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Y en un último acto de desafío, dejó que sus ojos se movieran despacio y de manera elocuente, de arriba abajo, sobre la figura que tenía delante, al tiempo que sus labios dibujaban una mueca de auténtico desdén.

En un instante se precipitó hacia delante enarbolando el cuchillo y con la mano izquierda agarró la lana negra en busca del débil brazo que había debajo.

Pero la alta figura negra y embozada se apartó de él como si fuera una ilusión, con un gesto tan rápido que ni siquiera lo vio, y al volverse oyó el sonido metálico de la espada de Tonio. Un fino surco de luz selló la grieta de oscuridad que se abría entre ambos y a Carlo le estalló el pecho de dolor.

El cuchillo cayó al suelo.

Alargó los dedos para coger el filo del espadín, el destello de luz que lo sesgaba, y al intentar hablar su boca se llenó de un líquido caliente que se derramó a borbotones sobre la barbilla.

¡No se ha terminado! ¡No se ha terminado! Pero su voz se había perdido en un espantoso gorgoteo.

Mientras caía, con la oscuridad que se alzaba en torno a él, y su mente era presa de un terror absoluto, en los ojos de Tonio vio un destello que se quebraba y se desvanecía, y contempló su rostro afligido antes de que recobrara de nuevo aquella expresión de inocencia.

Capítulo2

Tonio permaneció dos horas con Carlo en la habitación.

El cuerpo de Carlo se enfrió y la luz acabó extinguiéndose, las velas se consumieron y los carbones quedaron reducidos a cenizas en el hogar. Tonio pensó en tapar a Carlo con su tabarro, en cruzarle las manos sobre el pecho, pero no lo hizo, y cuando la habitación estuvo por completo a oscuras, se puso en pie y se marchó de la casa en silencio.

Tonio no advirtió si alguien lo veía salir por la puerta lateral. No oyó pasos siguiéndole por aquellas calles que tan bien conocía. Ninguna sombra lo acechó mientras cruzaba la inmensa plaza vacía.

Cuando llegó a las puertas de San Marco y las encontró cerradas, se quedó como aturdido, incapaz de comprender durante unos momentos por qué no podía entrar. Al final se apoyó en las columnas del pórtico y miró hacia el cielo negro, más allá de la vaga silueta del Campanile.

En los Oficios del Estado sólo ardían unas pocas luces aisladas. De vez en cuando, los cafés de la piazza abrían sus puertas a la lluvia. Y los que corrían contra el viento no reparaban en él. Pronto se le helaron las manos y el rostro. Sin embargo, no se movió, y la lluvia racheada fue empapándole la ropa.

La noche avanzaba. El reloj daba la hora una y otra vez. Los cafés apagaron las luces, y hasta los mendigos abandonaron las arcadas. A su alrededor, la ciudad se disponía a dormir.

Los únicos indicios de civilización eran el tañido de la campana y el brillo incierto de unas antorchas distantes.

Le parecía que la aflicción y el frío eran una sola sensación. Y no creía en la rectitud de una única acción. Se esforzó en imaginar a los que amaba, en sentir su presencia. No bastaba con decir sus nombres como si fueran una plegaria. Se imaginó con el cardenal Calvino en un lugar tranquilo y seguro en el que intentaba explicarle lo que había ocurrido.

Pero sólo eran sueños.

Estaba solo y había matado a su padre.

Si podía seguir adelante, sería sólo para soportar aquella carga toda la vida. Nunca le contaría a nadie lo que había sucedido. Nunca pediría a nadie la absolución o el perdón.

Y finalmente, cuando el alba despuntó, se puso la capucha para ocultar su cara y se alejó de la piazza.

Miró por última vez aquellos edificios monumentales que antaño le parecieran el límite del mundo, y volvió la espalda a Venecia para siempre.

Capítulo3

Durante días viajó hacia el sur en dirección a Florencia. Todavía era invierno y una fina capa de escarcha cubría los campos. Sin embargo, no soportaba la compañía de otras personas en los carruajes de la posta. En cada parada tomaba un caballo de silla, y mientras caminaba con él por el margen de la carretera, a menudo lo sorprendía la noche lejos de cualquier lugar en el que poder refugiarse.

Cuando llegó a la ciudad de Bolonia, iba a pie. Llevaba la capa manchada de barro, las botas gastadas del camino, y de no ser por la espada, hubiese parecido un pordiosero.

Vagó por las calles y los ruidos lo irritaban. Había comido tan poco que se sentía mareado y los sentidos lo traicionaban.

Cuando llegó de nuevo al campo, supo que no podía seguir adelante. Llamó a la puerta de un monasterio y entregó la mitad del dinero que poseía al abad.

Agradeció que lo acostaran. Le sirvieron caldo y vino, y se llevaron las botas y la ropa para remendarlas. Al otro lado de la ventana se extendía un pequeño jardín bañado por el sol, y antes de cerrar los ojos preguntó qué día era y cuánto faltaba para el domingo de Pascua.

Una cosa era segura: tenía que encontrarse con Guido y Christina antes del domingo de Pascua.

Los días se convirtieron en semanas.

Tonio yacía en la cama contemplando el jardín. Le evocaba otros tiempos en que había sido feliz, con el sol destellando en los senderos de baldosas o reflejándose de repente en el agua de una pequeña fuente. El claustro estaba envuelto en sombras matizadas, pero no recordaba nada con claridad. Tenía la mente vacía.

Deseó que no fuera Cuaresma para no tener que oír los cantos de los monjes.

Cuando llegaba la noche y se quedaba a solas en aquella habitación, experimentaba una desdicha tan profunda que le parecía que cada año de su vida significaría únicamente una mayor capacidad de sufrimiento. Veía a su madre en el lecho, durmiendo ebria, y era como si ella hubiese conocido algún secreto revelador.

En él no se produjo ningún cambio, al menos en apariencia. Sin embargo, su apetito fue mejorando. Pronto empezó a levantarse temprano para asistir a misa con los frailes. Se encontró pensando en Guido y Christina con más frecuencia.

¿Habrían tenido un buen viaje desde Roma? ¿Estaba Paolo preocupado por él? Esperaba que Marcello, el cantante siciliano, hubiera ido con ellos, y por supuesto no podían haberse marchado sin la signora Bianchi.

A veces, más que pensar en ellos los imaginaba. Los veía cenando juntos, hablando entre sí. Le preocupaba no saber dónde estaban. ¿Habían alquilado una villa en el campo con una terraza donde poder sentarse después de cenar? ¿O se hallaban en pleno corazón de la ciudad, en alguna bulliciosa calle cerca del teatro y los palacios de los Medici?

Por fin, una mañana, sin previo aviso, se vistió, se calzó las botas, se ciñó la espada, y con la capa sobre el brazo fue a despedirse del abad.

En el jardín, los monjes cortaban las ramas jóvenes de las palmeras y las ponían en una carretilla de madera. Se enteró de que era el Viernes de Dolores, la fiesta de los Siete Dolores de la Virgen. Faltaban sólo doce días para el estreno de la ópera.

Cuando llegó a la casa de postas, estaba hambriento. Comió una sustanciosa comida y se entretuvo observando con insólito interés las idas y venidas de los otros viajeros. Entonces alquiló el mejor caballo que encontró y emprendió el camino hacia Florencia.

Fue justo antes del amanecer, en la población de Fiesole, donde vio el primer cartel de la ópera.

Era Domingo de Ramos y las viejas y los braceros salían de la misa del alba. Llevaban sus palmas bendecidas, y las puertas abiertas de la catedral proyectaba una luz amarillenta y cálida sobre las piedras que tenían delante.