El viento fustigaba el lienzo de agua que cubría la piazetta. Y detrás estaba la campana del Campanile, prisionera en su tañido espectral que la hacía parecer el sueño de sí misma, al igual que sucediera con los agudos chillidos de las gaviotas.
De los pórticos de los Oficios del Estado emergía aquel antiguo y sacrosanto espectáculo del Senado de la Serenísima: túnicas escarlatas arrastrándose por las húmedas calles, pelucas blancas arrancadas por el viento, hasta que el desfile llegaba al borde del agua, y uno a uno, aquellos hombres se marchaban en aquellas bruñidas barcazas funerarias de color negro azabache hacia la avenida que conservaba intacto todo su esplendor, el Gran Canal.
¿Nunca dejaría de maravillarle, de asolar su corazón y su pensamiento? ¿O era simplemente que aquellos quince años de amargo exilio en Istanbul habían acrecentado de tal forma su avidez que aquel espectáculo nunca le bastaría? Siempre hechicera, siempre misteriosa, y siempre cruel, su ciudad, Venecia, el sueño que se hacía realidad una y otra vez.
Carlo se llevó el coñac a los labios. Sintió que el licor le quemaba en la garganta. Se le enturbió la vista momentáneamente, y cuando se le aclaró el viento le escoció en los ojos. Las gaviotas se elevaban hacia el firmamento.
Dio media vuelta, casi perdió el equilibrio. Distinguió a sus hombres de confianza, sus bravi, sombras en un extremo de la piazza, que se acercaban, temerosos de ayudarle, dispuestos a intervenir sí se caía.
Carlo sonrió. Sostuvo el cuello de la botella y luego bebió un gran trago. La multitud se convirtió en una indolente masa de color reflejada en el agua, tan anodina como la lluvia que había terminado por disolverse en una bruma silenciosa.
– Por ti -susurró al aire que lo rodeaba, al cielo, a aquel prodigio sólido y evanescente-, por ti lo sacrifico todo: mi sangre, mi sudor, mi conciencia. -Cerró los ojos y escuchó el viento. Dejó que le helase la piel en aquella deliciosa ebriedad, más allá del dolor, más allá de la pena-. Por ti, yo asesino -musitó-, por ti, yo mato.
Abrió los ojos. Todos aquellos nobles de túnicas escarlata habían desaparecido. Y por un instante, imaginó complacido que uno a uno se ahogaban en el agua.
– Volvamos a casa, excelencia.
Se volvió. Era Federico, el audaz, el que se jactaba de ser sirviente y bravo a la vez, y de nuevo se llevó el coñac a los labios y lo paladeó antes de haber tomado la decisión de beber.
– Enseguida, enseguida… -Quería hablar pero un velo de lágrimas le distorsionaba la visión; habitaciones vacías, la cama de ella vacía, sus vestidos todavía en los colgadores y el perfume que persistía levemente-. El tiempo no cura nada -dijo en voz alta-. ¡Ni su muerte, ni su pérdida, ni que en su agonía pronunciara el nombre de Tonio!
– ¡Signore! -Federico señaló con la mirada una figura oscura, ridícula en su repentino retroceso, uno de aquellos abominables e inevitables espías del estado.
– Demándame -rió Carlo-. ¿Lo harás? «Está borracho en la plaza porque su esposa es pasto de los gusanos.» -Apartó a Federico con la palma de la mano.
La multitud aumentaba, cobraba vida, y se arremolinaba aquí y allá para volverse compacta al poco rato. La lluvia, racheada por el viento, caía sobre sus párpados y sus labios, estirados en una sonrisa que sensibilizaba todo su rostro. Caminó hacia un lado y dio otro trago.
– Tiempo -dijo en voz alta con aquel atrevimiento que sólo da la borrachera; cuando la vida no te da nada, pensó-. Y la borrachera -susurró- no te da nada, sólo de vez en cuando la fuerza necesaria para contemplar esta visión, esta belleza, el significado de todo.
Las nubes de lluvia, surcadas de plata, los mosaicos de oro titilando, moviéndose. ¿Había tenido ella alguna vez esa visión durante sus borracheras clandestinas, cuando le arrebataba el vino de las manos y él le suplicaba que no lo hiciera? «Marianna, no bebas, quiero que estés conmigo, no bebas.» Inconsciente, en la cama, ¿habría soñado alguna vez?
– ¡Excelencia! -le dijo el bravo Federico.
– ¡Déjame en paz!
El coñac le provocaba un calor exquisito, semejaba fuego líquido. Se imaginó disolviéndose en él, en su calor que le daba vida, y el aire gélido que le rodeaba no podía alcanzarlo, y se le ocurrió que aquella belleza se manifestaba en toda su grandeza sólo cuando uno estaba más allá del dolor.
La lluvia caía fresca y oblicua, chapoteando sobre la superficie de agua que se extendía ente él y produciendo un intenso sonido sibilante.
– Bueno, él estará contigo muy pronto, amor mío -murmuró con los labios fruncidos en una mueca-, estará pronto a tu lado y juntos yaceréis en el gran lecho de la tierra.
¡Qué obsesión se había apoderado de ella al final! «Iré a verlo, ¿comprendes? Iré a verlo, no puedes retenerme aquí como si fuera una prisionera. Está en Roma y pienso ir a verlo!» Y él había respondido: «Oh, querida, pero si no podrías ni encontrar los zapatos, ni el peine.»
– Síííí, pronto os reuniréis. -Las palabras surgieron de él con un gran suspiro-. Y entonces podré respirar de nuevo.
Carlo cerró los ojos para que cuando los abriera de nuevo pudiera admirar otra vez aquella belleza: el sol convertido en un estallido repentino de plata y las torres doradas elevándose sobre los destellantes mosaicos.
– Muerte, y todos mis errores del pasado corregidos, muerte, y basta de Tonio, Tonio el eunuco, Tonio el cantante -musitó-. En su lecho de muerte te llamó, ¿verdad? ¡Pronunció tu nombre!
Bebió más licor y sintió un estremecimiento que le provocó placer. Con la lengua apuró el último resto del líquido en los labios.
– Entonces sabrás cómo he pagado por todo, cómo he sufrido, cómo cada minuto de vida que te he regalado me ha costado una fortuna, hasta el punto de que ya no tengo más que darte, mi hijo bastardo, mi rival indómito e ineludible. ¡Morirás, morirás para que yo pueda volver a vivir!
El viento fustigó hacia atrás su cabello peinado con descuido, le abrasó las orejas y atravesó incluso el fino tejido de su levita mientras agitaba su largo tabarro negro.
Sin embargo, incluso mientras escuchaba de nuevo, en un intento por combatir la visión de aquella habitación de muerte que lo había acosado en las últimas semanas, vio avanzar hacia él la figura muy real de una mujer vestida de luto a la que había visto muchas veces en las calles, en la riva, a lo largo de aquellos ebrios, tempestuosos y amargos días.
Entornó los ojos y ladeó la cabeza.
Las faldas ondulaban despacio sobre el agua centelleante, no parecía moverse por un impulso físico sino por la fuerza de su propia mente, febril y acongojada.
– Y tú formas parte de ello, querida mía -susurró, amando el sonido de la voz en su cabeza, aunque nadie se fijaba en él ni en la botella abierta que sostenía-. ¿Lo sabías? Formas parte de ello, tú, la que no tiene nombre ni rostro, y sin embargo es hermosa, y como si esa belleza no bastara, surges del centro mismo de todo, vestida de muerte, avanzando siempre hacía mí como si fuéramos amantes, tú y yo, muerte…
La piazza osciló fugazmente.
Era el milagro obrado por el coñac, el vino y su sufrimiento. El momento perfecto en el que todo es soportable: sí, Tonio debe morir, no hay alternativa, ¡no puedo hacer otra cosa! Y que se disuelva en poesía, si lo desea, el pájaro cantor, el cantante, ¡mi hijo eunuco! ¡Mi largo brazo llega a Roma y te coge por la garganta y te hace enmudecer para siempre, y entonces, entonces yo podré respirar!