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Apuró la taza.

– Dame más -pidió. Ese cuchillo estaba demasiado lejos. Aun en el caso de que hubiera podido volcar aquella mesa, que pesaba más que la silla a la que estaba atado, no hubiese podido coger el cuchillo a tiempo.

Tonio cogió la botella.

Federico advertiría que pasaba algo raro. Se acercaría a la puerta. La puerta, la puerta.

Al subir aquellas escaleras delante de Tonio, había oído un fuerte ruido que resonaba en aquel recinto como el estallido de un cañón, y por su mente pasó la idea de que una mujer no tenía la fuerza suficiente para echar un cerrojo tan grande y ruidoso.

Aquello no detendría a sus hombres.

– ¿Por qué no lo has hecho? -preguntó con la copa en las manos-. ¿Por qué no me has matado todavía?

– Porque quería hablar contigo -respondió Tonio en un murmullo-. Quería saber por qué intentaste matarme. -Su rostro, hasta entonces impasible, se tiñó de una leve emoción-. ¿Por qué mandaste asesinos a Roma si yo en cuatro años no te he hecho daño ni te he pedido nada? ¿Fue mi madre la que te frenó?

– Ya sabes por qué los mandé -afirmó Carlo-. ¿Cuánto más pensabas esperar para venir a por mí? -Su rostro estaba encendido y empapado y se lamió el sudor salado que le llegaba a los labios-. ¡Todo lo que hacías indicaba que pensabas volver! Pediste que te enviaran las espadas de mi padre, te has pasado la vida en salones de esgrima; cuando todavía no llevabas seis meses en Nápoles, mataste a otro eunuco, y al año siguiente casi mandaste a un joven toscano a la tumba. ¡Todo el mundo te temía!

»¿Y tus amigos? ¿Tus poderosos amigos? Me harté de oír hablar de ellos. Los Lamberti, el cardenal Calvino, di Stefano de Florencia. Incluso te atreviste a utilizar mi apellido para salir al escenario, como si me arrojaras un guante a la cara. Tu único propósito en esta vida ha sido atormentarme. Toda tu trayectoria ha sido un filo que cada vez se acercaba más a mi garganta.

Se reclinó en la silla. Su pecho era una masa de dolor pero, oh, qué bien sentaba decirlo por fin en voz alta, notar que las palabras brotaban de él en una riada incontrolable de veneno e ira.

– ¿Qué pensabas? ¿Que lo iba a negar? -Miró la figura silenciosa que tenía delante, aquellas manos blancas y largas, aquellas garras que jugaban con el mango de hueso del cuchillo-. Una vez te di la vida, pensando que la llevarías aferrada entre las piernas y correrías con ella, pero me has puesto en ridículo. Dios mío, no ha pasado un solo día sin que haya oído hablar de ti, sin que me haya visto obligado a hablar de ti, a negar esto y aquello, a jurar inocencia y fingir lágrimas, y decir trivialidades y frases de resignación, mentiras sin fin. Me has puesto en ridículo. ¡Yo, el sentimental, temeroso de derramar tu sangre!

– ¡Cuidado con lo que dices, padre! -dijo Tonio en un susurro de asombro-. ¡Eres un necio!

Carlo rió, una carcajada seca y melancólica que le provocó un agudo pinchazo en la cabeza.

Bebió vino maquinalmente y su mano pugnó por coger la botella, vio cómo se deslizaba hacia delante, y el líquido salpicaba la taza.

– ¿Necio, yo? -Rió una y otra vez-. Si quieres ver arrepentimiento, si quieres que te suplique, te llevarás una decepción. Coge la espada, esa famosa espada tuya, que a buen seguro tienes escondida en algún sitio, y utilízala. ¡Derrama la sangre de tu padre! ¡Demuéstrame la misma crueldad que yo he empleado contigo!

Los grandes tragos de borgoña lo tranquilizaron por un momento y borraron la pena y la sequedad de aquella risa que acompañaba a sus palabras.

Quiso secarse la boca con la mano. Era un suplicio no poder tocarse la boca.

Dejó que el vino le cayera por encima del labio y se estremeció de nuevo por el pánico, aquel impulso que lo impulsaba a debatirse en vano.

– ¡Yo no quería mandar esos hombres a Roma! -exclamó-. ¡No tenía alternativa! Si todo hubiera sido distinto, si hubieran venido a contarme que habías crecido sumiso e inseguro, temeroso de tu sombra… He conocido eunucos así: Beppo, ese viejo despreciable; o el escurridizo Alessandro, pese a toda su insolencia, un ser sin ningún espíritu. De los capados de ese tipo no hay nada que temer, pero tú… A ti la castración no te ha causado el mismo efecto. Eras demasiado fuerte, demasiado hermoso, habías heredado el temple de mi padre y tal vez ya eras demasiado mayor. Siempre, siempre oía hablar de ti, era como si durmieras en mi misma cama, como si vivieras y respiraras bajo mi techo. ¿Qué podía hacer? ¡Dímelo! ¡No me quedaba otra salida!

A través de la bruma de las velas encendidas, vio el rostro distante aún colmado de asombro, pero parecía más remoto, más apenado.

– No te quedaba otra salida -repitió Tonio casi con amargura-. ¿Y si hubieras venido a Roma? ¿Y si nos hubiésemos encontrado y hubiéramos hablado como hacemos ahora?

– ¿Hablar, yo? -preguntó Carlo con repugnancia-. ¿Para qué? ¿Para pedirte perdón por haberte capado? -Casi se burló-. Una y otra vez te pedí que te rindieras a mí, ¡hijo bastardo! Y tú te negaste. Tú mismo te has buscado ese destino. Fue decisión tuya, no mía.

– ¿Cómo puedes creer eso? -preguntó Tonio.

– ¡No tenía otra salida! -bramó Carlo-. Te lo he dicho y lo repito, no tenía otra salida. Y malditos sean los hombres a quienes mandé contra ti, eso fue una estupidez. Si te incitaron a venir, mucho mejor, porque lo hubieras hecho de todos modos, y lo sabes, y te aseguro que no tenía más remedio que hacerlo.

Se le nubló la vista, pero, oh, el rostro, incluso en aquellos momentos, era tan hermoso, demoníaco, qué ironía, y la juventud, la juventud, eso era lo que más lamentaba de todo.

De nuevo veía el borde de la copa. El vino volvió a derramársele por la barbilla. Cogió la botella.

– Encontrarme contigo, hablar contigo. -Suspiró, resollante, con los ojos entornados.

Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Qué estaba diciendo?

Sus ojos se movieron hacia el alto techo, la gran bóveda oscura que temblaba levemente con las llamas de las velas, donde vivían las arañas, y la lluvia, que se filtraba, brillaba en pequeñas gotas a través de las finas grietas.

Lo que necesitaba era tiempo, tiempo para que oscureciera, y todo lo que había dicho, lo que había brotado de él, todo el veneno de aquellas viejas heridas…

Sin embargo, cuando notó que el vino invadía cálidamente su cuerpo y una fatiga inmensa y dulce se apoderaba de él, no le importó.

Lo que le importaba era la injusticia de todo aquello, una injusticia implacable y brutal que se había prolongado durante años. Mentiras y acusaciones que nunca tocaban a su fin, y por todo eso había pagado. Y tanto que había pagado. Ése era el misterio que encerraba: cada vez que lo había intentado le había costado tan caro que al final no merecía la pena. Oh, ¿le había sido permitido disfrutar de algo que no le hubiera costado juventud, sangre e interminables disputas? ¿Cuándo había hallado un poco de comprensión, algún momento en que pudiera confiar en la imparcialidad de un juez?

– ¿Qué sabes tú de eso? -dijo-. De todos aquellos años en Istanbul, lejos de ella, mientras a ti te mimaban y te consentían, y luego volver a casa y que ella me acusara, sí, me acusara. Nunca me creyó, ¿sabes? Siempre era Tonio y sólo Tonio. Le supliqué miles de veces que dejara el vino, recurrí a médicos y enfermeras para que la examinaran y la cuidaran. ¿Hubo algo que no le diera? Joyas, la moda de París, criadas que la servían, las mejores institutrices para nuestros hijos. ¡Todo se lo di! ¡Pero lo único que ella quería era a Tonio y el vino, y fue el vino lo que la llevó a la tumba, y en su lecho de muerte preguntó por ti!

Contempló a Tonio. ¿Qué era esa expresión en su rostro? ¿Incredulidad? ¿Dolor inesperado? No lo sabía, no le importaba.

– Saber eso debe producirte placer, sin duda -dijo con amargura al tiempo que se inclinaba otra vez hacia delante. La cabeza le pesaba demasiado, dejó que el vino fresco y claro se le desparramara en la boca-. Y sus últimos días… ¿Sabes qué me dijo? Que la había destrozado, que la había llevado a la locura y a la bebida, y que le había quitado a su hijo, su único consuelo. ¡Eso fue lo que me dijo!