Y luego estaban los desharrapados, los analfabetos, los niños pobres que al llegar no hablaban la lengua de Nápoles: los chicos como Guido.
Llegado cierto punto, comprendió que sus padres lo habían vendido. Se preguntó si, antes de que eso ocurriera, algún maestro había valorado adecuadamente su voz. No se acordaba. Tal vez había caído por azar en una trampa dispuesta con la certeza de atrapar algo de valor.
Todo eso Guido lo veía por el rabillo del ojo. Primer cantante del coro y solista en el conservatorio, había empezado ya a escribir ejercicios para sus alumnos más jóvenes. A los diez años lo llevaron al teatro a escuchar a Nicolino, le regalaron un clavicémbalo para él solo y le dieron permiso para quedarse despierto hasta tarde para que practicara. Mantas calientes, un elegante traje: la recompensa era mucho mayor de lo que él nunca hubiera soñado. De vez en cuando, además, lo llevaban a cantar ante una audiencia que se deleitaba escuchándolo en el esplendor de un palazzo.
Antes de que las dudas lo asaltaran durante la segunda década de su vida, Guido había fundamentado su existencia en la disciplina y el estudio. Su voz, alta, pura, inusualmente ligera y flexible, era ya una maravilla oficialmente reconocida.
Sin embargo, como ocurre con todas las criaturas humanas, la sangre de sus antepasados, pese al cambio motivado por la castración, continuó dándole forma. Proveniente de una familia de piel atezada y constitución robusta, Guido, a diferencia de muchos eunucos de su entorno, se desarrolló por completo. Su cuerpo más bien fuerte, estaba armoniosamente proporcionado, y daba una ilusoria impresión de poder. Y aunque sus rizos castaños y su boca sensual aportaban un toque de querubín a su rostro, una pelusa negra sobre el labio superior lo dotaba de masculinidad.
En realidad, su físico hubiese sido agradable de no ser por dos peculiaridades: la nariz, que se había roto en la infancia a consecuencia de una caída, era plana, como si un gigante la hubiera aplastado; y sus ojos marrones, grandes y expresivos, brillaban con la astuta brutalidad característica de sus antepasados campesinos.
Con todo, si bien esos hombres habían sido taciturnos y sagaces, Guido era estudioso y estoico; si bien ellos habían luchado contra los elementos de la naturaleza, él se entregaba con pasión a cualquier sacrificio por el bien de su música.
En resumen, las maneras o el físico de Guido distaban mucho de ser vulgares. Al contrario, tomando como modelo a sus maestros, puso todo su empeño en adquirir un porte elegante, así como en impregnarse de la poesía, el latín y el italiano clásico que le enseñaban.
De este modo se convirtió en un joven cantante de presencia imponente cuyos rasgos primitivos le conferían un perturbador poder de seducción.
Durante toda su vida, algunos dirían de él «qué feo es», mientras que otros afirmarían «pero si es hermosísimo».
Sin embargo, había una característica de la que no era consciente: emanaba amenaza. Su familia había sido más brutal que las bestias que criaba y él tenía el aspecto de alguien capaz de hacer daño. Se debía a su mirada apasionada, la nariz aplastada, la boca exuberante, la suma de todo ello.
Así, sin advertirlo, una coraza protectora fue envolviéndolo. Nadie osaba intimidarle.
Aun así todos los que le conocían lo apreciaban. Los chicos normales le tenían tanto afecto como sus compañeros eunucos. Los violinistas lo adoraban porque percibían la fascinación que todos y cada uno de ellos ejercían sobre Guido y porque éste les escribía una música exquisita. De esta forma se labró fama de tranquilo y pragmático, se convirtió en el dulce cachorro de oso al que, cuando se le conocía, no había por qué temer.
Poco antes de cumplir quince años, una mañana lo despertaron y le dijeron que tenía que bajar de inmediato al despacho del maestro. No se puso nervioso. Nunca había tenido problemas.
– Siéntate -le dijo su profesor favorito, el maestro Cavalla.
Todos los demás estaban reunidos a su alrededor. Jamás se habían comportado con él de una manera tan informal; y en aquel círculo de rostros algo le resultó desagradable. De inmediato supo de qué se trataba. Le recordaba la habitación donde lo habían castrado, pero decidió no dar importancia a aquella sensación.
El maestro, que estaba sentado tras la mesa labrada, mojó la pluma, escribió con grandes trazos y le tendió el pergamino.
Diciembre de 1727. ¿Qué significaba aquello? Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo.
– Ésta es la fecha -dijo el maestro incorporándose- en la que debutarás como primo uomo en la ópera de Roma.
Lo había conseguido.
No se quedaría en los coros de las iglesias, ni en las parroquias de pueblo, ni en las grandes catedrales de las ciudades. No, ni siquiera en el coro de la Capilla Sixtina. Se había elevado por encima de todo eso, hasta alcanzar el sueño que inspiraba a todos los músicos, año tras año, sin importar lo ricos o lo pobres que fueran, sin importar su procedencia: la ópera.
– Roma -susurró mientras salía solo al pasillo.
Había dos alumnos allí, parecían estar esperándole, pero pasó junto a ellos como si no los hubiera visto.
– Roma -susurró otra vez, dejando que el sonido rodara por su lengua, esa densa explosión de aire que la humanidad entera había pronunciado con reverencia y temor durante dos mil años: Roma.
Sí, Roma y Florencia, y Venecia, y Bolonia, y de allí a Viena, Dresde y Praga, todas las líneas del frente que conquistaban los castrati. Londres, Moscú, y de vuelta a Palermo. Estuvo a punto de echarse a reír.
Pero alguien le había tocado el brazo. Le resultó desagradable. No podía desprenderse de aquella visión de hileras de palcos y de un público enardecido.
Cuando se le aclaró la vista, descubrió que se trataba de Gino, un eunuco alto que siempre le había llevado ventaja, un italiano del norte, rubio y espigado, con los ojos rasgados. Junto a él estaba Alfredo, el rico, el que siempre tenía dinero en los bolsillos.
Le decían que fuera con ellos a la ciudad, que el maestro le había dado el día libre para que lo celebrase.
Entonces comprendió por qué se encontraban allí. Ambos eran las estrellas nacientes del conservatorio.
Y él también era ahora una de ellas.
Capítulo2
Cuando Tonio Treschi tenía cinco años, su madre lo empujó escaleras abajo. En realidad no había sido ésa su intención; sólo quería darle una bofetada, pero él resbaló hacia atrás en el suelo de mármol y cayó rodando, presa del pánico.
Tonio podría haberlo olvidado. El amor que le profesaba su madre estaba teñido de una imprevisible crueldad. Era capaz de sentirse inundada de desesperado cariño en un momento dado y de maltratarlo al siguiente. Vivía desgarrado entre una dependencia espantosa y el terror más absoluto.
Pero aquella noche, para congraciarse con él, lo llevó a San Marco a ver a su padre en procesión.
La gran iglesia era la Capilla Ducal y el padre de Tonio era el inquisidor general.
Luego le parecería un sueño, pero había sido real y lo recordaría toda su vida.
Después de la caída se había escondido de su madre durante horas. El gran palazzo Treschi se lo tragó. A decir verdad, conocía mejor que nadie los cuatro pisos de la ruinosa mansión renacentista, y estaba familiarizado con todos los armarios y arcones donde poder refugiarse, donde poder estar solo el tiempo que quisiera.
La oscuridad no le asustaba. La posibilidad de perderse carecía de importancia para él. Las ratas no le daban miedo, al contrario. Observaba su rápido correteo por los pasillos con vago interés. Le gustaban las sombras en las paredes, los escarceos de luz procedentes del Gran Canal, que centelleaban tenues en los techos decorados con pinturas antiguas.
Sabía más de esas habitaciones mohosas que del mundo exterior. Constituían el paisaje de su infancia, y en todo su laberíntico recorrido reconocía señales dejadas en anteriores retiradas y peregrinaciones.