– La atrocidad cometida contra mí hubiera movido a otros a la venganza hace mucho tiempo -susurró Tonio-, pero ahora sé que era mi felicidad la que me hacía eludir mi deber. No he detestado mi vida, me he entregado a ella. Mi voz no sólo era un don que Dios me había dado, era mi alegría, y todos los que me rodeaban pasaron a formar parte de esa alegría, aunque también había deseo y pasión. No puedo negarlo. Pero he vivido, y a veces me he sentido como un vaso de agua iluminado por el sol con la luz estallando en él hasta que el agua se evaporaba para convertirse en esa misma luz.
»Pero ¿cómo iba yo a matarlo? ¿Cómo iba a dejar viuda de nuevo a mi madre y huérfanos a sus hijos? ¿Cómo podía llevar oscuridad y muerte a aquella casa? ¿Y cómo iba a alzar la mano contra él si es mi padre y por amor a mi madre me había dado la vida? ¿Cómo podía hacer todo eso cuando, a excepción del odio que me ataba a él, he conocido una felicidad y una dicha que nunca había experimentado durante mi infancia?
»Por esa razón, fui retrasando la acción. Esperé a que tuviera dos hijos, no uno, esperé a que mi madre descansara por fin en paz. E incluso entonces, cuando ante mí no se alzaba ningún obstáculo, cuando ya había cumplido mi deber con todos los que amaba y nada se interponía en mi camino, era mi felicidad y el miedo a perderla lo que me frenaba. Y más concretamente, mi señor, era esa misma felicidad la que me hacía sentir culpable de tener que matarlo. ¿Por qué debía morir si yo tenía el mundo, el amor y todo lo que un hombre puede desear? Éstas son las preguntas que me he estado haciendo.
»Hasta hoy mismo, he dudado, debatiéndose entre mi conciencia y mi deber, entre los argumentos que he dado a los demás y los que me he dado a mí mismo.
»Pero, mirad, él mismo ha sido quien se ha perdido. Ha mandado a sus sicarios a matarme. Ahora puede hacerlo. Mi madre está muerta y enterrada, y cuatro años se interponen entre él y los motivos obvios que habrían confirmado su sentencia de muerte si lo hubiera hecho antes, cuando para él era tan importante mi lealtad hacia mi casa, hacia mi nombre, e incluso hacia él, el último miembro de la estirpe.
»¡Y al enviar esos hombres para aniquilarme, ha querido apagar la llama de esa misma vida que me está tentando para que me olvide de él, esa vida que me susurra al oído: ¡Olvídalo, déjalo vivir!
»Pero no puedo olvidarlo. No me ha dejado otra opción. Tengo que ir a matarlo, y no hay razón alguna que me impida hacerlo y regresar con los que amo y que me están esperando. Decidme que al destruir a ese hombre que hoy ha intentado matarme no voy a destruirme a mí mismo.
– Pero, Marc Antonio, ¿cómo puedes destruirlo sin echar a perder tu propia vida? -preguntó el cardenal.
– Claro que puedo, mi señor -respondió Tonio con serena convicción-. Hace tiempo que he ideado un plan para hacerlo caer en mis manos sin que suponga un gran riesgo para mí.
El cardenal sopesó aquellas palabras en silencio. Sus ojos se contrajeron mientras miraba el lejano sagrario.
– Oh, qué poco sabía de ti, qué poco sabía de tu sufrimiento…
– En mi mente se ha formado una imagen -prosiguió Tonio-. Me ha acosado toda la noche. Es esa vieja historia que se cuenta tanto a niños como a mayores sobre el gran conquistador Alejandro, al que cuando le regalaron el nudo gordiano, lo cortó con la espada. Porque eso era lo que había en mi interior, un auténtico nudo gordiano por mis ansias de vida y a la vez la certeza de que no podría vivir plenamente hasta que destruyese a mi padre y de ese modo buscarme mi propia ruina. Bueno, él ha cortado el nudo gordiano con los cuchillos de sus sicarios. Y esta noche, mientras otros creían que yo sonreía o hablaba, o incluso cantaba en el escenario, pensaba en lo absurda que me había parecido siempre esa vieja leyenda. ¿Qué sabiduría implica cortar un rompecabezas que mentes más brillantes no habían podido resolver? ¡Qué trágico y bárbaro error! Pero ésa es la manera de obrar de los hombres, mi señor, cortar, y tal vez seamos sólo nosotros, los que no somos hombres, los que contemplamos la sabiduría del bien y del mal bajo una luz más clara, los que quedamos paralizados ante su visión.
»Si pudiera, pasaría el tiempo con eunucos, mujeres, niños y santos, que evitan la vulgaridad de las espadas, pero no puedo, no soy libre. Él viene a buscarme. Me recuerda que la virilidad no puede ser eliminada de forma tan sencilla sino que todavía puedo hacer acopio de ella en mis entrañas para enfrentarme a él. Es lo que siempre he creído: no soy un hombre y sin embargo sí lo soy y no puedo vivir de ninguna de las dos maneras mientras él siga impune.
– Hay un camino para salir de esta encrucijada. -El cardenal se había vuelto por fin hacia él-. No puedes alzar una mano contra tu padre sin sufrir por ello. Tú mismo lo has reconocido. No necesito citarte las Sagradas Escrituras. No obstante, tu padre ha intentado matarte porque te teme. Al oír hablar de tus éxitos en el escenario, de tu fama, de tu destreza con la espada, de los hombres poderosos con los que has entablado amistad, no puede sino creer que tienes la intención de enfrentarte a él.
»Así pues, debes ir a Venecia. Haz que caiga en tu poder. Mandaré hombres contigo, los míos o los del conde Di Steffano, como prefieras. Y entonces, si quieres, enfréntate a él. Conténtate con ver lo mucho que ha sufrido durante estos cuatro años por el daño que te hizo, y después déjalo marchar. Así tendrá la certeza de que nunca le harás ningún daño y tú también quedarás satisfecho. El nudo gordiano no se desatará pero tampoco habrá necesidad de utilizar la espada.
»Todo esto no te lo digo como sacerdote o como confesor. Te lo digo como una persona horrorizada por lo mucho que has sufrido y perdido y también ganado a pesar de todo. Dios nunca me ha sometido a pruebas tan terribles como a ti. Y cuando decepcioné a mi Dios, tú te mostraste amable conmigo en mi pecado, no te regodeaste en mi debilidad ni te aprovechaste de ella.
»Sigue mi consejo. El hombre que te ha dejado vivir tanto tiempo en realidad no quiere matarte. Lo que busca por encima de todo es tu perdón. Y sólo cuando lo tengas de rodillas ante ti podrás convencerle de que cuentas con la fuerza necesaria para otorgárselo.
– ¿Yo tengo esa fuerza? -preguntó Tonio.
– Cuando conozcas su auténtica magnitud, que la hace superar a todas las demás, la poseerás, serás el hombre que quieres ser. Y tu padre será testigo permanente de ello.
Cuando Tonio entró, Guido seguía despierto. Estaba sentado ante su escritorio, en la penumbra, y entonces le llegaron los leves sonidos de alguien que tomaba una taza, bebía su contenido y volvía a dejarla en la mesa casi en silencio.
Paolo dormía hecho un ovillo en mitad de la cama de Guido, y la luna le iluminaba el rostro manchado de lágrimas y los cabellos despeinados. No se había desnudado y el frío le hacía cubrirse el cuerpo con los brazos.
Tonio tomó la colcha plegada y la extendió sobre él, lo tapó hasta la barbilla y se inclinó para besarlo.
– ¿Tú también lloras por mí? -preguntó, volviéndose hacia Guido.
– Tal vez -respondió éste-. Tal vez por ti, por mí, y por Paolo. Y también por Christina.
Tonio se acercó al escritorio. Se detuvo junto a éste y se quedó mirando el rostro de Guido que se revelaba en la oscuridad.
– ¿Podrás tener una ópera terminada para Pascua? -le preguntó.
Guido asintió vacilante.
– ¿Y el empresario de Florencia? ¿Está aquí todavía?
De nuevo, Guido asintió titubeante.
– Entonces ve a verlo y arréglalo todo. Alquila un carruaje en el que quepáis todos vosotros: Christina, Paolo, la signora Bianchi. Ve a Florencia y busca casa. Te prometo que si no vuelvo antes, el domingo de Pascua me reuniré contigo antes de que se abran las puertas del teatro.
SÉPTIMA PARTE
Capítulo1
Incluso tras aquel velo de lluvia levemente racheada, Venecia resultaba demasiado hermosa para tratarse de una ciudad real; era más bien un sueño de ciudad, que desafiaba a la razón, con sus antiguos palacios deslizándose en la agitada superficie de las aguas plomizas para formar un inmenso y glorioso espejismo. El sol se abría paso entre las nubes desgarradas de bordes plateados, los mástiles de los barcos se erguían y parecían querer alcanzar a las gaviotas que remontaban el vuelo, los estandartes ondeaban al viento como explosiones de color en el cielo radiante.