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Ella caminaba cada vez más deprisa.

Cuando llegó al borde del canal que tenía delante, se volvió.

El velo cayó despacio.

Bien, muy bien. Él pasó por delante y la desconocida se quedó varios pasos detrás de él. Sus faldas casi rozaban el agua. Deseó poder ver cómo la respiración le henchía el pecho.

– Tan audaz como hermosa -le dijo, aunque ella estaba aún demasiado lejos para oírlo. Se volvió y con un gesto llamó al gondolero.

Comprobó que sus hombres se agrupaban tras él. Federico se acercaba.

Dio media vuelta y bajó a toda prisa. Con pasos torpes y pesados subió a la embarcación, que se balanceó bajo su peso y estuvo a punto de lanzarlo a la felze cerrada en la que ella se encontraba.

Mientras se acomodaba en el asiento, sintió el roce del tafetán de su vestido.

La barca se movió. El hedor del canal le invadió las fosas nasales. Ella se puso en pie ante él, respirando bajo aquellos magníficos cortinajes.

Durante un momento, lo único que pudo hacer fue recobrar el aliento.

El corazón le martilleaba, tenía el cuerpo bañado en sudor, era el precio que debía pagar por su ansiedad. Pero ya era suya, aunque apenas podía verla a la luz de las cortinas abiertas.

– Quiero verlo -dijo, luchando con el inquietante dolor que sentía en el pecho-. Quiero verlo…

– ¿Qué es lo que quieres ver? -preguntó ella en un susurro, con la voz grave, ronca y serena.

Hablaba veneciano, sí, veneciano. ¡Cuánto había deseado que fuera así! Carlo rió entre dientes.

– ¡Esto! -Se volvió hacia ella y le arrancó el velo-. ¡Tu rostro!

Y cayó hacia delante sobre ella, con la boca abierta cubriendo la de ella. La empujó contra los cojines, hasta que su cuerpo se puso tenso. La mujer alzó las manos para apartarlo.

– ¿Qué haces? -Carlo se incorporó relamiéndose los labios. Miró fijamente aquellos ojos negros que no eran más que un destello en las tinieblas-. ¿Crees que puedes jugar conmigo?

Ella tenía una singular expresión de asombro. Ni un amago de coquetería herida, ni temor fingido. Se limitaba a mirarlo fascinada, lo observaba como se observa a los objetos inanimados. En aquella penumbra, su hermosura estaba más allá de cualquier comparación.

Una belleza imposible. Buscó algún defecto, la inevitable decepción, pero le parecía tan hermosa, al menos en aquel instante, que le pareció conocer aquella belleza desde siempre. En algún rincón de su alma había susurrado al dios del amor con insolencia y lujuria: «Dame esto, esto es lo que quiero.» Y allí estaba, y todo los rasgos de aquel rostro le resultaban familiares. Sus ojos tan negros y orlados de largas pestañas; la piel tersa, tirante sobre los pómulos, y aquella gran boca exquisita y voluptuosa.

Le acarició la piel. ¡Ah! Retiró los dedos y luego le tocó las cejas negras, y los pómulos, y la boca.

– ¿Tienes frío? -preguntó en un murmullo-. ¡Quiero que me beses de verdad! -Sus palabras sonaron como un gemido que brotara de su interior y tras tomarle el rostro con ambas manos, la echó hacia atrás y le chupó la boca con fuerza, se la soltó y se la chupó de nuevo.

Ella dudaba. Durante un segundo su cuerpo se tensó y luego, con una deliberación que lo dejó atónito, se entregó a él, sus labios se suavizaron y su cuerpo se relajó. A pesar de la ebriedad, Carlo sintió la primera punzada de deseo entre las piernas.

Rió y se retrepó en los cojines. La luz destellaba incolora y mortecina en la abertura que dejaban las cortinas, y el rostro de ella se veía demasiado blanco para ser humano; sin embargo lo era, sí, eso lo había saboreado.

– ¿Su precio, signora? -Se volvió hacia ella y la atrajo hacia sí hasta que su cabello empolvado de blanco le rozó las mejillas. La mujer bajó la vista y Carlo notó sus pestañas en las mejillas-. ¿Cuál es el precio? ¿Cuánto quiere?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó con aquella voz profunda y ronca, en un tono que le provocó a Carlo un pequeño espasmo en la garganta.

– Ya sabes a qué me refiero, querida… -balbuceó-. Cuánto debo pagar por el placer de desnudarte. Una belleza como la tuya precisa un tributo -añadió, rozándole las mejillas con los labios.

– Desaprovechas lo que podrías saborear -dijo ella alzando una mano-. Para ti no hay precio.

Se hallaban en una habitación.

Habían subido unas empinadas escaleras húmedas arriba y más arriba. A él no le había gustado aquel lugar tan abandonado. Había ratas por doquier, las oía, pero sus besos eran tan deliciosos… Y esa piel, por esa piel sería capaz de matar.

Ella había insistido para que comiese, y después del coñac, el vino le resultaba insulso.

Conocía, sin embargo, el barrio donde se encontraban y las casas de los alrededores; muchas de ellas habían sido un cálido dormitorio en el que había estado con una cortesana que le gustaba bastante. Pero aquella casa…

La luz de las velas lo deslumbraba. La mesa rebosaba de comida ya fría, y a lo lejos destacaba la cabecera de una cama de la que colgaban con descuido unas cortinas bordadas con hilos de oro. El calor que desprendía aquel gran fuego resultaba excesivo.

– Hace demasiado calor -dijo él. La desconocida había cerrado todos los postigos. Un detalle preocupaba a Carlo, o tal vez más de uno: que hubiera tantas telarañas en el techo, y que el lugar fuera tan húmedo y desvencijado.

Sin embargo, estaba rodeado de objetos lujosos, las copas, la vajilla de plata; había algo en todo aquello que le recordaba a un decorado, cuando uno está sentado tan cerca del escenario que puede ver las alfardas del techo y los bastidores.

Pero algo más lo inquietaba, algo concreto. ¿Qué era? Eran… eran sus manos.

– Caramba, si son enormes -susurró. Y al oír el sonido de su propia voz y ver aquellos larguísimos dedos blancos, su estupor se disipó para dar paso a la ansiedad, y advirtió que en los vapores del alcohol se habían perdido fragmentos de lo ocurrido aquella tarde.

¿Qué había dicho la mujer? No recordaba haberse apeado de la góndola.

– ¿Demasiado calor? -preguntó ella en un susurro. Aquella misma voz ronca que le hacía desear acariciarle la garganta.

Cuando su visión se aclaró, la vio casi por primera vez. No sus manos, sino toda ella. Si en algún otro momento la había visto, no podía recordarlo, y rendido a la costumbre imaginó que sus hombres andarían cerca.

Pero allí estaba. Estudiaba su silueta borrosa, parpadeando de vez en cuando, pugnando contra el abotagamiento que le producía la borrachera, al tiempo que alzaba la taza. El borgoña era delicioso aunque suave.

– Espero que no te moleste, querida -dijo mientras descorchaba la botella que tenía en la mano.

– No haces más que repetir lo mismo. -La mujer sonrió. Su voz era un jadeo que surgía desde lo más hondo de ella misma. ¿Cuándo había oído una voz así en una mujer?

Llevaba una peluca francesa con perlas engarzadas en los bucles y unos pulcros rizos blancos le caían hasta los hombros. Oh, era tan joven… Mucho más joven de lo que había imaginado cuando estaban en la góndola, donde le había parecido atemporal, venida de otra época, e inconfundiblemente veneciana, aunque no sabía por qué.

– Una niña -le dijo con dulzura. La cabeza caía de repente hacia delante y le hacía tomar conciencia de sus límites, aunque en un intento por recuperar la dignidad la enderezó de nuevo. Los labios de la mujer no eran rosados ni rojos, sino de un intenso color natural. No, no se había maquillado. En la góndola habría saboreado y olido los afeites. Ella no era más que una visión, y aquellos ojos que lo miraban fijamente.

Y el vestido, con su ceñida banda bordada sobre el pecho. Sintió deseos de deslizar la mano entre los senos y soltar aquella cinta apretada para liberarlos.

– ¿Por qué has tardado tanto tiempo en venir a mí? -Carlo dejó escapar una risa traviesa.