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Cuando alzó la vista, su padre sonreía. Durante un instante prolongado pareció que su padre se encontraba en algún lugar privilegiado, lejos de aquella habitación y sus ocupantes. O tal vez vagaba perdido en un recuerdo. De pronto el placer se disipó en su rostro y con un gesto de resignación, despidió a los allí reunidos.

– Ahora tengo que quedarme a solas con mi hijo -dijo y tomó la mano de Alessandro-. Terminaremos tarde, será conveniente que duerma hasta avanzada la mañana. Oh, sí, antes de que se me olvide. Busca alguna pregunta importante que formular a sus antiguos preceptores, hazles sentir que son necesarios, asegúrales con delicadeza que nunca serán despedidos.

Había una apacible bondad en la sonrisa de Alessandro, en su manera de acatar aquella orden sin la más mínima extrañeza.

– Lleva velas a mi estudio -pidió Andrea a su secretario.

Se levantó de la cama con dificultad. Las puertas estaban cerradas, las habitaciones casi vacías.

– Por favor, excelencia, quedaos aquí -le pidió el signore Lemmo.

– Vete -dijo Andrea con una sonrisa-. Cuando me muera, no le cuentes a nadie lo mal que te he tratado.

– ¡Excelencia!

– Buenas noches -dijo Andrea.

El signore Lemmo los dejó.

Andrea avanzó hacia las puertas abiertas pero, con una seña, le indicó a Tonio que esperarse. Tonio lo vio entrar en una estancia rectangular que no conocía. Tampoco había estado nunca en la que ahora se encontraba, aunque la otra ejercía sobre él mayor fascinación. Había libros hasta el techo, entre las ventanas de maineles que daban al canal, y mapas en las paredes que mostraban los inmensos dominios del imperio veneciano. E incluso desde ahí, advirtió que se trataba de una Venecia de mucho tiempo atrás. ¿No se habían perdido todas esas posesiones? Sin embargo, en la pared, el Véneto seguía abarcando un vasto territorio. Se dio cuenta de que su padre se hallaba al otro lado del umbral, mirándolo con un ensimismamiento casi íntimo.

Tonio empezó a caminar hacia él.

– No, espera -dijo Andrea. Fue un murmullo tan leve que parecía estar hablando consigo mismo-. No tengas tanta prisa por entrar. En este momento todavía eres un muchacho, pero debes estar preparado para convertirte en amo y señor de esta casa cuando yo me vaya. Ahora reflexiona unos instantes más sobre tu ilusión por la vida. Saborea tu inocencia. Nunca se aprecia de veras hasta que se ha perdido. Reúnete conmigo cuando estés listo.

Tonio permaneció en silencio. Bajó la vista y fue consciente de que aquella deliberada obediencia a su orden le permitía pasar revista a su vida. En su imaginación, se encontró en el viejo archivo de la planta baja, oyó las ratas, el murmullo del agua. Hasta la casa misma anclada desde hacía dos siglos en las marismas, parecía moverse. Cuando alzó de nuevo los ojos, se apresuró a decir, en voz baja:

– Padre, estoy dispuesto.

Su padre lo llamó con una seña.

Capítulo13

Pasaron diez horas antes de que Tonio abriera de nuevo las puertas del estudio de su padre. La clara luz del sol de la mañana lo envolvía mientras cruzaba el gran salón, camino de la puerta principal del palazzo.

Su padre le había dicho que saliera, que estuviese un rato en la piazza, que contemplase el espectáculo diario de los grandes estadistas entrando y saliendo del Broglio. Y en aquellos momentos, eso era lo que Tonio más deseaba. Lo rodeaba un delicioso silencio que ningún desconocido podía atreverse a romper.

Al llegar al pequeño embarcadero situado delante de la entrada, llamó a un gondolero que pasaba por allí y se dirigió a la piazzeta.

Era la víspera de la Senza y había más gente que nunca, los hombres de estado, formando en una larga hilera ante el palazzo ducale, recibían respetuosos besos en sus amplias mangas, mientras se hacían ceremoniosas reverencias los unos a los otros.

Tonio no reparó demasiado en el hecho de que estaba solo y era libre, puesto que aquello ya no tenía el mismo significado.

El relato que su padre le había contado estaba lleno de emociones, bañado con sangre de realidad y una inmensa tristeza. Y la historia de los Treschi formaba parte de él.

Cuando era niño, Tonio pensaba que Venecia era una gran potencia europea. Había crecido con la convicción de que la Serenísima constituía el gobierno más antiguo y sólido de Italia. En su mente, las palabras imperio, Candia, Morea estaban ligadas a batallas gloriosas y remotas.

Pero durante aquella larga noche, el estado veneciano se había vuelto decrépito, decadente, se tambaleaba en sus cimientos, casi se desmoronaba, para convertirse en una insigne y resplandeciente ruina. En 1645 se había perdido Candia, y las guerras en las que Andrea y sus hijos habían luchado no lograron recuperarla. En 1718 Venecia fue expulsada para siempre de la península de Morea.

En realidad, no quedaba nada del imperio, excepto la propia ciudad y los territorios en tierra firme que la rodeaban. Padua, Verona, pequeñas poblaciones, la gran franja poblada de espléndidas villas junto al río Brenta.

Sus embajadores ya no ejercían una influencia decisiva en las cortes de otros países, y los diplomáticos enviados a Venecia se dedicaban más a la vida frívola que a la política.

Era el gran rectángulo de la piazza, atestado de bacchanalia de carnaval en tres diferentes períodos del año, lo que los atraía. El espectáculo de las negrísimas góndolas que brillaban en las calles inundadas, la incalculable riqueza y belleza de San Marco, las cantantes huérfanas de la Pietá. La Ópera, la pintura, los gondoleros que cantaban en verso, los candelabros de las cristalerías de Murano.

Eso era Venecia entonces, su atractivo, su poder. Todo lo que Tonio había amado desde que tenía uso de razón, nada más.

Sin embargo, era su ciudad, su estado. Su padre se la había legado. Sus antepasados se hallaban entre esos oscuros protagonistas de episodios heroicos que se habían aventurado por primera vez en esas brumosas marismas. Los Treschi habían labrado su fortuna mediante el comercio con Oriente, al igual que otras grandes familias venecianas.

Tanto si la Serenísima dominaba el mundo como si sólo sobrevivía en él, conformaría el destino de Tonio.

La independencia de la Serenísima se basaba en la fidelidad de Tonio tanto como en la de los patricios que estaban ya en la cúpula del estado. Y a Europa, que ansiaba aquella maravillosa joya, no debía permitírsele nunca que la estrechara en su seno.

– Debes empeñar todos tus esfuerzos en mantener a tus enemigos fuera de las puertas del Véneto -le había advertido su padre, con una voz tan incorpórea y enérgica como sus brillantes ojos.

Aquélla era la solemne obligación de un patricio en un momento y en una época en que las fortunas hechas con el comercio de Oriente se dilapidaban en juegos de azar, pompa y espectáculo. Aquélla era la responsabilidad de un Treschi.

Por fin llegó el momento en que Andrea debía revelar su propia historia.

– Me he enterado de que has sabido de tu hermano Carlo -dijo, distanciándose de un entramado de cosas mucho más amplio, con su voz pausada que, por vez primera, se rendía a un ligero temblor-. Tan pronto como atraviesas el umbral de la puerta, el mundo se apresura a desilusionarte con un viejo escándalo. Alessandro me ha hablado del amigo de tu hermano, uno de los muchos aliados que todavía se me oponen en el Consejo, en el Senado, allí donde ostentan algún poder. Tu madre me ha contado tu descubrimiento en el retrato del comedor.

»No, no me interrumpas, hijo mío. No estoy enojado contigo. Has de saber lo que otros deformarán y utilizarán en beneficio propio. Escucha y comprenderás.

»¿Qué me quedaba cuando por fin volví a casa después de tantas derrotas en el mar? Tres hijos muertos, una esposa fallecida tras una larga y dolorosa enfermedad. ¿Por qué Dios, en sus designios, quiso que el menor de ellos sobreviviera a los demás, un hijo tan rebelde y de carácter tan violento que su mayor deleite consistía en derrotar a su padre?