Sin embargo, el rostro de la mujer se transformó repentinamente.
Como si todo él se hubiera movido a la vez. Había ocurrido tan deprisa que Carlo no estaba seguro de su percepción. Ella se recostaba, y aquella boca amplia y voluptuosa se abría en una sonrisa que fruncía los extremos de sus ojos negros.
– Esperaba el momento adecuado -respondió ella.
– Sí, el momento adecuado -repitió Carlo. Oh, si tú supieras, si tú supieras. Tenía a su esposa entre los brazos y cada vez que abrazaba a otra mujer estrechaba más a su esposa contra sí, para luego descubrir, en un momento de horror, que no era Marianna, no era nadie, sólo era… sólo era aquella prostituta.
Mejor alejar estas ideas. Mejor no pensar en nada.
Alargó el brazo y deslizó la vela hacia su derecha.
– Para verte mejor, mi querida niña -dijo, burlándose del cuento infantil francés.
Rió y apoyó la cabeza contra el alto y grueso respaldo de la silla de roble.
Pero cuando ella se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y la luz iluminó su rostro, se sintió repentinamente conmocionado e irguió un poco los hombros.
– ¿Me tienes miedo? -preguntó ella.
Él no respondió. Era absurdo tenerle miedo. Una leve crueldad se iba adueñando de él y le recordaba que ella acabaría por decepcionarlo, que tras aquella expresión misteriosa descubriría sólo coquetería, tal vez vulgaridad, y a buen seguro codicia. De pronto se sintió cansado, sumamente cansado. La habitación estaba demasiado cerrada. Se imaginó metiéndose en su propia cama, notó el cuerpo de Marianna junto al suyo. Despacio y con amargura pensó: «Ella está en la tumba.»
Además estaba demasiado borracho, estaba a punto de marearse, no tenía que haber llegado tan lejos.
– ¿Por qué estás tan triste? -preguntó ella con aquel ronroneo de voz. Parecía esperar una respuesta, y algo en ella inspiraba respeto… ¿Qué era? Su hermosura poseía fuerza. Quizás ella podía… Sin embargo, eso era lo que siempre había creído al principio, y luego ¿cuál era el final? La pugna entre las sábanas, en la que se permitiría alguna pequeña licencia con ella, y luego todo aquel regateo sembrado de amenazas. Estaba demasiado borracho para soportar todo aquello, demasiado.
– Tengo que irme… -dijo, y pronunció las palabras con desgana. Se llevaría su bolsa, si aún la tenía. Su tabarro, ¿qué había hecho con él? Estaba en el suelo, a sus pies. Si lo que pretendía era robarle, demostraba ser una perfecta estúpida. Esa mujer era más lista que todo eso.
Su cara se le antojó… demasiado ancha. Inusualmente ancha. Sin embargo, aquellos ojos negros seguían hipnotizándolo. Ella jugueteaba con el cabello blanco de sus sienes y Carlo le contempló las manos. Qué frente tan exquisita, subía recta hacia aquella costosa peluca francesa. Pero qué manos tan grandes para una mujer tan hermosa, unas manos demasiado grandes para cualquier mujer, y esos ojos. De repente se sintió confundido, a la deriva, una sensación que asoció con la góndola, aunque no tenía nada que ver con el agua.
Le pareció que la habitación se movía como si se hallaran inmóviles en una angosta barca.
– Tengo que irme… Tengo que acostarme.
Vio que ella se ponía en pie.
Parecía subir, subir y subir.
– Pero… pero no es posible -farfulló él.
– ¿Qué no es posible? -preguntó la desconocida en un susurro. Estaba de pie junto a él y Carlo podía oler su perfume, que no era tanto la esencia francesa como su frescura, su dulzura, su juventud. Sostenía algo en las manos. Una especie de lazo negro; ¿de qué era? De cuero, un cinturón con una hebilla.
– Que… que seas tan alta -respondió. Ella había alzado el lazo por encima de su cabeza.
– ¿Ahora te das cuenta? -preguntó sonriendo.
¡Exquisita!
Sospechaba que le sería fácil enamorarse de ella. ¿Puedes creerlo? Amarla. Había en ella cierta sustancia indefinible, no sólo el misterio previsible y su inevitable núcleo de vulgaridad, sino algo mucho más fiero.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó-. ¿Qué… qué tienes en las manos?
Aquellas manos no parecían humanas.
Había dejado caer el cinturón de cuero sobre él. Extraordinario. Miró hacia abajo y vio que le inmovilizaba los brazos y el pecho.
– ¿Qué me has hecho? -le preguntó.
Entonces, al intentar moverse, se dio cuenta.
Ella había pasado también el cinturón por el respaldo de la silla, y lo había tensado de tal manera que no se podía mover, sólo levantar un poco los antebrazos. Aquello resultaba de lo más extraño.
– No -dijo Carlo con una sonrisa. Alzó los antebrazos y estuvo a punto de derramar el licor. De pronto, dio una sacudida hacia delante.
Era imposible. La silla, un mueble grande y pesado, permanecía inmóvil.
– No -dijo de nuevo con una fría sonrisa-. Esto no me gusta. -Y como si regañara a un niño pequeño, sacudió la cabeza.
Ella se había colocado a su espalda, Carlo no la veía. Intentó levantar el cinturón con la mano derecha, pero estaba demasiado apretado.
Lo tomó con ambas manos, cruzó los brazos, el coñac cayó sobre la mesa y le mojó los dedos, que forcejeaban en vano con el cuero. Desde atrás, alguien sujetaba el cinturón en su sitio.
Ella apareció junto a su hombro derecho.
– ¿No te gusta? -le preguntó.
De nuevo le dedicó una fría sonrisa. Cuando aquella insensatez tocase a su fin, cuando la hubiera desnudado, le taparía la boca con la mano y le haría pagar por ello. No sería nada demasiado cruel, sólo una lección, y se vio a sí mismo deslizando los dedos entre aquella banda plana bordada para desatarla.
– Quítame esto, querida -dijo con frialdad, con una voz grave e imperiosa-. Quítamelo ahora mismo.
Vio aquella amplia mano colgando ante él, con unos dedos desusadamente largos y delgados y blancos. Hasta los anillos eran demasiado grandes, adornados con rubíes y esmeraldas. Debía de tratarse de una mujer muy rica: rubíes, esmeraldas y aquellas diminutas perlas.
De repente, torció la mano derecha, la agarró por la muñeca y la sentó en su regazo.
– No me gusta -le dijo al oído-. Y si no sueltas ahora mismo la hebilla, te romperé tu precioso cuello.
– Oh, no serías capaz, ¿verdad que no? -preguntó ella sin el más leve asomo de temor.
En él se estaba produciendo una transformación alquímica. Mientras la miraba, mientras contemplaba aquel rostro perfecto, su mente se aclaraba, y sin embargo su cuerpo seguía bajo los efectos del alcohol. Un dolor sordo le latía en la frente. Tenía los brazos atados con tanta fuerza que con la mano izquierda no podía llegar al cuello. Pero si era necesario le rompería el brazo y la violaría y así terminaría todo. Estaba demasiado bebido para todo eso. No tenía que haber ido a esa casa.
– Desátame el cinturón -le dijo-. Te lo ordeno.
Ella lo miró a los ojos sin responder y su expresión se dulcificó. La sintió moverse en su regazo y en ese mismo instante vio que en el centro de sus ojos negros brillaba un leve destello azul profundo. El rostro de la desconocida tapaba la luz que tenía a sus espaldas. Se hallaban tan cerca que Carlo percibía la fragancia de su aliento. Era fresco, inmaculado, y despertó en él una pasión que hubiera existido igualmente de haberse tratado de una persona común, porque era deliciosa, encantadoramente joven.
Durante un momento sólo vio su cuerpo. Ella le rozó los labios con los suyos y Carlo cerró los ojos. Su mano se aflojó en la muñeca de ella, que no se movió, y el beso le provocó un espasmo de deseo que elevó su pasión hasta una cima en la que todo lo demás carecía de importancia.
Entonces se movió, volviendo la cabeza en el respaldo de la silla.
– Quítame el cinturón -le pidió con dulzura-. Vamos, te deseo, te deseo… -susurró-. No creo que seas una mujer tan estúpida como para provocarme de este modo.
– Pero si yo no soy una mujer -musitó ella, justo antes de que él la hiciera callar cubriéndole la boca con la suya.