– Y claro, tú no la creíste, ¿verdad? -preguntó Tonio con un hilo de voz.
– ¿Creerla? Después de todo lo que sufrí por ella. -Carlo notó que la correa se le clavaba en el cuerpo causándole un agudo dolor, y recostándose hacia atrás sujetó la botella con ambas manos-. ¡Después de todo lo que hice por ella! Desterrado por amor a ella, ¿y quién, después de todos aquellos años en Istanbul, y ella casada con mi padre, hubiera vuelto a quererla?
»Pero yo la amaba, y era una pasión que duró quince años para ser destruida. ¿Cómo? No fue el tiempo, te lo aseguro, ni mi padre, sino tú. Dijo tu nombre, y murió. Al final ya ni siquiera miraba a nuestros hijos…
Su voz se quebró. Se quedó asombrado al escuchar su sonido, y si hubiera podido, habría hundido la cabeza entre los brazos.
Aquella esclavitud era insoportable, pero habría sido peor si hubiera luchado y hubiese fracasado, se dijo con desespero, sentado, inmóvil. Las manos se esforzaban por alcanzar su rostro, apenas podía soportar el peso de la cabeza.
– Me preguntas si la creí. ¿Qué derecho tienes a preguntarme nada? ¿Qué derecho tienes a juzgarme?
Cogió la botella de coñac y la vació deprisa en la copa. Lo bebió y sintió el calor más fuerte y agudo del licor, delicioso. La habitación pareció temblar bajo sus pies, y su cuerpo se convulsionaba, llegando incluso a poner los ojos en blanco. Ante él se alzaba una imagen, una imagen que lo atormentaba: la de su joven y hermosa Marianna la primera vez que la había sacado del convento; cuando habían ido a sus aposentos, ella había advertido que él no quería casarse y había empezado a gritar.
Temblaba, recordando sólo sus palabras apresuradas al consolarla, y asegurarle que lo único que necesitaba era tiempo, tiempo para convencer a su padre. «Soy su único hijo, ¿comprendes? Tiene que ceder ante mí.»
Pero no era eso lo que quería entonces. Estaba al borde del delirio, y le recorrió cierta sensación experimentada durante los años anteriores a aquéllos, cuando su madre estaba viva, y todos sus hermanos, y la vida era fácil, llena de esperanza y amor. Entre él y su padre no había obstáculos insalvables, nada que no pudiera enmendar, que no pudiera corregir. Sin embargo, todo eso se lo habían arrebatado con crueldad, del mismo modo que le habían arrebatado a Marianna, le habían arrebatado la juventud, y en esos instantes se dio cuenta de que sus recuerdos más nítidos estaban traspasados de lucha y amargura, y que borraban todo lo demás.
Carlo gimió. Miró la mesa de la cena. Tenía una vaga idea de dónde se encontraba y de que era Tonio quien lo retenía allí. La correa se le clavaba, y ladeando la cabeza intentó ver con claridad, recordar de nuevo que lo único que necesitaba era tiempo.
Las velas ardían bajas, y el fuego del hogar era un montón de cenizas fulgurantes. Aquella mañana, cuando había acudido borracho al Broglio, jurando que se casaría con ella con o sin su consentimiento, su padre se había plantado ante él con aquel espantoso semblante. «¡Te atreves a desafiarme!» Y ella lloraba en la cama de aquel sucio albergue. «¿Qué me has hecho, Dios mío?»
Emitió un sonido, un gemido.
Con un sobresalto advirtió que la habitación estaba más oscura y era enorme, y Tonio, ante él, lo miraba todavía inexpresivo a excepción de la dura línea de su boca.
Su cabello negro se veía más suave y le caía sobre el rostro de una manera más natural. ¿Qué parecía? Incluso después de la castración existía ese parecido asombroso, sí, como una docena de retratos pintados muchos años atrás cuando estaban todos juntos, sus hermanos y él, y su madre, pero ¡aquél era Tonio!
Se sintió invadido de nuevo por la náusea.
– Tú… -gritó con el cuerpo tembloroso-, tú que me tienes preso aquí, tú que me juzgas. ¿Es a esto a lo que has venido? ¿A juzgarme? Tú, el mimado. -Rió, con aquella risa que brotaba de nuevo, una risa grave, profunda y seca que parecía llevarse consigo las palabras-. El elegido de mi padre, el cantante, sí, el gran cantante, la celebridad de Roma, siempre rodeado de mujeres que arrojan flores a su carruaje, y la realeza que lo recibe, Tonio, con su bolsa rebosando de oro, y el cardenal Calvino, idolatrándolo y satisfaciéndole todos los deseos…
En el rostro de Tonio brilló un breve centelleo de intensa emoción.
– Sí, sí. -Rió con esa risa seca y grave-. ¿Crees que no sé el execrable destino al que de manera tan precipitada e impulsiva te condené? ¿Crees que no he oído hablar de tus amantes, tus devotos seguidores, tus amigos? ¿Hay alguna puerta que no se te haya abierto? ¿Algo que desearas y que te haya sido negado? Eunuco. Dios del cielo, ¿qué te cortaron para que hayas puesto un asedio a todas las camas de Roma tan fiero como el de las hordas bárbaras?
»Y vuelves aquí, rico, joven, bendecido por los dioses; en tu monstruosidad llegas a seducir a tu propio padre, y ahora pretendes juzgarme. ¡Preguntarme el por qué de mis acciones!
Descansó y sus dedos intentaron en vano secarse los labios. Aún quedaba un trago de coñac en la copa y la apuró.
– Dime. -Se inclinó de nuevo hacia delante, con la cabeza que le colgaba hacia un lado-. ¿Renunciarías a todo eso si te devolvieran lo que te quitaron? ¿Renunciarías a todo eso por la vida que yo he vivido desde entonces? -Contempló a Tonio con mirada desenfocada-. Piensa antes de contestar. ¿Tengo que contarte cómo ha sido? Con mi esposa llorando sin cesar por su hijo perdido, y tu prima, tu querida prima Catrina, una auténtica arpía, clavándome las garras cada vez más hondo, acechando el más leve desliz. Y esos viejos senadores e inquisidores, sus partidarios, buitres, ¡eso es lo que son, vigilándome por el rabillo del ojo!
»No, ahora estoy hablando de Venecia, de la vida de deberes y obligaciones que te robé con tanta crueldad, Tonio, el cantante, Tonio, la celebridad, Tonio, el castrati. Escúchame.
Suavizó el tono de voz como si fuese a confiar un secreto, sus palabras eran febriles.
– Para empezar, un gran palazzo enmohecido, que devora mi fortuna debido a sus infinitas habitaciones, paredes que se desmoronan, cimientos podridos, como una esponja de mar gigante que te chupa todo lo que le das y siempre quiere más; a fin de cuentas un emblema más de la república, de ese gran gobierno que todos los días de tu vida te cita en los Oficios del Estado, y allí tienes que hacer reverencias, sonreír, regatear, mentir, suplicar y presidir el incesante e interminable parloteo cacofónico que constituye el día a día de esta orgullosa ciudad sin imperio, sin destino, sin esperanza. Inquisidores del estado y espías y rúbricas y tradición y pompa hasta el paroxismo, y con el dinero de tu bolsillo pagas cada espectáculo, día festivo, aniversario, celebración y nueva extravagancia.
»Y después de eso, cuando finalmente te ves libre de esas pesadas túnicas, y de murmurar sandeces, con los pies llagados y los músculos de la cara doloridos de tanto disimular, entonces, cuando por fin eres libre para perder tu dinero por enésima vez en el Ridotto, o dormir con la misma cortesana o la misma tabernera o la misma adúltera con la que te has peleado siete veces la semana anterior, los espías del estado se pegan a tus talones, tus enemigos siempre juzgándote, tu conducta siempre examinada con rigor, y entonces ya cansado de todo ello, harto, desbordado, te vuelves y miras a tu alrededor, de un extremo a otro de esta estrecha isla, adviertes que a la mañana siguiente todo empezará otra vez. ¡Y has venido a juzgarme!
«¿Quieres recuperarlo? ¿Lo quieres a cambio de la ópera, lo quieres a cambio de tu muchachita inglesa de la Piazza di Spagna, quieres renunciar a esa voz incomparable que te ha convertido en un dios entre los hombres, para poder volver aquí y no ser más que uno de los mil nobles codiciosos que luchan denodadamente por los pocos cargos costosos y rutinarios de esta república que se ha reducido a las paredes que rodean la piazza?