con la misma maldición, los padres los recriminaban y la locura disminuía y se trasladaba a los callejones laterales. Tonio se quedó inmóvil, en silencio, no quería perderse aquel último latido del carnaval, ni siquiera comparable a los postreros instantes de éxtasis en el teatro.

Las ventanas estaban aún iluminadas, sobre la calle colgaban farolas y los carruajes pasaban derramando su luz.

– Nos queda muy poco tiempo, Tonio… -susurró Christina. Era tan fácil tomarle la mano en contra de su voluntad… Ella tiraba de Tonio, pero él no se movía. Se puso de puntillas y le acercó la mano a la nuca-. Estás soñando, Tonio.

– Sí -musitó-. En una vida eterna.

Entonces la siguió hacia Via Condotti. Ella casi bailaba ante él, arrastrándolo como si su largo brazo fuera una correa.

Un niño se abalanzó contra él gritando «Sia ammazatto…» y Tonio levantó el brazo con una sonrisa de desafío y salvó la llama.

Lo que ocurrió a continuación sucedió tan deprisa que después no pudo reconstruirlo. De repente advirtió que una figura se alzaba ante él con el rostro contraído en una mueca.

– ¡Muere!

Christina lo soltó y él perdió el equilibrio, cayó hacia atrás mientras ella chillaba.

Cuando sintió el acero frío de otro cuchillo en la nuca sacó el puñal.

Lo empujó hacia arriba de modo que se arañó la mejilla, y lo clavó hacia delante repetidas veces en la figura que intentaba arrinconarlo contra el muro.

Justo cuando aquel peso se desplomaba sobre él, notó otra presencia a sus espaldas, y el repentino cierre del garrote alrededor del cuello.

Se debatió presa del terror con la mano izquierda, intentando agarrar el rostro que tenía detrás de la cabeza, mientras que con la mano derecha hundía el arma en el abdomen del hombre.

La noche se llenó de gritos y patadas. Christina chillaba pero él se asfixiaba y la cuerda le cortaba la carne. De pronto alguien se la quitó.

Se giró y se lanzó contra su atacante cuando un hombre lo cogió por ambos brazos y le gritó:

– ¡Estamos a su servicio, signore!

Lo miró fijamente. Era un hombre al que no había visto nunca y tras él estaban los bravi de Raffaele, esos hombres que llevaban semanas siguiéndolo, y sostenían a Christina con la intención de protegerla. A sus pies estaba el cuerpo del hombre al que había apuñalado.

Jadeante, se apoyó contra la pared como un animal acorralado, incrédulo, desconfiado, intentando comprender qué ocurría.

– Estamos al servicio del cardenal Calvino -le informó el hombre.

Y los bravi de Raffaele no lo habían atacado aunque también se hallaban allí.

La muchedumbre los rodeó con sus cientos de llamas y, de manera gradual, Tonio entendió lo que había sucedido: todos aquellos hombres habían salido en su defensa.

Miró al hombre muerto.

Se acercaron unos niños pequeños que retrocedieron entre un coro de exclamaciones, sin dejar de rodear con las manos sus preciadas llamas.

– Tiene que marcharse de aquí, signore -dijo el bravi y los hombres de Raffaele asintieron-. Tal vez lo aguarden más enemigos.

Mientras se lo llevaban, uno de los bravi se agachó junto al muerto y le abrió la chaqueta.

Capítulo8

Se sentó en un extremo de la habitación. El cardenal Calvino estaba pálido de ira.

Había mandado llamar al conde Raffaele di Stefano, para agradecerle la ayuda que sus hombres habían prestado a Tonio y Christina, a quien habían llevado sana y salva a casa de la condesa.

A Raffaele le preocupaba que los asaltantes de Tonio se hubieran acercado tanto.

Pero ¿quiénes eran esos asaltantes? Ambos hombres se volvieron hacia Tonio, que sacudió la cabeza y les aseguró que sabía lo mismo que ellos.

Ambos eran matones venecianos. Llevaban pasaporte veneciano, moneda veneciana. Los bravi del cardenal habían abatido a uno de ellos, Tonio había matado al otro.

– ¿Quién quiere matarte en el Véneto? -preguntó Raffaele, clavando sus ojillos negros y pequeños en Tonio. El rostro inexpresivo de Tonio lo impacientaba.

Tonio sacudió la cabeza de nuevo.

Era un milagro que hubiera conseguido llegar al teatro y haber salido al escenario. Su perfecta interpretación era el resultado de una costumbre y una técnica a las que nunca había otorgado suficiente valor.

Había experimentado una sensación cercana a la euforia, la misma euforia que sintiera cuando abriera su corazón a Guido dos días antes, una euforia que lo tranquilizaba, que lo fortalecía y que el maquillaje y el vestuario habían ocultado por completo.

En aquellos momentos se obligaba a permanecer callado e inmóvil. Sin embargo, no podía olvidar el corte en la garganta y se preguntaba cuan profundo hubiera tenido que ser para quitarle la voz, para arrebatarle la vida.

También le habían puesto un cuchillo en la garganta. Un cuchillo y un garrote en la garganta.

Alzó los ojos y los clavó en Guido, que observaba lo que ocurría con el mismo horror y desconcierto que los demás.

El suyo era el típico semblante de los italianos del sur, aquella expresión de absoluta ignorancia que no se revelaba ante nadie sino ante sí misma.

Cuatro bravi protegerían a Marc Antonio Treschi a partir de aquel momento, decidió el cardenal. Con su tacto habitual, y por consideración, a pesar de la ira que aún lo agitaba, se abstuvo de preguntarle a Raffaele por qué estaban allí sus hombres. Los bravi del cardenal hablaban con ellos como si los conocieran, como si su presencia no les supusiera sorpresa alguna.

¿Y si ninguno de ellos hubiera estado allí? Tonio entornó los ojos y desvió la mirada mientras Raffaele se inclinaba para besar el anillo del cardenal.

Tonio sintió de nuevo el corte de la garganta. Raffaele se marchaba. Los bravi montarían guardia en el pasillo de la casa.

– Márchate, Guido -le pidió Tonio en un susurro.

El cardenal y él se quedaron por fin solos.

– Mi señor-le preguntó Tonio-. ¿Me concederíais otro favor después de tantos otros? ¿Podemos ir solos a vuestra capilla? ¿Querríais confesarme?

Capítulo9

Recorrieron los pasillos en silencio y al abrir la puerta les llegó el aire cálido del interior. Las velas ardían ante las efigies de mármol y las puertas de oro del sagrario, que despedían un leve resplandor sobre la blancura inmaculada de los lienzos del altar.

El cardenal avanzó hasta la primera fila de sillas de madera tallada que había ante el reclinatorio de la comunión, se sentó y le pidió a Tonio que hiciera lo propio en la silla contigua. No necesitaban utilizar el confesionario. La cabeza agachada del cardenal y su perfil macilento le indicaron que podía comenzar en cuanto estuviera listo.

– Mi señor, lo que voy a deciros será secreto de confesión; nadie más debe saberlo.

– ¿Por qué me recuerdas mis obligaciones, Marc Antonio? -preguntó el cardenal con el ceño fruncido. Alzó la mano derecha y lo bendijo.

– Porque no pido absolución, mi señor, tal vez busco algo de justicia, que el cielo me escuche. No sé lo que busco, pero debo deciros que quien mandó a esos hombres para que me mataran es mi propio padre, al que todo el mundo cree mi hermano.

Lo contó todo con fluidez, deprisa, como si los años hubiesen borrado los detalles triviales y hubieran conservado sólo lo más importante. El rostro del cardenal se contrajo de dolor y concentración. Sus párpados cerrados eran lisos y redondos sobre los ojos y de vez en cuando sacudía la cabeza en un silencio elocuente.